Matando ríos. Capítulo VI amaSOSnas

La contaminación hídrica es, sin lugar a dudas, el mayor problema al que se enfrentan los nacientes poblados ribereños del Amazonas, que vierten la totalidad de sus desechos, sin ningún tratamiento, al río, cuyas aguas luego son usadas para suplir las necesidades básicas cotidianas. Seguimos impulsando un turismo desmedido sin tener solucionado el problema local.

Biodiversidad en riesgo. Colombia 2022

 

Siempre habrá un poblado abajo o arriba de otro en la cuenca de los grandes ríos. La diferencia radica en el tratamiento de las aguas vertidas y en el proceso de captación de agua para los pobladores. No todas las comunidades tienen la fortuna de contar con fuentes hídricas alternas y muchos deben instalar los puntos de captación de agua metros arriba de donde tienen las cañerías de vertimiento. El asentamiento siguiente hará lo mismo, y así sucesivamente.

Según la norma, en Colombia todo municipio de más de 10.000 habitantes debe tener una planta de tratamiento de aguas residuales (PTAR), norma que no se cumple y mucho menos en la Amazonía. Esto implica que los desechos orgánicos arrojados al río por un pequeño poblado con menos de 10.000 personas se considera una carga imperceptible en un análisis de agua realizado en el alto Amazonas.

El caudal de agua del río Amazonas es tan grande que cada uno de los gobernantes municipales o encargado de comunidad ribereña piensa que sus vertimientos no son problema, pero se estima que más de treinta millones de personas impactan directamente con sus residuos el gran río. La población de Caballo Cocha no es la excepción, pero sí es un ejemplo del inadecuado manejo de los poblados que crecen aceleradamente sin implementar soluciones a mediano plazo para un problema actual.

 

 

El bus del agua

El muelle de San Pablo de Loreto se fue llenando de viajeros que, repentinamente, se agolparon al final del entablado para esperar por la lancha que aún no se veía. Según el despachador, el tiempo de arribo estaba contemplado entre las tres y seis de la tarde, dependiendo del movimiento de carga en los puertos que había recorrido el día anterior.

A las cinco de la tarde llegó La Gran Loretana, pero iba en sentido contrario, hacia Iquitos. Se entregó un pedido de pan a la cafetería de la lancha y se hizo un breve intercambio de pasajeros. La embarcación partió diez minutos después y en el muelle quedamos nueve personas esperando apaciblemente por la nuestra.

La lancha Lucho llegó atrasada, pasadas las siete de la noche. Era de las más pequeñas que había visto en Iquitos, de tres pisos y siete metros de ancho, pero a pesar de su reducido tamaño tenía acondicionados corrales en tabla para transportar ganado. El techo era mucho más bajo que el de la Charles I, lo que les facilitaba a las personas de baja estatura amarrar sus hamacas. La lancha estaba completamente abarrotada de pasajeros y la distancia entre hamacas no sobrepasaba los sesenta centímetros; incluso, había gente acomodada en el piso. Era como viajar en un camión ganadero en carretera pavimentada.

Les pregunté a mis vecinos de codo por qué no usaban el ferri si, para mi sorpresa, el tiquete era más barato. El de la derecha me dijo que en la lancha dejaban llevar más equipaje y carga por pasajero, y la de la izquierda me dio una contundente respuesta: «Para subir a la lancha no piden carnet de vacunación; ninguno de los que viajamos aquí está inmunizado contra el covid».

Las lanchas cargueras son el medio más eficiente para transportar insumos por el río Amazonas, y uno de los más populares para movilizar pasajeros entre los pequeños puertos. En promedio, las lanchas gastan tres días en realizar un trayecto y tres más para el regreso, de tal manera que cada capitán solo alcanza a realizar un viaje a la semana y debe ceñirse a un estricto itinerario para poder suplir las necesidades de los pobladores ribereños entre varias embarcaciones. Todos tienen un día fijo de partida y una hora aproximada de llegada y salida de los puertos intermedios, que siempre es variable y depende del tiempo que gasten descargando los productos.

A las diez de la noche llegamos a Chimbote, un puerto pesquero intermedio. Allí llega el hielo fabricado en Iquitos y el pescado de todas las comunidades río abajo, que es recibido y empacado en cavas de madera para regresarlo a la capital de Loreto. De nuestra lancha bajaron un cargamento de barras de hielo de cincuenta kilogramos de peso cada una, empacadas individualmente en costales de fibra para protegerlas del tamo de arroz con que las preservan en el viaje.

La lancha César Eduardo, que viajaba hacia Iquitos, estaba parada en el puerto a nuestro lado. Diez personas intentaban subir una cava de una tonelada con pescado, arrastrándola por un tablón inclinado hasta la parte delantera de la lancha. Los operarios lograron su cometido tras quince minutos de esfuerzo y varios cigarrillos del capitán, que supervisó la extenuante labor desde su puesto de mando mientras las autoridades aduaneras revisaban minuciosamente una carga de ladrillos en busca de paquetes sospechosos.

 

Madrugando a dormir

La impredecible demora en el puerto de Chimbote —debida a la carga y la inspección de la gran cantidad de mercancía— hizo que llegáramos a la una de la mañana a Caballo Cocha.

En cuestión de minutos, el tercer piso de la embarcación se vio liberado de las hamacas y quedó casi vacío. Luego, hicimos una fila para descender, sorteando la carga, y pisar tierra firme. En la zona de desembarco había un gran movimiento de gente; muchos de los compañeros de viaje llegaban a celebrar las elecciones internas de sus partidos, convocadas para ese domingo 15 de mayo.

Me sentía desubicado. No conocía a nadie en el pueblo y era muy tarde para buscar hotel. Me filtré por entre la gran cantidad de gente que transitaba por la calle caminando a paso rápido, como si fuera un residente más, y empecé a seguir a una familia que venía en la lancha con un par de niños. Unas cuadras más adelante, cuando el alboroto del embarcadero había quedado atrás, les pedí orientación sobre alojamiento. Me recomendaron sin dudar el Hospedaje Mendo, situado a dos cuadras de donde estábamos.

Golpeé insistentemente la reja del hospedaje hasta que un hombre con los ojos entrecerrados salió de la habitación más cercana a la puerta y se acercó con un gran manojo de llaves en la mano, tratando de encontrar la que abría la cerradura.

—¿Usted es el de la reserva? —preguntó mientras me abría.

—No señor, pero necesito habitación para dos noches —respondí.

El hombre me entregó la llave de una habitación en el segundo piso. Solo hasta que puse el morral en el suelo y me senté en la cama, pude relajarme. Generalmente en mis travesías, a las cinco de la tarde ya tengo donde pernoctar, pero en esta ocasión eran las dos de la mañana y hasta ese momento iba a tomar la ducha de buenas noches.

 

Todo al río

Antes de las siete de la mañana ya estaba recorriendo las calles del pueblo. Había muy poca gente y el semáforo de la esquina del parque principal no tenía a quien darle indicaciones. En la esquina opuesta, un par de conductores de motokar charlaban mientras esperaban pasajeros. Caballo Cocha, la capital del Distrito Ramón Castilla, cuenta con aeropuerto y un estimado de 30.000 habitantes.

En las cuadras aledañas a la plaza de mercado se utiliza un sistema básico de alcantarillado de canaleta abierta, que conduce todo directamente al río. Podría asegurar que muchos de los pueblos ribereños consideran a la lluvia como su mejor aliado, pues lava y limpia sus calles, arrastrando todo lo que depositan en ella. Los residuos plásticos hacen parte de la cotidianidad de los pobladores que saben que en la próxima creciente su gran Amazonas se los llevará.

En la desembocadura de una de las calles perpendiculares al río, una mujer de la congregación israelita usaba una bolsa plástica como guante y recogía todos los desperdicios que podía para depositarlos en una bolsa más grande. Se llamaba Juana, y era la terca propietaria de un negocio de ropa que todos los días aprovechaba el tiempo acopiando la basura de la orilla mientras llegaban clientes a su local. Cuando Juana —que cuidaba de no ensuciar su larga falda color curuba con el barro de la orilla— se agachaba para alzar la basura bajaba tanto su torso que solo era perceptible la tela azul que cubría su pelo.

«No sé de dónde sale tanta basura —me dijo—. Todos los días lleno un gran costal de fibra para que los recolectores del aseo se lo lleven, pero sospecho que las autoridades sanitarias solo lo cambian de lugar y lo tiran de nuevo», añadió con un gesto de cansancio e impotencia.

En el mercado, la situación no era distinta. Debajo de los entablados de las construcciones la basura se acumulaba por montones. De cuando en cuando, el sobrenivel del río arrastraba las pequeñas islas de residuos hasta que se enredaban en los parales semisumergidos de los negocios.

El desolador panorama de la contaminación es evidente en las calles aledañas al puerto y al comercio. El característico olor a aguas sanitarias impregna el ambiente. Algunas de las calles perpendiculares al río conducen los desechos mientras que metros más abajo las mujeres lavan la ropa y los utensilios de cocina. Parece que los pobladores están resignados a vivir en esas condiciones.

Frente al río se construía un moderno centro de mercado en concreto, con cubierta de estructura metálica; sin lugar a dudas, una obra para mostrar de la municipalidad de turno, pero sobre el río, formando un islote, estaban todos los escombros de la obra: plásticos, cartones, bolsas de cemento y retal de madera. Ese es el triste panorama de la realidad de los poblados ribereños y el resultado de la renuencia de los mandatarios locales a tomar medidas correctivas en sus comunidades. El que peca y reza, empata.

 

Poder sin poder

En el parque principal del pueblo una banda de músicos atraía a los residentes hacia una tarima de madera donde se llevaría a cabo el primer acto protocolario después de pandemia. Los militares estaban formados a la espera de las autoridades municipales. A mi alrededor se agolpaba una gran cantidad de personas que hablaba sobre el inconformismo con el poder municipal a manos de los israelitas del Frepac —el partido del pescadito—.

Aunque Caballo Cocha tenía una gran dinámica comercial, no era ajena a situaciones de orden público a las que, según decían algunos de los asistentes, no se les daba la suficiente relevancia o eran ignoradas: redes de trata de menores para prostitución; comercio indiscriminado de cemento y gasolina usados como precursores químicos para preparar pasta de coca; asesinato de indígenas por defender su territorio, y la llamada «deforestación hormiga», causada por el alto número de caminos y carreteras que cruzan los territorios indígenas y facilitan la vinculación de la población al ilegal negocio del narcotráfico.

El kilo de pasta de coca vale unos 300 dólares en Perú, pero se cree que alcanza los 2000 dólares cuando llega a Leticia y se incrementa en 1000 dólares más si llega a Tabatinga. Esto, aunado a la falta de oportunidades laborales para los jóvenes del pueblo, los lleva a trabajar en la siembra y recolección de hoja de coca.

De las 200.000 hectáreas deforestadas por año en la Amazonía peruana, 9000 están en Caballo Cocha y 6000 se dedican al cultivo ilícito de la hoja de coca. La mano de obra es abundante: indígenas tikuna, habitantes de las ciudades que debido a la crisis económica y al desempleo causados por la pandemia retornaron a las zonas rurales, y los que continúan llegando en la migración masiva de miembros de la congregación israelita.

El acto protocolario para informar a los residentes sobre el inicio de obras de mejoramiento y la seguridad en la zona comenzó con la parada militar de una treintena de hombres del «Comando Jungla» que están apostados en la zona urbana de Caballo Cocha, la izada de banderas del Perú, del Gobierno Regional de Loreto y de la Provincia Mariscal Ramón Castilla. Cuando el alcalde y un miembro de su gabinete, ambos de la congregación israelí, vestidos de civil y con el pelo recogido, comenzaron a hablar, los asistentes empezaron a retirarse hacia el lado opuesto del parque.

Crucé la calle para buscar respuestas a esa reacción y me dirigí a un hombre de unos sesenta años que se había puesto la mano en el pecho cuando sonó el himno del Perú. «A todos nos indigna lo que pasa en Caballo Cocha, las autoridades saben del narcotráfico y no hacen nada, estamos sitiados». Las acciones militares fuera del poblado están restringidas debido a los fuertes ataques y bajas de las que han sido víctimas los hombres del «Comando Jungla» selva adentro por parte de los que resguardan los laboratorios de coca.

 

Zona de conflicto

Por una vereda de concreto se puede llegar a Cushillo Cocha. El pequeño poblado es un asentamiento tikuna, ubicado en inmediaciones de la laguna del mismo nombre, a veinticinco minutos en motokar de Caballo Cocha. En varias ocasiones me recomendaron que lo visitara después de las tres de la tarde del domingo. La razón: es la puerta de entrada a una de las zonas más grandes de cultivos ilícitos del Perú.

La hora más concurrida es también la más segura. Muchos de los pobladores se desplazan hasta allí para pasar la tarde en el parque, encontrarse con sus amigos y degustar algunas comidas.

Ángel es el joven conductor de uno de los motokar del pueblo, a quien contraté para que me llevara a Cushillo Cocha. Su desajustado vehículo sonaba más de la cuenta y tuvimos que parar dos veces a revisar el agudo silbido que emitían unas piezas al rozar entre sí, y que solo disminuía cuando el vehículo incrementaba la velocidad. La charla sobre el posible daño mecánico delató mi acento colombiano y al descubrirlo, Ángel se puso eufórico, y con el rostro radiante de felicidad me ofreció el bulto de hoja de coca a 80 soles.

Al decirle que no era comprador, me preguntó si era inversionista o supervisor de siembras o contratista. Según Ángel, a tan solo tres horas de allí están los grandes cultivos dirigidos por colombianos, quienes son «respetados» por las autoridades militares del Perú, que lo demuestran haciendo poco patrullaje en la zona. Mi respuesta negativa dio paso a su solicitud de ayuda: él estaba trabajando junto a siete hermanos en la expansión de una chagra de diez hectáreas selva adentro para llevarla a quince con el objetivo de ampliar su producción de hoja de coca, y como estaban buscando socio colombiano me pidió que trabajara con ellos. El joven no tenía cómo reparar su vehículo; sus ilusiones de progreso, para él y su familia, solo tenían un horizonte: la hoja de coca.

Ángel se estacionó junto a una veintena de motokars que esperaban en la plaza principal por servicio a Caballo Cocha y caminó conmigo por una de las calles mientras me mostraba algunas casas de material que contrastaban notablemente con las de tabla. Según él, los pobladores jóvenes de la comunidad trabajan en el cultivo y cuando les va bien colaboran con el mejoramiento de la vivienda de sus padres, cambiando la madera por ladrillo y cemento, símbolo de progreso en la zona. Cuando llegamos hasta el final del sendero de concreto donde había varias canoas en el agua, Ángel estrechó fuertemente mi mano y me dijo que no olvidara que seguía buscando inversionista. Luego se marchó.

Las casas que hay a cada lado del final del sendero son palafíticas, construidas con tablas y techadas con zinc, y se accede a ellas por improvisados tablados que dan al segundo nivel, donde algunos niños pescan. Seguí caminando por el rústico tablado hasta llegar a un puente de madera que atraviesa uno de los arroyos que alimentan la laguna. Atravesé el puente hasta llegar a tierra firme, a la parte no comercial del poblado. No había nadie en ese sector. Un par de casas de material discrepaban con las de tabla, semisumergidas a un costado de la laguna.

Estaba observando detenidamente el llamativo enchape de cerámica de una de las fachadas cuando un hombre que vestía jean y camiseta empezó a acercarse. Lo saludé.

—¿Usted es el colombiano? —dijo. Dudé tanto en responder que el hombre formuló una nueva pregunta—: ¿El que va para el cultivo?

—¡No señor! —respondí de inmediato y con calma.

Al comprender que me encontraba en el lugar equivocado y que él esperaba a otra persona, opté por cubrir con mi mano la cámara y emprendí lentamente el regreso por el puente.

En la mitad del puente saqué unas cuantas fotos de un par de niños que jugaban en la inundada cancha de fútbol con los envases de refrescos vacíos, mientras seguía observando de reojo al hombre que no me quitaba la mirada de encima. Crucé el puente y caminé por los alrededores de la plaza principal, donde había gran cantidad de gente.

Mientras los visitantes buscaban señal de internet y degustaban diversas comidas en los puestos alrededor del parque, en las calles aledañas los residentes seguían con sus actividades normales: lavaban ropa en la laguna, los niños jugaban sobre las canoas, otros jugaban fútbol en la cancha, una familia jugaba cartas en un tablado y una indígena le quitaba las impurezas a la fariña en un platón de aluminio levantando pequeñas porciones con una tasa plástica y dejándolas caer suavemente para que el aire removiera las cáscaras que iban a parar al agua.

Era innegable que la vida al otro lado del puente era diferente. Llegué de nuevo al parque y tomé un motokar de regreso a la plaza principal de Caballo Cocha. Después de un entretenido viaje, caminé hasta el hotel, donde encontré descansando sobre una silla plástica al hombre que me había atendido en la madrugada.

Se trataba de Nexoly Manchay Abad, el dueño del hotel Mendos. Llevaba veinte años en el poblado y quería regresar a su ciudad natal, Piura, en Chiclayo, la capital petrolera y pesquera de su provincia. Según sus propias palabras, estaba cansado de nadar contra la corriente, ya no se sentía a gusto en el pueblo. La desorganización de la comunidad, el mal manejo de los servicios públicos y el auge del dinero caliente lo tenían incómodo. Quería darles a su esposa y a sus dos hijos una vida diferente.

 

La realidad del desarrollo

La oficina de migración abría a las ocho de la mañana. Para salir de Perú debía sellar mi pasaporte, pero los funcionarios estaban atendiendo los vuelos en el aeropuerto. El comercio aéreo se había incrementado exponencialmente en la zona y los funcionarios de aduanas y control migratorio tenían mucho trabajo. En vista de ello, me dediqué a caminar de nuevo por los alrededores del sector comercial mientras esperaba a los funcionarios. Durante la caminata encontré nuevas calles sin explorar con el apabullante panorama de más cañerías abiertas desembocando en el río.

Sin lugar a dudas, eran las imágenes más tristes hasta ese momento en el viaje. Los gallinazos hurgaban con pico y patas en el agua de la canaleta buscando el alimento que encontraban con relativa facilidad. En la cuadra siguiente, decenas de botellas flotaban junto a un bote de madera que lucía abandonado.

Regresé tres veces a la oficina, pero no pude encontrar a los funcionarios de migración. La lancha rápida salía a las dos de la tarde hacia Puerto Nariño, así que opté por hacer el trámite de sellado para cuando regresara a Leticia. Recogí mis pertenencias del hotel y me dirigí hacia el embarcadero de Expresos Unidos Tres Fronteras. La embarcación llegó con pasajeros a la una de la tarde y solo permitieron el acceso media hora después.

Mientras esperábamos la salida, vi a una pequeña niña de la congregación israelí que caminaba por el entablado del muelle con una jarra plástica en la mano. Luego se inclinó sobre el agua, metió la jarra y quitó con la mano la basura flotante para llenar su recipiente y regresó hacia uno de los negocios del muelle. La acción fue repetida tres veces más. No sé qué uso le fueran a dar al líquido, que sin lugar a dudas no se podría considerar como potable, pese a lo cual estaba destinado a satisfacer la necesidad de algunos de los pobladores de la ribera de río.