Apacible Simití

Cinco años después de haber realizado el descenso en kayak por el río Magdalena desde Simití, decidí retornar al sur de Bolívar a visitar a Rosita Valbuena y Emel Meneses, nuestros primeros anfitriones en la gran travesía y reencontrarme con esta apartada región de la otra Colombia donde el tiempo pasa diferente.

Vivir Sabroso. Colombia 2023

Nada mejor que comenzar un nuevo año, apartados del bullicio de las grandes ciudades. La vida en un pueblo como Simití, es a otro ritmo; apacible, subido de temperatura y de brisa refrescante en sus tardes. Había programado ir a visitar a Rosita y Emel los primeros días de enero, me querían enseñar su nuevo emprendimiento de casa campestre a orillas de la ciénaga, donde Emel realiza su proyecto EXPLORANDO LA ALBERCA DE MI CASA, recopilando objetos y fotografías de todo lo que pasa en su entorno. Rosita tenía que terminar de pintar un mural en un negocio de Simití. Tardaría dos días, así que programamos nuestro reencuentro en la ciénaga.

 

 

Agua, vida y alimento

Al descender del bus escuché un gran alboroto. La algarabía de los pobladores de Puerto Wilches ese 4 de enero en el muelle, estaba dada por la noticia de la gran subienda. Vendedores y compradores agolpados en el muro de protección frente al río, negociaban bocachicos de todos los tamaños, bagres, blanquillos y nicuros.

—¡Ya era hora del desquite! —me dijo un alegre vendedor mientras les tomaba fotos a sus peces acomodados sobre el plástico negro en la calle. La felicidad de los presentes era absoluta, había peces para todos los presupuestos.

No veía ese gran movimiento de gente, desde los años 90 cuando decenas de pescadores año a año viajaban en sentido contrario al río Sogamoso y Magdalena en caravanas acuáticas y terrestres persiguiendo los cardúmenes de peces. La sobrepesca afectó durante años estos ríos, así que el “milagro” de la abundancia del 2023 sorprendió a los rivereños del Magdalena Medio Santandereano, quienes en bolsas, baldes, platones y neveras plásticas llevaron grandes cantidades de peces para sus casas.

 

Retornando a Simití

El llamado para abordar la lancha fue dado a las siete y media de la mañana. Con el cupo completo —25 pasajeros— el conductor soltó amarras y fue acelerando poco a poco hasta alcanzar la velocidad deseada río abajo rumbo al muelle de San Pablo. Llegamos al puerto después de un rápido viaje de 25 minutos. Las camionetas de las empresas transportadoras y los carros piratas, se peleaban los pocos pasajeros de ocho de la mañana.

Abordé la camioneta recomendada por el conductor de la lancha y emprendimos la ruta de 66 kilómetros sobre una vía pavimentada en muy buen estado que facilita el comercio ganadero y palmero de la zona. Fue un viaje apacible de hora y media de recorrido hasta la oficina de la empresa transportadora en Simití. Telefónicamente, Emel me dio las indicaciones para llegar a su encuentro en inmediaciones de la sede regional de la Caja Agraria.

Estaban igualitos, pareciera que el tiempo se hubiera detenido por cinco años y la pandemia no les hubiera afectado en lo más mínimo. Rosita vestía su traje de trabajo, chispeada de diversos colores de vinilo, imprimando las paredes internas del local para plasmar sus dibujos y Emel estaba con su mochila terciada y su característico sombrero de paja. Después del efusivo saludo, Emel me pidió lo acompañara donde su suegra para dejar mis maletas y recoger las herramientas para sembrar un guayabo.

Me presentó al maestro que le estaba dando acabados a la fachada de su casa y procedimos a recorrerla mostrándome su amplia construcción. La atravesamos hasta llegar al solar y Emel abrió la puerta trasera. La ciénaga de Simití era el patio de su casa. Sus calmadas aguas reflejaban el intenso sol de la mañana, mientras un gran número de aves paseaba por la orilla en busca de alimento. Hicimos una videollamada a Mike y Clare —los canadienses compañeros de la travesía— para darles un poco de envidia y reconocieran el paisaje del que fuera nuestro esplendoroso punto de partida con los kayaks.

—¡Estás en Simití! —gritó Clare al ver la primera postal de una canoa en la orilla de la ciénaga.

Bajamos las escaleras de la casa y mientras me despedía de los compañeros, Emel solicitó a sus vecinos el préstamo de una canoa. Me dejó bajo el mando de Lizeth, una pequeña de once años, diestra en el manejo del canalete para que me llevara a hacer unas tomas desde la ciénaga. Samuel y Manuel, los primos de Lizeth querían acompañarnos, pero sus madres se lo impidieron.

Empujamos la canoa para desencallarla. Lizeth comenzó a remar, su paleo era suave y constante, como de quien lo hace diariamente después de sus deberes de colegio para divertirse con sus primos. El nivel de la ciénaga estaba bajo y se podía apreciar un gran número de escalones en las construcciones que daban a la orilla. Pasamos varias calles, la casa de la asociación de pescadores, la iglesia y llegamos hasta La Bota, la desembocadura de una de las calles del pueblo, sitio de baño y encuentro de los lugareños por estar sobre unas rocas.

Lizeth fue girando lentamente la canoa para iniciar el regreso y con más calma apreciar la cotidianidad de un miércoles en sus orillas. Personas refrescándose en sus aguas, señoras lavando ropa y zapatos, un pescador arreglando el producto de su faena e infinidad de aves buscando alimento. Le pregunté a Lizeth si le gustaba su pueblo y sin titubear me dio un sí, que reafirmaba la expresión de su cara, aclarándome que lo que más disfrutaba era salir a remar en las tardes con sus primos y jugar en sus aguas.

Después de entregar la canoa y sembrar el guayabo, salimos con Emel a almorzar donde la mamá de Rosita y dar un recorrido por las calles del pueblo. Estaba tal cual lo recordaba, con excepción de la decoración navideña. Llegamos hasta La Bota. Allí un par de antiguos pescadores sentados sobre una silla plástica y una mecedora a la orilla de la ciénaga, hacían su plácida siesta, cobijados por la sombra de un árbol y recibiendo el viento fresco del norte, eso era vivir Sabroso.

 

Regresar por sabaletas

Dentro de mis planes de visita estaba el subir de nuevo hasta la quebrada El Platanal en Santa Rosa del Sur para ir de pesca con Emel. Nos despedimos de Rosita a las cuatro de la tarde y fuimos caminando por la carretera hasta el hospital integrado San José en busca de transporte para el pueblo. Viajamos en el platón de una camioneta de una de las cuatro empresas transportadoras por media hora en un trayecto de veinte kilómetros. El clima era mucho más fresco, habíamos pasado de 45 msnm en la ciénaga a 650 msnm en el pueblo.

Comenzamos a caminar desde la oficina de transportes hacia la casa de Emel y Rosita. El tráfico era inquietante, estaban estrenando semáforos. Según Emel el número de motos en el pueblo se había duplicado en cinco años. el comercio se había expandido hacia los barrios aledaños del centro y se podía apreciar fácilmente la prosperidad económica de la región con el aumento de las construcciones. Entendí rápidamente el por qué querían su casa de descanso en Simití.

La noche fue placentera. A las seis de la mañana estábamos haciendo los preparativos de cañas y carnadas para dirigirnos al río en una caminata de seis kilómetros. Tomamos la carretera rumbo a las minas hasta llegar al puente sobre el río. El estadero El Alcaraván nos daba la bienvenida a la faena de pesca con una inusual decoración de un dinosaurio hecho en concreto, fabricado por un conocido de Emel.

Eran las ocho y media de la mañana y algunas familias de la zona, ya habían llegado al río a buscar los mejores lugares para la preparación de su almuerzo. Iniciamos nuestra jornada pescando río arriba logrando capturar algunas sabaletas de buen tamaño, pero con un pique escaso. Hacia el mediodía decidimos regresar hasta el dinosaurio e intentarlo río abajo con igual suerte.

Emprendimos la caminata de regreso a casa. La oscuridad nos tomó en el camino y llegamos bordeando las siete pm. Rosita no había alcanzado a terminar su trabajo y tendría que dormir una noche más en Simití. Posterior al arreglo de los peces y preparación de la cena decidimos planear la pesca del siguiente día en otro sector del río, aguas abajo por una carretera diferente, pero a igual distancia de caminata.

Al amanecer de la nueva jornada, pasamos por una carnicería, compramos un trozo de corazón de res para llevar como carnada. El río estaba más concurrido por ser 6 de enero, día del acostumbrado paseo de olla familiar en tierra caliente. El pique mejoró radicalmente en ese sector del río con la nueva carnada, pero disminuyendo el tamaño de las sabaletas, teniendo que hacer muchas devoluciones.

 

La sorpresa

Caminamos los seis kilómetros de regreso a casa, arribando a las siete de la noche. Rosita había llegado. Nos enseñó las fotos y videos de su magnífico trabajo. Después de preparar los peces, comer y limpiar la mesa, decidí desenmascarar el real propósito de mi visita. Saqué el paquete de mi morral y se los entregué. Emel comenzó a retirar el cartón y plástico protector.

—¡El libro del viaje por el Magdalena! —exclamó Emel mostrándole la portada a Rosita.

Emocionados comenzaron a hojear el libro hasta reconocerse en las fotos que plasmaron nuestro paso por su entorno al comienzo de la travesía en compañía de Mike y Clare, nuestra ida a pescar al sector de la hidroeléctrica sin mucha suerte por haber utilizado yuca como carnada y no tener las cañas apropiadas.

Rosita comenzó a tomar fotos con su celular de las páginas internas del libro donde aparecían ellos y se las envió a sus familiares, obteniendo preguntas inmediatas acerca de la publicación y explicándoles que habían sido producto de la vistita de hacía cinco años de Pablo y los gringos cuando se quedaron en su casa.

La entrega se convirtió en celebración y remembranzas de anécdotas de la travesía que inició en su casa y terminó en Nueva Venecia después de 22 días. La impresión del libro se retrasó dos años producto de la pandemia, pero pudo llegar al fin a manos de quienes fueran nuestros primeros anfitriones del gran viaje y manifestarles nuestro más sincero agradecimiento.