Iquitos asediada. Capítulo II amaSOSnas

A Iquitos, la ciudad continental más grande del mundo, solo se puede acceder por vía aérea o fluvial, remontando el río Amazonas. En la actualidad, Iquitos le apuesta al turismo como una de sus principales fuentes de ingreso, en una segunda transformación después de la vivida durante la explotación del caucho (1880–1915). La demanda de alimentos, productos y servicios pone a la selva nuevamente en riesgo.

Me río del río. Perú 2022

La multinacional Du Pont desarrolló el PET —tereftalato de polietileno— en 1941, y en 1973 Nathaniel Wyeth, científico de la compañía, patentó la primera botella PET, que fue presentado como el recipiente perfecto: ligero, seguro, económico y reciclable. A cincuenta años de su creación, no hemos podido resolver el problema de su recolección para el reciclaje. Los ríos y el mar lo saben.

 

Algunas botellas se ven flotando con su colorida tapa, encalladas temporalmente hasta la nueva creciente del río, pero hay muchas que no vemos, pues el consumidor no les colocó la tapa. En treinta años de travesías no había visto navegar tantas botellas juntas como en el río Amazonas y sus afluentes, que están permanentemente asediados por los malos hábitos de turistas y pobladores ribereños, quienes demandan el consumo de bebidas embotelladas a una preocupante tasa que solo podrá ser controlada cuando establezcan la prohibición de empaques de un solo uso.

 

Remontando en ferri

Al mediodía arribé al puerto de embarque del Consorcio Fluvial del Amazonas en Santa Rosa, donde una gran cantidad de personas estaba haciendo fila; algunos de ellos tardaban menos de un minuto en el puesto de revisión del tiquete, otros, inexplicablemente, se demoraban muchísimo tiempo, lo que generaba incertidumbre en los pasajeros. Una hora más tarde, cuando fui atendido, la dependiente me informó que la oficina donde había adquirido el boleto de embarque no estaba sistematizada y que tenía que llamar por teléfono a chequear los datos de compra; por ello, mi trámite fue uno de los que tardó más de lo habitual.

El ferri es una moderna embarcación de dos pisos con capacidad de 350 pasajeros y 28 tripulantes, dotada de cómodas sillas y grandes vidrios polarizados que poco dejan ver el exterior. Arrancamos a las dos de la tarde, lentamente, río arriba. La tripulación cerró las puertas y fuimos confinados en el interior de la nave para realizar un viaje cuyo tiempo estimado es de dieciocho horas.

La cafetería fue abierta y de inmediato se abarrotó de pasajeros. El ruido del motor diésel se levantaba por encima de la algarabía de la gente que hacía sus pedidos a grandes voces, todos al mismo tiempo. En el ambiente se respiraba una asfixiante mezcla de olores concentrados a frituras y condimentos que de inmediato me quitaron el apetito. Pasada una hora, al entrar a la zona más ancha del río, el ferri tomó una velocidad constante, el esfuerzo sobre el motor disminuyó y el ruido se tornó apenas un rumor somnoliento.

La monotonía del viaje se vio interrumpida hacia las cinco de la tarde con el anuncio de la llegada al puerto de Caballo Cocha, donde el ferri se detuvo apenas quince minutos, justo el tiempo para que ascendiera una treintena de pasajeros. La escena de la cafetería se repitió una vez más, el aire se llenó de un olor rancio a grasa refrita y condimentos y de nuevo el motor rugió por el esfuerzo de volver a poner el ferri en movimiento. Luego, poco a poco, la intensidad del sonido fue disminuyendo hasta que no fue más que un leve ronroneo sobre el agua del gran Amazonas. También podía ser que, simplemente, mis oídos se estaban acostumbrando a su sonido.

La noche llegó. Los vidrios polarizados y la oscuridad solo permitían ver el reflejo de lo que sucedía en el interior de la cabina: la gente comprando bebidas en la cafetería, hablando en los corredores con amigos o escudriñando los celulares en sus asientos. El ferri hizo dos paradas más, la primera a las nueve de la noche en San Pablo de Loreto, donde abordó una decena de pasajeros, y la segunda, cinco horas después, a las dos de la mañana en Pebas, donde subió muy poca gente.

Las luces del ferri fueron encendidas a las seis de la mañana. Treinta minutos después, la tripulación dio la orden de poner en vertical las sillas para comenzar a repartir los desayunos. Uno de los tripulantes pasó puesto por puesto aplicando alcohol en las manos de cada pasajero y luego sus compañeros repartieron una taza de café y pan con queso. Sobre el río se empezaba a ver una mayor actividad de lanchas de pequeño calado que se desplazaban entre los asentamientos de la orilla, señal de que estábamos próximos a Iquitos.

 

La realidad del desarrollo

Eran las nueve de la mañana del domingo 9 de mayo. Afuera del terminal de la Empresa Nacional de Puertos Enapu, cientos de tricimotos se agolpaban a la espera de clientes. Sus conductores acomodaban a toda prisa pasajeros y equipaje y salían rápidamente por la calle principal de la Marina. Misael Navarro, uno de esos conductores, se me acercó y me dijo, tratando de ganarse mi confianza, que era primo de un futbolista de la selección peruana, todo con el propósito de que utilizara los servicios de su «motokar», como los llaman en Iquitos. Cuando le mostré el nombre del hotel al cual quería dirigirme, Misael me explicó que estaba situado una zona insegura, así que acepté que me llevara a otro hotel, distante un par de cuadras de la plaza de armas.

Nelly, la amable recepcionista dominical del hospedaje La Cabaña, me sugirió iniciar mi exploración con algunos edificios históricos del centro de la capital del departamento de Loreto. Muchos de los inmuebles declarados patrimonio de la nación, construidos por arquitectos europeos a finales del siglo XIX y principios del XX. reflejan la ostentosa época de la bonanza cauchera, cuando salían vapores por el río Amazonas cargados con látex rumbo a Europa y regresaban cargados de mármol, baldosas y complejas piezas metálicas para la época, como las utilizadas en la construcción de la famosa Casa de Fierro (1890), atribuida a Gustavo Eiffel.

Iquitos está en el norte de Perú y es la segunda ciudad más cara después de Cuzco. La razón: no tiene una vía carreteable hacia el interior del país, todo llega vía aérea o en barco, remontando el Amazonas. Abastecer la necesidad alimentaria de una ciudad en medio de la selva con una población cercana a los 500.000 habitantes tiene sus complicaciones; prueba de ello es el atribulado mercado de Belén, en donde el desorden alcanza su máxima expresión. Decenas de calles fueron tomadas por los coloridos techos y sombrillas de miles de ventas que dificultan la caótica movilidad de los aún más caóticos conductores de motokar. Muchas de las calles están saturadas de puestos callejeros y solo se puede acceder a ellas a pie.

El primer vendedor con el que interactúe fue Jairo Sánchez, un venezolano dedicado a la comercialización de ají escabeche, quien conoció una infinidad de mercados en su trayecto migratorio de cuatro meses hasta llegar a Manaos, por donde entró al Perú. Moviendo la cabeza de un lado a otro de forma contundente, Jairo afirmaba que en toda su travesía no había encontrado un sector comercial tan loco como este.

Lo que para los turistas puede parecer un atractivo visual, sensorial y en algunos casos culinario, tiene un trasfondo más complejo. La caza y la pesca de subsistencia para las comunidades indígenas es una tradición y una necesidad que incluye todo lo que se mueva, camine, vuele o nade. Pero esa fuente natural de proteína animal se convirtió en un negocio que está diezmando las especies de la selva. Aunque hay leyes que regulan al comercio de especies vivas en el mercado, las autoridades siguen decomisando animales y llevándolos a los albergues de protección animal o a los zoológicos. En las ventas de la calle pude apreciar todo tipo de carne: mico, lagarto, paca, tortuga, cerdo de monte, perezoso y otras no identificables.

El comercio de paiche, el pez más grande del río Amazonas, está prohibido en algunos territorios, y en Perú tratan de preservarlo estableciendo una veda entre octubre y febrero, la cual no se cumple a cabalidad por la alta demanda de su apetecida carne. El paiche puede llegar a medir hasta tres metros de longitud, razón por la cual ofrece una gran cantidad de carne. En el segundo piso de una casa esquinera pude apreciar, al lado de la ropa colgada, grandes lonjas extendidas sobre la baranda metálica del balcón, puestas al sol para que se secaran. Posteriormente, las enrollan para facilitar su comercio y transporte y enviarlas a otros puertos sobre el Amazonas.

La municipalidad de Iquitos está consciente del problema social, ambiental e higiénico que implica el mercado de Belén, por ello está adelantando la construcción de grandes naves para reubicar a todos los vendedores y tratar de formalizarlos. El cambio es complejo, pero se trata de generar un comercio más responsable sin perder su identidad y dándole un respiro a su principal proveedor: la selva.

 

En el agua sin agua

Tomando cualquiera de las calles perpendiculares del mercado hacia el río, se llega a Belén Bajo, barrio conocido como la «Venecia de Suramérica». Allí, cientos de casas palafíticas sobre el río Itaya se levantan sobre gruesos maderos. La estructura de soporte, los pisos y las paredes también están hechas con bloques, listones y tablas de árboles aserrados de la selva.

Hamilton, uno de sus residentes, espera con ansias la época de verano para dedicarse a su pasión: la pesca. Como la mayoría de la gente en la zona, está dedicado al transporte informal, llevando a tierra firme a sus vecinos. Salimos en su bote a recorrer los diversos asentamientos, y pude observar que solo algunos de ellos tienen agua potable y sistema de conducción de aguas sanitarias. Pero cada día llegan más pobladores a la ciudad y una nueva casa es erigida a costa de un par de árboles y la inexorable entrega de las aguas residuales al río Itaya.

Muchos de los pobladores de Belén Bajo pescaban frente a sus casas. Saben que tienen dinero o comida bajo sus pies. Con delgadas varas sacan arencas y sardinas que luego llevan al mercado. Al lado, las mujeres lavaban ropa, y algunos otros tomaban su baño aprovechando un poco del sol dominical. Otros más departían en una discoteca flotante.

Puedo afirmar, con total certeza, que somos depredadores por naturaleza. Las agencias turísticas llevan a la gente a contemplar la esplendorosa belleza de la selva que unos cuantos pasos de los asentamientos está siendo arrasada para suplir la demanda de alimento y materiales. Extraemos reptiles, mamíferos, aves, peces, madera y tumbamos la selva para establecer cultivos, y a ella solo le entregamos nuestros desechos, que desafortunadamente cada vez son más plásticos, más cauchos, más metales y más sustancias químicas toxicas. Transportar carga vía aérea cuesta un dólar y medio por kilo en Iquitos, una cifra muy alta para pensar en llevar a las grandes ciudades los residuos aprovechables.

Hamilton me dejó en otro de los muelles que conducen a tierra firme. Seis botes más esperaban pasajeros. El entablado que llevaba a Belén Alto tenía unos setenta centímetros de ancho y estaba sobre la inundada calle de un sector comercial, como lo indicaban algunas botellas que flotaban sobre el río. Caminé cincuenta metros más sobre la irregular pasarela hasta que divisé, sobre la calle pavimentada, un letrero de PARE junto al cual se había detenido una enorme cantidad de basura, como acatando la señal de tránsito.

Botellas, bolsas plásticas, contenedores desechables de icopor, zapatos, raquis de plátano y otros desperdicios orgánicos eran los protagonistas de la bienvenida a tierra firme.

El río Amazonas es una verdadera autopista fluvial, por él se mueve todo tipo de carga y pasajeros. La distancia entre sus orillas es de kilómetros y su volumen de agua es tan sorprendente que creería es la razón por la cual la gente considera la basura como un problema insignificante. Todo lo que cae al río es devorado.

 

La selva para foráneos

En el malecón Tarapacá, de Iquitos, conocí a Kelvin Peña Andrade, un honrado guía peruano con el que pude interactuar durante varios días y cuyas recomendaciones tuve el tino de acatar. Durante el fin de semana no había tenido clientes, estaban en temporada baja, llevaba cuatro días sin generar ingresos y aun así me remitió a la agencia de sus amigos para que viajara en grupo y pudiera llegar más lejos a un costo razonable.

Kelvin me condujo hasta la oficina de Tucán Jungle Expedition en la zona de la plaza de armas y me presentó con Juan, el encargado de la agencia. Sobre un colorido mapa instalado en una de las paredes, Juan me explicó las posibilidades de recorrido en el paquete llamado «Full Day». La negociación se tranzó en 150 soles, pero debía esperar cuarenta minutos por un grupo que estaba en camino.

A la oficina llegó el guía para el tour, Manuel Ocampo del Águila, un peruano tomador de pelo conocido entre sus colegas como El Tunchi (espíritu malo de la selva). Mientras Juan hablaba con una pareja de turcos que acababa de llegar a la oficina averiguando por el costo del «Full Day», Manuel revisó mi boleto y luego me pidió que lo acompañara mientras nos alcanzaba otro grupo. Antes de salir puede darme cuenta de que los turcos habían desistido de ir con nosotros debido el alto valor adicional que habría que pagar por un guía que hablara turco.

Tomamos un motokar hasta el puerto de Bellavista-Nanay y en el muelle buscamos la embarcación que nos llevaría al recorrido. Manuel me pidió que esperara dentro del bote un par de minutos adicionales mientras se comunicaba con los turistas.

Abilio Zumaeta Catashunga es un curtido marinero fluvial con treinta años de experiencia, cuya embarcación tiene capacidad para treinta pasajeros, aunque debido a las regulaciones del puerto —establecidas por seguridad para las agencias de turismo— solo le permitían movilizar veinte turistas. Mientras me contaba que la policía hacía constantes patrullajes y les pedía con frecuencia los documentos a las embarcaciones que movilizaban turistas, Abilio me enseñó su licencia de conductor fluvial y su libreta de embarco, donde tiene consignados los permisos de circulación vigentes entre los poblados aledaños a Iquitos.

Manuel regresó a la embarcación y le dio la orden a Abilio para que partiéramos.  Cuando le pregunté por el grupo que esperaba me dijo que tampoco se había concretado y ya a eran las diez de la mañana, que regresaríamos después de almuerzo. Sin proponérmelo, terminé en un tour privado.

A escasos treinta minutos de Iquitos tomamos un entramado de canales marcados con rústicas señales de flechas que indicaban el camino a seguir y apuntaban en diferentes direcciones. Le pregunté por tan extraña situación a Manuel y me explicó que cada operador turístico lleva a sus clientes a la maloca de su preferencia o con quien tenga acuerdos comerciales, y que en nuestro caso visitaríamos a la de los bora de Liborio.

Un grupo de hombres indígenas vestidos con atuendos tradicionales recibe las embarcaciones y tan pronto los visitantes desembarcan les ponen sendos collares en el cuello; luego los conducen por un camino de tierra de unos cincuenta metros hasta «La casa redonda», como llamó Liborio a su maloca, adornada con artesanías con las que visten a los visitantes para tratar de comprometerlos a comprar.

Liborio y sus compañeros deben caminar treinta minutos todos los días desde la comunidad de San Andrés hasta «La casa redonda». Él fue claro conmigo: lo que hacen es un trabajo que tiene mucha competencia, pues cuatro malocas más en la zona hacen lo mismo. Viven de las presentaciones que, con sus atuendos tradicionales, hacen para los turistas, y de la venta de artesanías. Su comunidad, como muchas otras, tiene necesidades insatisfechas y por eso al final de sus presentaciones piden donaciones para comida y medicamentos. El turismo es su sustento.

Según Liborio, el jefe máximo de la comunidad es el curaca, y es el único que tiene la potestad de tener una mujer para cada día de la semana. El curaca de su comunidad les da permiso temporal a él y sus compañeros para actuar como jefes al momento de atender las embarcaciones que llegan. Dependiendo de la cantidad de botes con turistas, cada uno asume el rol de jefe para atender al nuevo grupo e integrarlo en una de sus danzas, mientras que otro miembro toma los celulares de los visitantes y les hace sus respectivas tomas.

Por su parte, los niños pequeños venden llaveros y las mujeres persiguen a los visitantes con bolsos, manillas y otras artesanías. Cuando escuchan el ruido de un nuevo motor, los indígenas aceleran la salida del grupo de turistas y los conducen hacia los botes, mientras el nuevo jefe temporal entra con los nuevos visitantes y se repite la presentación. Es un trabajo como cualquier otro. En este, al final de la jornada, los trabajadores guardan sus trajes de presentación, se colocan la ropa de diario y se van para su comunidad.

 

Cuestionando ando

Cruzando un par de canales y a solo diez minutos de la casa redonda de los bora, Abilio se detuvo en el Serpentario Bricela, una instalación palafítica en la que exhiben unos pocos animales: cuatro pelejos (entiéndase osos perezosos), un par de anacondas, algunas tortugas, un ocelote, un caimán blanco, un puñado de aves y algunos micos. Sonia Pinedo, la complaciente guía, acomodaba los animales sobre los visitantes, pedía sus celulares y hacía de fotógrafa. Las instalaciones eran bastante austeras y los espacios reducidos para los ejemplares, pero Sonia explicaba que los animales que hay allí habían sido decomisados por las autoridades y entregados para su cuidado temporal al serpentario, explicación que quise creer.

La visita al serpentario tardó menos de una hora. Manuel me comentó que debíamos regresar al muelle para recoger dos pasajeros, y que de camino pararíamos en el restaurante. Mientras navegábamos por un nuevo canal, Abilio se encontró con varias lanchas de turistas que viajaban en sentido contrario; entonces, disminuyó la velocidad y se situó detrás de una canoa mediana cargada con bultos de carbón de madera, hecho en algún rincón de la selva, destinado para servir de combustible en los restaurantes de Iquitos.

El restaurante flotante, compuesto por cuatro naves de techo de paja y zinc, se levantaba sobre gruesos troncos que le permitían estar siempre sobre el nivel del agua. Tres turistas tomaban el sol frente a la nave de la cocina. Yo era el único cliente en el restaurante. Me trajeron el refresco en una botella plástica, situación completamente razonable si pensamos que es un establecimiento de atención al público, lejos de Iquitos, cuyos insumos y bebidas llegan de tierra firme.

Aunque confiaba en que por la calidad del restaurante sus dueños dispondrían de manera adecuada de la botella, no podía dejar de preguntarme si los demás habitantes río arriba harían lo mismo. La respuesta me llegó casi de inmediato: caminando por el perímetro de la gran balsa pude observar innumerables botellas cuyo viaje por el río se había visto interrumpido y ahora flotaban enredadas en los troncos de la base.

 

Destellos de esperanza

Regresamos a Bellavista-Nanay en busca de los pasajeros de Manuel, los esposos Mary Chuco Valenzuela y Liserio Alcántara, comerciantes de carne en la ciudad de Jauja. Ellos serían mis compañeros de visita al fundo Pedrito, una iniciativa privada que nació como estanque piscícola para el cultivo de paiche, situado en inmediaciones de la comunidad Barrio Florido, a veinte minutos del muelle.

Don Pedro se dedicaba al comercio de paiche, pescaba, compraba y vendía. Ante la escasez de ejemplares de buen tamaño, que podían alcanzar los tres metros de longitud y 200 kilogramos de peso, decidió criarlos y había obtenido muy buen resultado. Con el tiempo, el rumor de la existencia del criadero comenzó a propagarse y la gente quería ir a visitarlo, así, su negocio se transformó en una granja ecoturística donde la gente paga para conocer los peces vivos, alimentarlos y contemplar la majestuosidad de ese verdadero monstruo de río, considerado el segundo pez de agua dulce más grande del mundo.

El fundo Pedrito también ofrece la posibilidad de observar algunos ejemplares de victoria regia de casi un metro de diámetro flotando en sus estanques, además de algunos lagartos, ñeques y aves. El recorrido por el fundo tardó una hora, al cabo de la cual me despedí de mis compañeros, quienes pernoctarían en el lugar, y me dirigí hacia el embarcadero de Barrio Florido en compañía de Manuel para tomar una de las lanchas de línea con destino al puerto Bellavista-Nanay. El viaje de regreso tardó media hora.

Atravesé el puerto a pie, y tras sortear con dificultad las motos y los diversos restaurantes que ofrecen comida de la selva a los transeúntes en medio de la calle, logré llegar a una avenida. Tomé allí uno de los famosos «troncomóviles», el transporte público de la ciudad, hasta el puerto Safari —el sitio de donde salen las lanchas cargueras río abajo—, pues debía saber el itinerario y los días de salida para programar mi retorno a Leticia.

Ya en el hotel, decidí que al día siguiente visitaría un proyecto de rescate de animales. El día amaneció lluvioso y tan pronto pude salir, pasadas las ocho de la mañana, me encaminé hacia donde mi proveedora de juanes para desayunar. Luego, siguiendo sus indicaciones —tomar el troncomóvil identificado con la ruta 60— llegué al Crea —Amazon Rescue Center—, localizado a catorce kilómetros de Iquitos por el único carreteable existente, que lo comunica con la ciudad de Nauta.

El trayecto en el troncomóvil tomó más de una hora debido a las constantes paradas para subir y bajar pasajeros. En el Centro nos atendió el guía Carlos Bartolo, que nos explicó que el dinero recaudado por los boletos de ingreso al centro se empleaba para mantener a flote el programa principal, el de rescate de manatíes, un mamífero acuático y herbívoro que puede vivir cincuenta años.

Carlos nos contó que las crías de manatí se toman semanalmente dos bolsas de leche formulada especialmente para ellas, pues son intolerantes a la lactosa, que el precio de cada bolsa es de 80 dólares y que en ese momento estaban cuidando de tres pequeños que eran alimentadas con tetero por nodrizas humanas, practicantes voluntarios de especialidades como Biología y Medicina Veterinaria. Hice cuentas mentalmente…

El Crea es auspiciado científicamente por el Dallas World Aquarium y ostenta el récord de veinticinco liberaciones desde el año 2011. Mientras observábamos maravillados a los tres pequeños de menos de un metro de longitud que giraban en círculos en el llamado estanque de destete, Carlos nos dio un dato escalofriante: por cada ejemplar en cautiverio mueren por tráfico animal entre diez y quince manatíes.

Después de un año alimentados con tetero, las crías pasan a otro estanque más grande donde les enseñan a comer. Los manatíes comen plantas acuáticas hasta quedarse dormidos, y cuando despiertan sigue comiendo. Cada día pueden comerse cincuenta kilogramos de plantas, de allí su importancia en el control de la sobrepoblación de plantas acuáticas en lagunas y canales de comunicación. Al ser mamíferos, deben salir a respirar cada cuatro minutos y este es el momento cuando son más vulnerables.

Los manatíes tienen un largo periodo de gestación de trece meses y solo dan una cría cada cuatro años, situación que dificulta el repoblamiento natural por la falta de ejemplares. Su caza indiscriminada los ha llevado a ser declarados especie en peligro.

Contiguos a los estanques de los manatíes, pudimos observar algunos ejemplares de tortugas y lagartos también pertenecientes a programas de recuperación y liberación. La caminata continuó por un sendero hacia el Bosque de Huayo, la zona forestal de la reserva, lugar donde fuimos atendidos por una paciente guía que nos fue enseñando diferentes especies vegetales y árboles nativos de la Amazonía.

A medio camino entre el Crea e Iquitos se encuentra el complejo turístico Quisto Cocha, conformado por una gran laguna y el zoológico estatal, cuyas instalaciones estaban bastante deterioradas, resultado del tiempo y la falta de mantenimiento durante los dos años de cierre producto del covid. Clara Macedo, trabajadora del zoológico y entrenadora del delfín, me aseguró que durante la pandemia jamás les faltó alimento a los animales. También me confesó que debido a las restricciones gubernamentales de movilidad y al confinamiento redujeron el personal y por la falta de vigilantes sufrieron el robo de algunos ejemplares que, muy probablemente, fueron alimento para los que no podían trabajar.

 

La selva no es para todos

 A mediados del siglo XIX el gobierno peruano promovió la inmigración europea para colonizar la Amazonía. El auge cauchero duró treinta y cinco años, y durante ese tiempo se construyeron las grandes mansiones de Iquitos que han sido declaradas patrimonio para lograr su conservación. Una de ellas es la casa Morey, construida entre 1910 y 1913 frente a la plaza Ramón Castilla, antaño el principal puerto de Iquitos. Esta casa, que sirvió de depósito de caucho para la exportación, todavía conserva los azulejos portugueses de hace más de cien años.

Finalizada la época del caucho, siguió la de exportación de maderas finas extraídas de manera responsable o ilegalmente de la selva. En la plaza de armas conocí a San Zhou, un ciudadano chino que trabajó como guía de turismo en Europa hasta la pandemia y luego se dedicó al comercio. Llevaba cuatro meses en Iquitos tratando de sacar un contenedor de maderas exóticas.

Su experiencia no había sido la mejor. Viajó en la lancha de los madereros selva adentro por uno de los afluentes del río Amazonas para conocer el proceso de extracción; sufrió de una disentería amebiana aguda; perdió la pelea contra los mosquitos y las rudas condiciones de vida que experimentó durante las semanas de viaje en lancha y pasó de sufrir estreñimiento por cuatro días a un cuadro de diarrea crónica de una semana después de comer hígado de jabalí encebollado preparado por los madereros.

«Chichí y popó al lío y luego tomal agua del lío», exclamó San Zhou, en cuyo rostro se reflejaba la impotencia que le producía haberse mantenido hidratado en esas condiciones.

Era evidente que le costaba creer que se pudiera vivir en esas circunstancias en la selva y mucho más el grado de contaminación e insalubridad de Belén Bajo. Comparándolas con la forma de vida en la China descontrolada de hace treinta años, dijo que eran mucho peor.

Su contenedor de madera estaba guardado en una de las bodegas del muelle a la espera de buenas noticias para su pronto despacho, y cada día que pasaba era un costo adicional para su embarque y sostenimiento. San Zhou quería irse lo más pronto posible para su casa en Pekín, pero tenía dos problemas: al llegar al hotel debía permanecer dos semanas en cuarentena y los barcos cargueros de contenedores en China tenían restricciones de entrada y salida del puerto por el problema temporal de un nuevo brote de Covid y el confinamiento en algunas ciudades.

«Iquitos sel calo, me quielo il», remató mi amigo chino.