Los Cerros. Capítulo IV Selviando
Partir del embrujador raudal no era fácil, pero según el itinerario de Erik debíamos parar a conocer otras zonas con menos influencia comercial. Las comunidades en el Vaupés son diversas, y sus lenguas son tan diferentes que en ocasiones les resulta imposible entenderse entre sí. Esto depende de lo aisladas que estén de la capital o de los puertos intermedios y de lo internadas que estén en la selva.
La verdadera selva. Colombia 2021
Había dado unos cuantos pasos fuera de la maloca con el equipo a cuestas, rumbo al puerto, cuando sentí un fuerte mordisco en la parte trasera de la pierna. Descargué rápidamente el morral de asalto y me bajé la trusa: había un par de cucarrones pequeños enredados en la tela. Habíamos dejado la ropa colgada, toda la noche, en una cuerda amarrada bajo un techo afuera de la maloca. Era la segunda vez durante el viaje que tenía un incidente con insectos y prometí no olvidar la regla: en la selva hay que sacudir morrales, zapatos y ropa antes de ponérselos.
El nuevo compañero
En el puerto, Jairo nos presentó a Yaví, el nuevo integrante del equipo. Yaví, en cubeo, significa tigre. El Tigre tenía nombre, Januario Cuéllar Cuéllar, pero todos en el puerto lo saludaban con respeto por su sobrenombre. Era el papá de Fermín, el capitán de Yuruparí, tenía sesenta y dos años, había nacido en Mitú y se presentó como mestizo perteneciente a la etnia cubeo. Mientras cargábamos la nueva voladora, Yaví seguía contándome de su vida: tenía diez hijos con la misma mujer y una hija que había sido desaparecida a los catorce años durante la cruenta toma de Mitú, de la que decían haberla visto años más tarde en televisión, como desmovilizada en las negociaciones gubernamentales con los grupos armados, pero el Tigre jamás volvió a saber de ella.
El Tigre fue uno de los que ayudó a trazar la carretera entre Pucarón y Yuruparí, junto con el Tío Barbas, un compañero de la época. Ellos iniciaron en la zona el comercio de café, pieles, licores destilados en la selva y caucho, y unos años más tarde se dedicaron al negocio del cultivo de coca. Cuando el gramo de cocaína pasó de 800 pesos a 50, el declive económico de los poblados ribereños fue inexorable y llegó la violencia. El Tigre tuvo que huir de su pueblo y radicarse en Villavicencio. Tras doce años de ausencia había regresado para recuperar sus tierras y colonizar otras quinientas hectáreas de selva.
La voladora que nos habían prestado era un poco más larga. El Tigre se acomodó adelante y a sus pies puso su machete y la vieja escopeta calibre 12 de un solo cartucho. Debía estar atento a los posibles obstáculos en el río, pues desde atrás Jairo solo tenía la posibilidad de mirar a larga distancia. También se le indicaron los desvíos que tomaríamos y los puertos en donde nos detendríamos, según el itinerario que había trazado Erik, que revisaba constantemente la ubicación del bote en la aplicación satelital con el mapa que había descargado para el viaje, pues quería conocer Circasia, un pequeño caño con el mismo nombre del pueblo donde él vive en Quindío. Tras dos horas de recorrido, Yaví levantó la mano derecha indicando la proximidad del sitio y señaló la zona de desembarque.
Morroco
El Tigre bajó de la lancha, la amarró con rapidez y fue en busca de su amigo Morroco, un indígena de sesenta años, su antiguo compañero de andanzas en la selva. Se saludaron efusivamente y el hombre, que vivía solo y se dedicaba a la pesca, nos dio la bienvenida. Su casa, de dos pisos, era de madera, y Morroco nos invitó a conocerla. Tenía un congelador nuevo y orgulloso abrió la puerta para mostrarnos un pavón y un gran bagre al que le había tenido que quitar la cabeza para poder refrigerarlo. Morroco estaba muy agradecido con la instalación de su panel solar, pues le había facilitado la conservación de sus pescados, que vendía en Mitú, su pueblo natal.
La idea era caminar caño arriba hasta unas pequeñas cascadas. Morroco nos fue guiando mientras contaba la historia de unos «gringos» que llegaron a la zona a explorar en búsqueda de oro; para ello tomaron como trabajadores a los miembros de su comunidad, pero los explotaron tanto que estos, un día, se sublevaron y los asesinaron. En tono burlón le dijimos que no se preocupara por Erik, que él solo iba en busca de aventuras y a mostrarle a su familia la verdadera esencia de la selva.
El agua era rojiza, teñida por los taninos de los árboles. Por el lado izquierdo del caño, en algunos trayectos, se podía apreciar una manguera de polietileno que conducía el agua al tanque de la casa. Morroco decía que tenía más de un kilómetro de longitud, pues quería buscar el agua en un sector por donde no tuvieran pasadero los grandes animales, como las dantas y los cajuches —marranos salvajes—, para evitar que la contaminaran con sus heces.
Gran parte del recorrido lo hicimos siguiendo a Morroco, quebrada arriba sobre extensas lajas que facilitaban el avance, hasta llegar a una de las pequeñas cascadas de ese increíble sitio. Al descender, por entre el agua, observamos que se enturbiaba a nuestro paso. Entonces, comprendimos de inmediato lo importante que era para Morroco conducir el agua desde un sitio lejano.
El pato con suerte
Regresamos a la casa de Morroco para compartir con él nuestro almuerzo y nos dispusimos a repartir equitativamente el arroz y el pescado que nos había preparado Rosita en Yuruparí. Rana nube fue la encargada de preparar el té de durazno en sobre, disuelto en agua pura de manantial de la selva con colorante natural, que le daba una tonalidad mucho más oscura que la acostumbrada.
Harrison, que estaba lavando los platos, giró los ojos por un momento hacia la poceta que se formaba en la desembocadura del caño en el río y vio que un güío tenía atrapado a uno de los patos domésticos de Morroco y estaba enredado en una rama cerca de la superficie. La algarabía fue impresionante: el Tigre se subió al potrillo —pequeña embarcación de madera— con Harrison y después de cortar la rama donde estaba enredada la serpiente, la trajeron hasta la orilla. Al escuchar el primer «mátela» de Morroco, me abalancé sin pensar al borde del caño, esquivando el intento de mordisco del animal y tomándolo por la cabeza. Inmediatamente, desenrosqué al güío del cuerpo del pato, que quedó exangüe en la superficie del agua.
El pato fue rescatado y recibió los primeros auxilios, que consisten en golpearlo suavemente por los costados para hacerlo respirar de nuevo. El ave logró reaccionar después de muchos intentos de reanimación y yo continuaba con el problema en las manos. Los locales —entiéndase, Morroco, el Tigre, Harrison y Jairo— pedían la muerte del güío. Aunque mi experiencia con las serpientes era escasa y solo había atrapado un par de ellas en otros viajes, para mí era solo un animal que merecía ser reubicado. Caminé rumbo al río Vaupés y pese al reproche de los locales, la tiré al agua.
El Tigre decía que jamás le había perdonado la vida a una serpiente y Morroco, que el güío era peligroso, un cazador sigiloso que regresaría por sus patos, y que él siempre los mataba. Le pregunté que si después de matarlos se los comía y respondió que no. De inmediato, recordé las palabras de mi difunto abuelo cazador: «Si lo mata, se lo come». Esa tarde no solo se había salvado el pato.
En la selva las cosas son diferentes. En los territorios aislados se caza y se pesca por subsistencia. Una danta de buen tamaño, según Yaví, nos daría carne para el resto de la travesía, por eso siempre caminaba para todos lados con su arma, rastreando huellas. Superado el impase de la liberación del güío, nos despedimos de Morroco.
Entender el contexto
Continuamos el descenso hasta un nuevo desvío por el caño Pacú. Paramos en la casa de la entrada junto a la desembocadura. Bajé con el Tigre para pedir permiso y acompañamiento en la exploración. En el interior de la vivienda había un muchacho de unos veinte años, acostado en la hamaca, mordiendo el control remoto del televisor. Yaví le preguntó por sus viejos amigos, y el joven, sin sacarse el control de la boca ni dejar de mirar la pantalla, le contestó que no estaban; el Tigre indagó por otros conocidos y el muchacho respondió que no sabía. El Tigre insistía con las preguntas: que si conocía el caño hacia arriba y el joven dijo que no; que si nos podía acompañar y el respondió nuevamente que no. Solo quedaba la última pregunta y era si podíamos subir; no respondió. Indiferente, se limitó a alzarse de hombros, gesto que nosotros interpretamos como un «No me importa».
De regreso al bote, el Tigre me dijo que esa actitud de algunos jóvenes en las comunidades estaba relacionada con la instalación de los paneles solares para entregar soluciones de energía eléctrica por hogar, pues los que consiguieron televisor ya no querían salir a cazar o pescar, dejaban a un lado sus costumbres y pasaban horas y horas frente a la pantalla, asimilando una cultura ajena. En Yuruparí nos habían dicho que el departamento del Vaupés tenía el más alto índice de suicidios de jóvenes indígenas: cuatro veces más que el promedio nacional. En una población de 50.000 habitantes un solo suicidio es muy preocupante.
Glenda Yinet, la hija de Jairo, que tenía a su cargo la UBA de Pucarón, nos había contado que los intentos de suicidio llegaban a setenta por año; que la mayoría de suicidios eran de hombres; que un gran porcentaje eran provocados por el exagerado consumo de alcohol y que el método que predominaba era por ahorcamiento, pero no todos se consumaban. Las causas son difíciles de determinar para cualquier ente investigador y más con factores adicionales de carácter cultural, pues las comunidades se blindan en su jurisdicción especial y no dan respuestas.
Durante años, el Vaupés fue un territorio olvidado, en el que solo hizo presencia una guerra constante producto del narcotráfico. Esto generó graves problemas de desplazamiento, pérdida de territorio y transculturación. Los jóvenes están en el limbo entre su etnia y la necesidad de acoplarse a la cultura del colono. Deben trabajar y ganar dinero; por lo menos, eso había percibido en el caso de los habitantes de Yuruparí.
El ICBF —Instituto Colombiano de Bienestar Familiar— visita con regularidad las comunidades indígenas y presiona para que los niños reciban educación como en el resto del país, de acuerdo a una política nacional, pero esta es otra Colombia. Niños y niñas son enviados a estudiar a internados que están a días de camino de sus familias, pero aun si reciben etnoeducación el desarraigo familiar trae consecuencias. Cuando se estudia cerca de los centros poblados, a medida que van creciendo se ven permeados por la cultura del colono. Muchas de las mujeres, atraídas por los colonos jóvenes, forman familias en otras poblaciones. Los varones regresan solitarios a su territorio, afrontan una gran presión social por estar solos y pelean por las pocas mujeres libres en su comunidad. En ese instante entendí la situación real de los varones que lavaban su ropa en el raudal de Yuruparí.
Sardinas en toldillo
Subimos de nuevo a la embarcación y enrumbamos caño arriba con precaución, observando los hermosos reflejos de la selva en el agua hasta que las rocas impidieron nuestro avance, cerca de la parte encañonada del cauce. Amarramos la voladora y comenzamos a subir. El Tigre tomó su escopeta y buscó huellas en el borde del caño mientras nosotros subíamos por la parte estrecha del cauce, donde las pequeñas sardinas luchaban por subir, al igual que nosotros.
—¡La comida! —gritó el Tigre al alcanzarnos y percatarse del movimiento de peces.
Dejó la escopeta en el suelo y regresó al bote a buscar su toldillo, lo extendió con la ayuda de Harrison y Jairo, sumergiéndolo suavemente y moviéndolo contra corriente. El resultado fue perfecto. Después de varias repeticiones en diferentes pozos lograron capturar unos cinco kilos de sardinas, suficientes para la cena del grupo.
Regresamos a buscar el bote y salimos de caño Pacú con el mismo cuidado con el que habíamos subido, para no golpear la hélice. Los reflejos de los árboles sobre el agua eran encantadores. Disparé la cámara repetidamente tratando de captarlos y descubrí que al verlos rotados en la pantalla de la cámara las figuras eran más interesantes. Estos pequeños demonios de la selva hacían aún más embrujador el gusto personal que estaba empezando a sentir por el gran Amazonas.
El buen Arsenio
Tardamos diez minutos desde la desembocadura de caño Pacú hasta Los Cerros, a medio camino entre caño Sapo y caño Cucarrón, y arribamos al improvisado puerto veinte minutos antes de las cinco de la tarde. El Tigre y Jairo fueron hasta la primera casa visible a pedir el permiso de desembarque. El capitán estaba en Mitú, así que fueron atendidos por Arsenio Ainara, el enfermero de la comunidad, quien gustoso nos invitó a desembarcar.
Haciendo una cadena humana, sacamos rápidamente los morrales de la embarcación, a excepción del mío, que fue arrastrado por Dalia, que no aguantó su peso y volumen. Arsenio nos invitó a seguir a la atípica maloca, construida con tejas de zinc y paredes de tabla. Luego, nos condujo hacia su casa a conocer a su esposa, Angelina, y a ver el trabajo de curado de totumos que se secaban sobre una cama de hojas de yuca. Arsenio pertenecía a la etnia siriano, nacido en Los Cerros, comunidad fundada por su padre en 1979. Angelina y Zoé, su pequeña hija, no paraban de admirar la estatura de Erik y entre risas hablaban en cubeo.
Arsenio debía presentarnos ante el vicecapitán para informarle que pasaríamos la noche en la maloca. Pasamos un deteriorado puente de tablas sobre el caño y llegamos a una amplia construcción alrededor de una antigua cancha de baloncesto, donde funcionó hasta hace algunos años el colegio internado de Los Cerros. El profesor Reynaldo nos contó que en sus tiempos de gloria llegó a albergar 180 estudiantes y 5 profesores, pero poco a poco las demás comunidades fueron construyendo pequeños colegios para facilitar la etnoeducación de los suyos. Evitaban llevarlos allí, pues temían que fueran víctimas de los grupos guerrilleros de la época, que periódicamente los visitaban para reclutar a sus estudiantes. El profe solo tenía veinte muchachos de asentamientos cercanos que se regían por el viejo horario de labores del internado.
En la casa del vicecapitán estaban reunidos seis hombres; Jairo había instalado unos paneles solares en la zona y conocía a algunos de ellos. Nos presentó y ellos nos invitaron a sentarnos en las bancas enterradas frente a su casa. Después de algunos chistes y burlas, algunas de ellas en su lengua, que aunque no entendimos sabíamos que se referían a nosotros, sacaron la olla con chivé. Ese gesto era la señal de aprobación que estábamos esperando. La olla fue pasando y cada uno de los presentes, a su turno, revolvía el chivé un par de veces con la totuma antes de dar el sorbo y pasársela a su vecino. Nosotros estábamos sentados intercaladamente, así que emulamos la forma de tomar y pasar la refrescante bebida.
Pescados charlados
Tras despedirnos del grupo, regresamos a la maloca con el fin de poner a secar la ropa y organizar las hamacas. En tanto, Arsenio y Angelina nos ayudaron a destripar las sardinas; la facilidad con la que lo hacían era admirable: sujetaban la cabeza firmemente con sus dedos pulgar e índice y deslizaban la otra mano sobre el cuerpo del pequeño pescado con tal destreza que las vísceras salían completas, sin necesidad de usar cuchillo. Angelina nos prestó su cocina y pusimos a fritar nuestra cena.
Mientras compartíamos la comida, Arsenio fue relatando historias de su vida en Los Cerros. No era ajeno a las acciones de los grupos al margen de la ley en su comunidad, de donde se llevaron a algunos miembros. También fueron víctimas del paso de la guerrilla después de la toma de Mitú, anunciada con un año de anticipación, advertencia que la inteligencia militar pasó por alto.
Según Jairo, en Yuruparí, la guerrilla obligó a los varones a transbordar las falcas repletas de suministros de guerra; cilindros con sus rústicos cañones lanzadores, pertrechos, latas de salchichas y galletas Saltinas. Luego, rompieron los radios de comunicaciones de todas las comunidades en el río, dejando aislado al Vaupés.
La toma guerrillera, en la que participaron más de 2000 hombres, se inició el 1 de noviembre de 1998, duró tres días y dejó varios militares secuestrados, entre ellos al general Luis Herlindo Mendieta, director del Comando de la Policía del Vaupés, que duró doce años en cautiverio. Por Los Cerros pasó la guerrilla con su botín de guerra; el general, los tenientes coroneles William Donato, Enrique Murillo y otros cincuenta hombres. Las falcas con los secuestrados subieron hasta Yuruparí, donde fueron trasbordados e internados en la selva.
El ataque a Mitú ha sido el único directo a una capital de departamento en Colombia, pero dada su estratégica ubicación selvática, al destruir el aeropuerto la guerrilla bloqueó cualquier intento de respuesta militar inmediata, por lo cual la mayor parte de las tropas fueron movilizadas por el río. Después de la toma, los militares bajaron por el río, donde algunos, con impericia, trataron de pasar el raudal y «alagaron» —término que se usa en la zona para referirse a una canoa cuando se voltea—. Los muertos, entre civiles, guerrilleros y militares en Mitú, más los que se ahogaron en el río, pasan del centenar, con cifras que jamás serán confirmadas.
Vivir la selva
Nos fuimos a acostar cerca de las nueve de la noche, pues teníamos el propósito de levantarnos temprano para ir caminando hasta el mirador Cucarrón. En medio de la noche, escuchamos un par de disparos que asumimos eran de cazadores. Los gallos comenzaron a cantar antes de las cinco de la mañana y con la expectativa de llegar a la cima nos fuimos organizando. Entre la maloca y la casa de Arsenio había un árbol con una serie de heridas en su corteza; parecían de bala, perdigones y machete. El Tigre dijo, en un tono casi melancólico, que ojalá hubiera sido por prácticas de tiro al blanco y no por otros usos en tiempos de violencia.
Acompañados del Tigre, pasamos en potrillo al otro lado del caño para buscar a Avina, un indígena mayor, amigo suyo, para que nos acompañara. De camino a su casa fuimos desviados por un joven de unos veinticinco años para que le compráramos la lapa que había matado en la noche —la causa de los disparos que habíamos escuchado—. Después de pesarla y acordar el precio, el hombre nos dijo que se la pagáramos más tarde, pues era sábado, día de trabajo comunitario, y se iban a encontrar en el puente para realizar el cambio de unas tablas.
En la cabaña contigua a la de Avina, Luz Ángela —una de las nueras de Avina— estaba preparando la quiñapira y tostando el casabe, una labor diaria de todas las mujeres que han decidido vivir en pareja, quienes, además de eso, se encargan de buscar la leña, trabajar la chagra, cuidar los niños y lavar la ropa. Su chagra estaba a una hora de camino y era nueva, recién tumbada la selva.
Cada familia debe obtener sus propios productos agrícolas, entiéndase la yuca como fuente principal de alimentación, y en pequeña escala plátano, tomate y cebolla. Se deben internar selva adentro y escoger terreno virgen —entre una y dos hectáreas—, talarlo y luego quemarlo para iniciar el proceso de siembra. La capa orgánica del suelo en la selva es muy pobre, de tal manera que la chagra deja de ser productiva a los dos años y deben buscar una nueva porción de terreno. Los hombres son los encargados de talar y quemar, y las mujeres, de sembrar y cosechar. La función de los hombres es llevar carne o pescado a casa, y mantener las construcciones propias y de la comunidad.
Tomamos el potrillo prestado para pasar el caño de nuevo. El Tigre, con destreza, lo lanzó de regreso para encallarlo en la orilla y fuimos a dejarle la lapa a Angelina para que la moqueara mientras íbamos a la caminata. Arsenio y Avina tomaron la delantera para pasar el puente. Una docena de hombres jóvenes trabajaban en el refuerzo de su estructura.
—Tío Calvo —dijo uno de ellos cuando llegó mi turno de paso por el desvencijado puente, riéndose a carcajadas con sus compañeros.
—Tío Cortico —exclamó otro cuando Erik iba por la mitad del puente. Las risas no se hicieron esperar. Habíamos sido bautizados. Por fortuna, nuestros sobrenombres habían sido favorables.
Trepando a la sabana
Mientras caminábamos, Arsenio empezó a volear su machete de lado a lado, abriéndonos paso, al tiempo que nos explicaba que en la comunidad se usa el vocablo «tío» para referirse a una persona ajena a la etnia, mientras que ellos se reconocen y se tratan entre sí como «paisanos». Luego, nos enseñó una de las chagras cercanas cultivada de yuca y flores, árboles y hojas con utilidades específicas para los suyos.
Atravesamos la vegetación hasta la base de la montaña y comenzamos a subir por una afloración rocosa con pequeños túneles y paredes prominentes. Muy extrañado, Arsenio me señaló sobre el suelo un tapabocas desechable. No se explicaba cómo había llegado allí, pues hacía días que no iba nadie desconocido al cerro. Lo recogimos pensando que, por cuenta de la pandemia, ni la selva se salvaba del nuevo contaminante moderno.
Desde el mirador de cerro Cucarrón podíamos ver el techo de la selva, el río y el área despejada de la cancha de fútbol del asentamiento. Aunque se veía mucha selva virgen, Arsenio decía que los grandes árboles útiles para las obras de su comunidad y sus canoas estaban a más días de distancia y cada vez más lejos.
La afloración rocosa empezó a ser más prominente a medida que íbamos ascendiendo. Llegamos a la parte alta de la selva que ellos denominan sabana, donde no hay árboles, solo delgados y pequeños arbustos de baja altura, algunos líquenes y unos rebrotes de pasto tierno que sirven de alimentación a algunos mamíferos.
Caminamos durante una hora por la sabana hasta que vimos, muy lejos, frente al cañón donde nos encontrábamos, un gran tepuy —afloración de paredes verticales muy sobresaliente sobre el terreno—. Según el mapa del celular de Erik y la experiencia de nuestros guías, para acceder a él habría que hacerlo por caño Pacú, donde habíamos pescado las sardinas. Mientras que nosotros intentábamos calcular la distancia en kilómetros, para Arsenio y Avina, sentados en la roca mirando el objetivo, la realidad era muy diferente: calculaban la travesía en días, con suministros básicos, escopetas, campamento y la posibilidad de unas buenas presas de carne para sus familias. Pero esa sería una nueva aventura para un próximo viaje.
Iniciamos el descenso por el mismo sendero, tratando de buscar el sitio donde Harrison había olvidado el machete después de tomarles fotos a unas orquídeas. Afortunadamente, la pericia para reconocer el rastro por donde ellos habían subido buscando huellas de danta los llevó de nuevo hasta las flores y el machete. El camino de regreso a casa de Arsenio estuvo amenizado con las canciones llaneras de Yaví, entre ellas una «Ya no le camino más», del compositor Walter Silva, muy apropiada para el final de la extenuante caminata.
Como toro encalambrado
Como potro rechazado
Ya no le camino más.
Pueda que sea la más bella
Pero hasta hoy voy tras su huella
Porque el amor que me da
Comparado con el mío
No es un amor de verdad.
Como toro encalambrado
Como potro rechazado
Ya no le camino más.
Curar con lo que hay
La lapa moqueada fue éxito rotundo. Angelina había acertado en el gusto de las niñas y su sencilla preparación la hacía exquisita. Pescamos un rato, nos bañamos en el río Vaupés y por turnos fuimos subiendo agua hasta llenar de nuevo los tanques de la casa de Arsenio. Invadimos nuevamente la cocina de Angelina y departimos en familia nuestra última noche. Arsenio tenía una pequeña paciente de unos cuatro años, de una comunidad vecina, víctima de diarrea y estaba tratando de evitar que se deshidratara. Tendría que hospedar a los padres de la niña por esa noche para poder controlar su evolución.
Los casos más difíciles de controlar en su UBA, según Arsenio, eran los de mordedura de serpiente —en especial de la llamada «cuatro narices», pequeña en tamaño, de no más de metro y medio de largo, pero toxicológicamente letal—. La cultura tradicional indígena primero lleva al enfermo ante su payé, que dictamina qué tipo de plantas, brebajes y tratamientos serán aplicados a cada uno. Como enfermero miembro de la comunidad, Arsenio creía en el poder de las plantas y de sus médicos tradicionales, pero también sabía que , en algunos casos, por razones desconocidas, los rezos, los espíritus de la selva y el saber de las plantas no funcionan. Cuando esto ocurre, le remiten los pacientes a él; como generalmente han pasado varios días, la salud del paisano está comprometida.
En la mañana, Arsenio nos invitó a conocer su oficina, dotada de un radio de onda corta que le permite comunicarse por algunos minutos con la central médica y pedir orientación según el caso, pero solo a las ocho de la mañana y a las cuatro de la tarde, horas en la que también se enlazan las otras UBA. Fuera de ese horario es muy difícil que alguien atienda al otro lado del radio, pero es la única forma de comunicarse en la selva.
Aunque el suero antiofídico solo es efectivo en las primeras dos horas después de la mordedura, en el Vaupés pueden pasar varios días antes de que sea administrado. El inventario de medicinas de Arsenio reposaba sobre unas tablas que conformaban una especie de repisa de tres niveles, con espacio de sobra. Lo que tenía era básicamente para desinfectar heridas, controlar el dolor y los problemas estomacales —como el de la niña, que había evolucionado satisfactoriamente—. El suero antiofídico más cercano estaba en Mitú, a un día de camino en lancha con motor y unos cuantos galones de gasolina mixturada que deberían tener disponibles para movilizar las emergencias.
El poder de compra
Mientras se alistaba la voladora para partir hacia San Pedro del Ti, un amigo del Tigre, de unos 65 años, pasó en un pequeño potrillo hasta el sitio donde estaba ubicada la regla que indicaba el nivel del río. Trabajaba para el Ideam —Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales— y su trabajo era leer, dos veces al día, las variaciones del nivel de agua y consignar los datos en unas tablas. Dos minutos después, cuando venía de regreso, el Tigre le preguntó cuánto dinero le pagaban por su corta labor y dijo que 70.000 pesos mensuales, algo menos de veinte dólares.
—¿Cómo hace para cobrar su dinero? —le pregunté.
—Fácil, cada dos años voy a retirarlo a Mitú —contestó de manera muy espontánea.
El dinero no sirve de mucho en esta parte del país, pues solo lo pueden gastar cuando van a la capital del departamento o encargan algo. Erik y Jairo pagaron los valores acordados por la comida, la lapa, la estadía y los servicios de guianza, pero ninguno de esos papeles de colores con valor representativo fue capaz de hacer que Arsenio abriera tanto los ojos como lo hizo una barra de jabón Rey —que se le había acabado a Angelina—, dos pares de pilas grandes para encandilar las lapas durante la cacería nocturna, y dos cajetillas de cigarrillos.
Patricia le dejó unas panelas y algo de mercado a Angelina, y compartimos parte de la lapa que nos había moqueado. Además, le entregó ropa para sus hijas y unas camisetas para Arsenio. Antes de partir le revisó los dientes a Jarley Valeria —su hija—, le dio unos consejos de cepillado y la invitó a que estuviera atenta a la próxima brigada dental que fuera al territorio o que la llevara a Mitú, pues ya tenía algunas piezas dentales comprometidas. Hicimos la foto de despedida y partimos rumbo al próximo asentamiento que tendría, con seguridad, unas necesidades diferentes, pues no estaba a orillas del río Vaupés.