Yuruparí. Capítulo III Selviando

Viajar a la selva del Amazonas en compañía del experimentado Erik era una gran oportunidad. Entre otras cosas, Erik había planeado aterrizar en Carurú y recorrer parte del medio Vaupés navegando por su gran río hasta llegar a Mitú, conocer algunas comunidades indígenas y pernoctar en ellas para poder mostrarles a sus hijas las diferentes realidades que se viven en nuestro país.

La gran selva. Colombia 2021

A las seis de la mañana del miércoles 28 de julio estaba en el aeropuerto Jorge Enrique González Torres, de San José del Guaviare. No veía en la pista el DC3 que nos llevaría a Carurú, solo la cola de una pequeña avioneta Cessna monomotor. Erik y su familia llegaron un par de minutos después y hablaron con los despachadores. Mis sospechas fueron confirmadas: viajaríamos en la avioneta.

Los cinco pasajes a Carurú en el DC3, con la posibilidad de llevar 475 kilos de carga, habían sido comprados con un mes de antelación, pero tres semanas atrás ese avión se había accidentado en inmediaciones de Villavicencio y todos sus tripulantes murieron. En ese momento, la única opción que nos ofrecían era abordar la pequeña avioneta, pero, según la despachadora, íbamos con exceso de equipaje. Nadie le había avisado a Erik del cambio de aeronave, de lo contrario, hubiéramos comprado la comida y los utensilios en Carurú y en Yuruparí para ir más ligeros, y solo habríamos llevado los encargos.

Uno tras otro fuimos pesados junto a nuestro equipaje. La funcionaria del mostrador habló con el dueño de la avioneta y este con Erik, que se mantenía firme en que en el importe de los tiquetes se habían incluido los 475 kilos de carga.

La Cessna era una Turbo Stationair HD, doble función —pasajeros y carga—, con una capacidad máxima de 652 kilos incluidos el capitán y los cinco pasajeros. Nuestro equipaje pesaba 90 kilos; el problema era el volumen, de manera que para llevar nuestras maletas tendrían que dejar parte de las encomiendas. El dueño de la aeronave, en una incómoda situación entre la funcionaria —que creímos hacía de contadora de la empresa— y su cliente, no tuvo más que pedirle un excedente. Pagado el sobrecosto, tuvimos vía libre para despegar.

 

 

El taxi de la selva

La carga de la avioneta, pilotada por el capitán Héctor Bello, debía ser dispuesta de manera precisa, por eso, tuvieron que sacar algunas cosas de nuestras maletas para distribuir el peso de la carga. Una parte fue acomodada en el angosto portaequipajes situado entre las ruedas y la otra detrás de las sillas traseras de la aeronave. Estaba lloviznando. El capitán volvió a la sala de espera y nos pidió que lo siguiéramos a la pista. Mientras caminaba junto a él, de manera disimulada me pidió que nos diéramos prisa, pues si llovía más fuerte no nos dejarían despegar.

Aceleramos el paso y seguimos las instrucciones del capitán para acomodarnos: las niñas atrás, Erik y Patricia en el medio y yo, en el puesto del copiloto, pero sin derecho a tocar los controles de navegación. El capitán Bello cerró la puerta y encendió la avioneta. Al instante, el ruido del motor saturó el interior. Despegamos rápidamente, pues la aeronave solo necesitaba trescientos metros para decolar. Volamos a ciegas un par de minutos, mientras atravesábamos el cúmulo de nubes que producía la lluvia; el agua resbalaba por el parabrisas con velocidad. Frente a mi asiento había cuatro indicadores, pero el de la temperatura del aceite no funcionaba bien, y el capitán le daba golpes con el índice y movía el interruptor de arriba abajo con insistencia, hasta que logró estabilizarlo. Luego, me dijo que no me preocupara, que de todos esos aparatos el que en realidad importaba era el de la presión de aceite, que siempre debería señalar 50 PSI.

Al volar a baja altura se podía ver con facilidad el contraste entre el verde del pasto de las zonas aledañas al casco urbano y el verde intenso de la selva virgen. Donde había una vía carreteable o un río, no había árboles, solo potreros. El incremento de los mordiscos que se le están haciendo a la selva es difícil de dimensionar y mucho más la cantidad de madera que aún se sigue extrayendo. Se estima que en Colombia se pierden alrededor de 140.000 hectáreas de selva por año, pero controlar la deforestación es un trabajo muy arduo debido a las dificultades de acceso.

El trayecto entre San José y Carurú duraba una hora y quince minutos. Y aunque el ruido hacía muy difícil la comunicación entre nosotros, el capitán se removió parcialmente los auriculares y comenzó a preguntarme cosas de nuestro viaje. También me contó que su padre trabajaba como mecánico de aviones en Villavicencio, y que cuando su hermano y él eran pequeños los llevaba a los hangares, donde nació su pasión por los aviones. Al crecer, ambos estudiaron aviación. Entusiasmado, buscó en su celular la esquiva foto del avión de su propiedad para enseñármela, maniobra durante el cual la avioneta se movió más de la cuenta, intranquilizando a Erik.

La lluvia alcanzó nuevamente la avioneta al final del trayecto. El capitán me señaló con el índice a Carurú, se acomodó de nuevo los auriculares y empezó a aproximarse por la margen izquierda del río a una rústica pista en tierra, que conservaba las huellas de los aterrizajes de días anteriores, pues durante la temporada invernal la lluvia preservaba sobre la superficie todos los golpes de las ruedas de la avioneta. Apenas tocamos suelo, el pequeño aeromotor derrapó sobre el barro de la pista, a lo que el piloto respondió con gran habilidad.

 

Carurú

Desembarcamos de la aeronave a unos veinte metros de la trinchera donde estaba el ejército, junto a unas palmas. Dos de los militares encendieron rápidamente su motocicleta y se acercaron, apagándola de nuevo. Nos pidieron los documentos de identificación, verificaron nuestros nombres, encendieron la moto, dieron la vuelta y la dejaron en el mismo sitio de donde habían partido. No entendimos la maniobra, pues el trayecto era muy corto —algo menos de veinte metros— y podrían haber caminado.

En tanto nos dedicamos a retirar los morrales del avión y a guardar todo lo que habían sacado, un hombre menudo, calvo y de unos cuarenta y cinco años llegó a nuestro encuentro, saludó con efusividad a Erik y se presentó como Jairo Durango, nuestro guía durante la travesía por el río. Jairo había trabajado en ocasiones anteriores para Erik transportando a los turistas de su agencia.

De inmediato, Jairo coordinó con Guaji, el encargado del transporte de carga, para que trasladara nuestras cosas en una pequeña carreta hasta la casa de su madre. Cuando llegamos, doña María Argenis Reyes estaba preparando los desayunos, y mientras servía me contó que había llegado del interior del país a Carurú el 27 de junio de 1979, cuando Jairo tenía tres años de edad. Doña María era la encargada de cuidar y alimentar a toda la familia, incluida a su nieta Natalia, que nos acompañaba en la mesa y era muy rogada para comer.

Después salimos a recorrer el pueblo, en cuyas calles, que se dirigían hacia el río, perpendiculares a la pista de aterrizaje, había muy poca gente. Durante la caminata, nuestro guía nos advirtió que si queríamos tomar fotografías cerca a la maloca tendríamos que pedirle permiso al capitán indígena y eso demoraría nuestra salida, así que nos limitamos a observar. Un poco más adelante, al fondo de una de las calles, Jairo nos señaló la voladora —como ellos llaman a la embarcación de aluminio— en la que viajaríamos. Nos aproximamos, y mientras Erik ultimaba los detalles finales del viaje y hacía algunas compras, me encaminé hacia el otro lado del pueblo.

Carurú es municipio del Vaupés desde el 7 de agosto de 1993, por ordenanza departamental, según consta en la placa de la escultura que, entronizada en la pequeña plaza central, rinde honor a las comunidades indígenas. La alcaldía, de moderna construcción, tenía en su exterior paneles fotográficos con el eslogan «La historia y tradición nos hace grandes», en los que mostraban actividades de la cotidianidad y celebraciones especiales de su etnia. Vaupés tiene menos de 50.000 habitantes y la gran mayoría son indígenas que viven en la zona rural.

Miguel Rodríguez, un indígena cubeo que también estaba viendo las fotografías, me explicó que, como él, muchos paisanos dependen del trabajo departamental con el mandatario de turno: como contratistas, asesores étnicos o en el desarrollo de programas sociales y habían decidido asentarse en alguno de los tres municipios donde existen estas oportunidades: Mitú, Carurú o Taraira.

Miguel, que llevaba tres años esperando el cambio de alcalde, había trabajado durante cuatro en el periodo anterior y estaba haciendo campaña política para el nuevo candidato. Su ilusión era poder volver a trabajar como contratista otro periodo, ayudando a conseguir votantes para superar los 595 votos con los que se había elegido al actual.

La hora de partir había llegado; me había entretenido más de la cuenta hablando con Miguel, así que regresé de prisa a la casa de doña María. Erik, con su chaleco salvavidas puesto, que había salido a buscarme, me encontró a un par de cuadras del embarcadero. Las maletas ya estaban a bordo, Patricia y las niñas me esperaban listas con sus chalecos, nos acomodamos tal como nos lo indicaron. Me puse el chaleco salvavidas y a las once de la mañana dimos inicio al viaje por el gran río Vaupés, en compañía de Harrison, el sobrino de Jairo, que viajaba con nosotros como ayudante.

El cielo estaba despejado. Empezamos a cruzarnos con algunos pobladores en sus canoas, muy cerca de Carurú, y podíamos ver algunas construcciones en la parte alta de la orilla, a salvo de las crecientes anuales del río. Media hora después, el panorama cambió por completo: solo se veía el verde intenso de la selva y el agua de un río «rebalsado», como lo describió Jairo. En estas tierras, bajas y completamente inundables, era imposible construir ningún tipo de asentamiento.

Sara Sofía fue la primera «falca» —embarcación de carga— que vimos subiendo vacía por el Vaupés a buscar mercancías a Calamar para luego volver a bajar. Todo llega a Mitú por vía fluvial o aérea, y Yuruparí es el puerto intermedio donde se descargan las mercancías para hacer trasbordo de falca. Después de muchas fotos de un repetitivo paisaje de agua, selva y cielo, el constante golpeteo del aluminio sobre nuestras posaderas hizo que nos quitáramos los salvavidas para usarlos de «salva-colas».

 

La llegada a Pucarón

Llevábamos casi tres horas de camino cuando Jairo disminuyó la velocidad de la voladora y se fue acercando hacia la margen izquierda. En el puerto de Pucarón se veían cuatro falcas, una al lado de la otra, esperando turno para ser descargadas. Nos bajamos de la embarcación; Jairo iba adelante, saludando a los viejos amigos y presentándonos. Frente a las escaleras había una gran construcción de madera que servía de bodega, tienda y taller. Jairo nos pidió que bajáramos todo y lo dejáramos en ese lugar.

La encargada de la tienda, Mayra Cuéllar Isaza, estaba algo atareada, así que decidí a ayudarle a despachar los refrescos para el grupo, mientras Jairo coordinaba con su amigo del camión el transporte de nuestras cosas hasta Yuruparí.

El río Vaupés tiene un paso infranqueable: el raudal de Yuruparí. Pasajeros y mercancías deben transitar por la única carretera de la zona, distante dos kilómetros y medio entre los puertos. Ese tramo de carretera estaba hecho en concreto y para el eficiente traslado de las mercancías entre Yuruparí y Pucarón en alguno de los únicos cuatro camiones existentes —que habían llegado hasta al lugar transportados en una falca— era indispensable que estuviera en buenas condiciones.

Al otro lado del río está el asentamiento donde Glenda Yinet, la hija de Jairo, trabajaba como encargada de la UBA —Unidad Básica de Atención—. Pasamos el río en su busca para entregarle unos encargos y mi sorpresa fue mayúscula al encontrar al lado de las humildes construcciones módulos de energía solar, algunos de ellos en mal estado. Jairo fue uno de los contratistas que instalaron los paneles solares en las comunidades ribereñas y conocía de primera mano la situación: según él, el problema es que en algunas zonas sus habitantes esperan que todo se los de el gobierno y no cuidan el cableado ni hacen el mantenimiento básico de los paneles, con los resultados que saltaban a la vista.

Unos metros más adelante encontramos la UBA; Glenda nos hizo seguir para que conociéramos esta sencilla construcción de madera que, además, le servía como dormitorio. Luego, Lilia, la encargada de prepararle los alimentos, nos ofreció un té helado que agradecimos efusivamente. Lilia era una indígena que acababa de ser madre, y nos contó que su bebé estaba sufriendo de cólicos. Ante la risa de mis compañeros, y valiéndome de un peluche verde, le expliqué a la joven madre el método de amamantar tipo mico que nos había enseñado el pediatra de mi hija y con el cual tuvimos muy buenos resultados.

Glenda tenía la responsabilidad de visitar diecisiete comunidades aledañas, adelantar las encuestas de salud y, con los pocos insumos que tenía en su estante, prestar atención básica. Nos despedimos y regresamos a la orilla para embarcarnos nuevamente. Pasamos al otro lado y desembarcamos cuando los cargadores del puerto regresaban los tanques plásticos vacíos a una de las falcas para ir aguas arriba a buscar más combustible.

Cuando regresamos a la tienda a descansar, Mayra me pidió que le tomara unas fotos a Matías, su hijo, y que se las enviara. Mientras yo intentaba sacarle una sonrisa al pequeño modelo, que no estaba de muy buen ánimo, llegó Tolima, el dueño del horno de panadería, a saludar efusivamente a nuestro guía. Jairo había tenido relación comercial con muchos ribereños y sus comunidades; se notaba que le tenían aprecio y él sabía cómo tratarlos y bromear con ellos —herramienta fundamental cuando se viaja con desconocidos—.

Nuestra presentación en sociedad estaba hecha, ya se había corrido el rumor del arribo de Jairo con cinco turistas. A las tres y media de la tarde nos dirigimos, a pie, hacia el poblado. En el camino, Jairo señaló una porción de terreno y una antigua construcción que fueron de su propiedad y nos contó que durante la época de la bonanza cocalera tuvo en el predio cuarenta y tres reses, las cuales, durante una incursión, fueron ametralladas en su totalidad por el Ejército. Como él demandó al Estado, lo apresaron en retaliación. Luego, viendo que estábamos a punto de entrar a la primera comunidad indígena, nos explicó brevemente su funcionamiento.

 

La autoridad indígena

Cada asentamiento indígena tiene un capitán elegido por sus compañeros, con autonomía suficiente, que los representa ante el Departamento para hacer cualquier tipo de gestión, aunque no todos los capitanes tienen el liderazgo necesario para impulsar el desarrollo de su comunidad. Jairo nos explicó que algunos de ellos sienten recelo de los contratistas o las personas que traen turistas, pues piensan que ganan mucho dinero y no lo comparten. Los capitanes son autónomos y tienen el derecho a determinar quiénes entran a su territorio, de allí que, en ocasiones, su mala actitud trae como resultado que sus poblaciones no sean tenidas en cuenta para el desarrollo de programas o como posibles destinos turísticos.

Jairo, con su conocimiento de la zona, su comportamiento con los indígenas y su manera de ser, hacía que se pudiera establecer fácilmente una relación de confianza entre ellos, el guía y su grupo. Con frecuencia, por ir de prisa, no se analizan las situaciones y comportamientos de la comunidad indígena y al desconocer el contexto se pueden generar malas interpretaciones. Por eso es recomendable pasar más tiempo de lo habitual con la gente y compartir algunas noches en sus asentamientos, respetando siempre sus costumbres y la autoridad.

 

Entrando a Yuruparí 

Cerca de las cuatro llegamos a la iglesia, una pequeña construcción muy reciente en ladrillo frisado y tejas de zinc. Un poco más adelante, Jairo nos hizo entrar a la casa de paja y madera donde vivía Rosita, una mujer de la etnia guanano que había trabajado en un convento de Bogotá, durante seis años, atendiendo monjas, y que ahora se encargaría de nuestra alimentación. Sobre la mesa había un par de ollas medianas de aluminio con totumas adentro; Jairo tomó una y empezó a revolver los pequeños gránulos que había en ella, luego, vertió su contenido en una taza plástica y nos la pasó. Era una fresca bebida llamada chivé, que se prepara con agua y fariña, es decir, harina de yuca brava en gránulos tostados.

Rosita nos explicó con mucha pasión la preparación y el contenido de sus platos: tortillas de casabe, sopa de pescado cocido con hojas de carurú, sardinas de quebrada fritas y, para mí, el más espectacular de todos: la quiñapira, una sopa de pescado y ají. La quiñapira combina con todo, se come todo el día y es el plato principal de cada familia. Se suele acompañar de trozos de casabe que se sumergen parcialmente en la olla y se llevan inmediatamente a la boca. Quedé prendado de ese sabor.

Rosita nos llevó por su huerta, nos mostró sus pescados secándose al sol, sobre una teja de zinc, y la forma de preservarlos en el ahumador, preparación que se conoce como moqueado. Jairo había salido, pues tenía que hablar con el capitán de la comunidad para coordinar el permiso de entrada a Yuruparí y el alojamiento. Un buen rato después, volvió acompañado del capitán Fermín Cuéllar a darnos la bienvenida y a instalarnos en la maloca.

Tomamos nuestros morrales y seguimos a Fermín. La maloca, construida en madera rolliza, era amplia y muy alta, el techo de paja a dos aguas casi tocaba el suelo. Su frente estaba elaborado por una esterilla de listones de madera decorados con figuras geométricas en colores blanco, amarillo y negro. Una vez adentro, Fermín nos explicó que, por lo general, durante las reuniones que se celebran en el interior de la maloca las mujeres se ubican en uno de los lados y los hombres, en el otro. Colgamos nuestras hamacas respetando esa costumbre: Patricia y las niñas a la izquierda y Erik y yo a la derecha.

 

El encuentro con el raudal

A las cinco y veinte de la tarde salimos de la maloca rumbo al río, escoltados, durante una parte del camino, por el capitán Fermín, Maximiliano Veloz Cabrera, el inspector de policía, y Mercy, su esposa. Ir al raudal hace parte del ritual diario de todos los habitantes de Yuruparí: allí se bañan, lavan sus ropas, pescan su alimento y otros obtienen su sustento con el trasbordo de mercancías. El fuerte sonido del agua en el río es siempre sinónimo de raudal. Primero se escucha y luego se ve.

Al verlo, quedamos impresionados: el raudal iba de orilla a orilla haciendo imposible navegar el río. Se trataba de un trayecto donde podíamos apreciar un escalón rocoso de unos trescientos metros de ancho y un par de metros de altura, aunque, según los pobladores, durante los veranos más intensos una mayor porción de la roca queda al descubierto. Ahora, aunque estábamos en pleno invierno, cuando el raudal tenía más agua, no había ninguna posibilidad de pasar en embarcación. Inmediatamente comprendimos la importancia de los puertos de Yuruparí y Pucarón en la logística del trasbordo de mercancías en el río Vaupés.

Había dieciséis embarcaciones río arriba –en Pucarón– con capacidad de sesenta toneladas cada una y ocho falcas río abajo –en Yuruparí–, con capacidad de cuarenta toneladas. Cuatro camiones turbo, de cuatro propietarios diferentes, eran los encargados de mover la carga entre los puertos en un constante ir y venir de tan solo dos kilómetros y medio. El transbordo costaba 50.000 pesos por tonelada, unos trece dólares de la época.

Jairo nos contó de las deplorables condiciones de trabajo informal para los indígenas al comienzo del funcionamiento de los puertos. Muchas veces, su pago como coteros se hacía con mercancía: cajas de jabón Rey, cajas de salchichas en lata, cajas de galletas de soda y lo que más les gustaba, cajas de cerveza. La constitución de empresas de transporte fluvial legalizadas hizo que las condiciones laborales mejoraran, y tal era el caso de la empresa Yuruparí S. A. S., administrada en ese puerto por don Carlos –amigo de Jairo–, que tenía en nómina a catorce cargadores con todas sus prestaciones sociales de ley.

En la parte segura del raudal estaban algunos cargadores lavando sus ropas y tomando el baño de la tarde; otros intentaban pescar en el sector de las aguas arremolinadas en diferentes direcciones. Nos fuimos integrando poco a poco, lavando nuestras prendas junto a ellos, jugando con los niños, mientras tomábamos un fresco baño muy a la orilla, sobre una de las gigantescas lajas y hablábamos con los pescadores sobre sus intensas jornadas para poder llevar pescado diariamente a sus casas. Regresamos pasadas las seis de la tarde para terminar de organizar los toldillos y las hamacas. La oscuridad en la maloca trajo consigo decenas de cucarachas de paja que se paseaban entre las cosas; matamos las que pudimos y nos dispusimos a descansar.

Me desperté antes de las cinco de la mañana a pelear con las hormigas que retiraban los cuerpos de las cucarachas que habíamos matado la noche anterior. El toldillo no fue obstáculo para que las hormigas transportaran la carga hasta sus colonias, pero sí hizo que algunas perdieran su rumbo y decidieran subir hasta la hamaca. Comprendimos inmediatamente el error; en la noche no mataríamos ningún insecto en la maloca para evitar nuestra lucha con las hormigas.

A las cinco y media de la mañana ya estábamos contemplando el raudal y las actividades de sus habitantes: los pescadores, sus capturas, los hombres jóvenes bañándose y lavando sus ropas. Me acerqué a Celina y Blanca, un par de lavanderas perfectamente iluminadas por los primeros rayos del sol, que estaban allí desde las cinco de la mañana lavando las prendas de sus familias. Les pregunté por los hombres que lavaban en el río y me dijeron que eran los miembros de la comunidad que no tenían pareja y debían encargarse por sí mismos de esos menesteres.

El raudal estaba esplendoroso. La iluminación era perfecta y no dejábamos de maravillarnos por todo lo que pasaba en frente nuestro. En algunas rocas podíamos observar las verdes algas soportar la fuerza del agua. Un par de hombres exploraban una de las pequeñas cavernas que se forman bajo la espuma, penetrando la caída de agua y permaneciendo durante varios minutos en el interior. Uno de los pescadores, que estaba abajo del raudal, al ver los pobres resultados, decidió cambiar su faena de sitio y tuvo que subir su canoa, de unos tres metros de largo por entre los escalones de piedra hasta la parte superior del raudal.

Después de muchas fotos, Jairo nos invitó a tomar un tinto antes del desayuno en una amplia construcción de madera frente al raudal. Era la bodega de su amigo Carlos, donde compraríamos algunos insumos adicionales para el viaje. El surtido de la bodega era principalmente de productos básicos no perecederos como enlatados, harinas, aceite de cocina, galletas, baterías para linterna, jabón, licor y mucha cerveza. Según este comerciante —que también compraba y congelaba los pescados que le llevaban a su tienda para venderlos en Mitú, donde su costo era alto— los precios debían ser razonables, pues muchos de sus clientes eran los cargadores y sus familias, así que el incremento correspondía a un porcentaje del costo de combustible en su transporte fluvial hasta el puerto.

Carlos movilizaba gran parte de los suministros para tener abastecidos a los pobladores de Mitú y sabía muy bien el costo de los productos: «vivir en la capital del departamento es muy costoso», nos dijo. El cemento costaba el doble de su precio comercial en cualquier ciudad del interior del país, al igual que la gasolina, el gas propano y muchos materiales de construcción. La existencia del raudal así lo determinaba. Su existencia evita que las embarcaciones vayan y vengan a su antojo, y esto ha impedido el libre flujo comercial hacia Mitú, pero también ha preservado esa parte de la selva.

Jairo le pidió a Carlos el favor de pasarnos en una de las falcas desocupadas lo más cerca posible del raudal, a lo que él accedió. Solo debíamos cubrir los gastos del combustible y darle algo a Chigüiro, el conductor designado, trabajador de su empresa. Las falcas no tenían carga y solo las estaban limpiando y haciendo mantenimiento. Jairo habló con Chigüiro, que aceptó gustoso y nos pidió algo de tiempo para organizar las cosas.

Al regresar, Rosita ya tenía listo nuestro desayuno, y la quiñapira estaba mejor que el día anterior, con el sabor más concentrado. Ella nos explicó que cuando se empieza a bajar el nivel de la olla por el consumo normal, lo que hacen es adicionarle pescado y picante para acrecentarla, por eso no siempre estaba con la misma densidad y sabor. En mi plato puso dos pequeños barbudos sacados directamente de la olla: estaban picantes, pero no tanto como al remojar el casabe en el caldo de la misma olla, sensación que me tenía al punto de la adicción.

Tras desayunar, pusimos a cargar algunas baterías en el panel solar de Rosita y nos fuimos a buscar la falca identificada como El Noil. Chigüiro estaba llenando con agua dos tanques plásticos de sesenta y dos galones para hacer peso en el lado del motor. Como estaba vacía, el nivel de flotabilidad aumentaba y se necesitaban quinientos kilogramos de contrapeso para lograr que la hélice se hundiera un poco más y trabajara mejor.

El hombre sacó del puerto la gran embarcación, la dejó descolgar un poco y luego se fue de frente contra el raudal. Sin lugar a dudas, esta era la mejor manera de apreciarlo en toda su magnitud y sentir el poder del río. Chigüiro se dejaba descolgar hábilmente disminuyendo la fuerza del motor y la hacía avanzar cada vez más hacia la izquierda. Lo hizo muchas veces hasta detenerse en una roca en la mitad del raudal, donde su ayudante se lanzó a amarrar la embarcación, y nos permitió bajarnos por un par de minutos a disfrutar sentados del gran chorro.

Abordamos de nuevo. Chigüiro trató de llevarnos lo más cercano posible a la orilla y amarró la falca en unos árboles semisumergidos. Bajamos abrazados de los troncos hasta tierra firme. Estábamos al lado izquierdo del raudal. Desde allí teníamos otro punto de vista de la gran caída de agua y ratificamos la imposibilidad de pasarla navegando.

Los pescadores lanzaban sin cesar sus atarrayas para capturar los peces que intentaban subir por el torrentoso cauce. Con precaución, fuimos entrando al agua, caminando sobre la laja hasta llegar a una zona de pequeñas cascadas. Mientras disfrutábamos del agua y el paisaje, Jairo fue con Harrison a pedirle permiso al capitán de la comunidad de Pucarón para ingresar a su territorio y tomar unas fotografías. No nos lo permitieron: nos sentimos extranjeros en nuestro país, pero respetamos la decisión.

Embarcamos de regreso al otro lado del raudal, agradecimos a Chigüiro por el gran viaje y luego tomamos uno de los camiones hasta el puerto de embarque de Pucarón. Nuestro guía tenía que tratar de arreglar el sistema de televisión satelital de su hija, por lo cual pasamos de nuevo el río, pero por el lado de arriba del raudal. Mientras Jairo trataba de solucionar los inconvenientes técnicos de la instalación con la ayuda de Harrison, le pidió el favor a Glenda y a Linda que nos acompañaran a refrescarnos al río para no causar conflictos con el capitán que nos había negado el permiso de tomar las fotos.

Por espacio de una hora nos refrescamos en el agua. Erik me enseñó junto al río la palma que producía el mirití, un fruto de color café rojizo del tamaño y forma de un huevo de gallina, de consistencia firme y con una hermosa piel de escamas en triángulo, y me explicó que los duros frutos, después de cocidos, se podían consumir directamente o ser usados para hacer un tipo de chicha de muy buen sabor.

Regresamos a Yuruparí a buscar nuestros alimentos donde Rosita y a pasar la última tarde en el raudal. Jairo debía coordinar el paso de su motor y el combustible en uno de los camiones. Uno de sus amigos le prestaría una nueva embarcación para que siguiéramos nuestro recorrido hasta Mitú; luego, él tendría que devolverse hasta Yuruparí, dejar la embarcación prestada, subir de nuevo su motor hasta Pucarón para recoger su voladora y regresar a su casa en Carurú.

Esa era nuestra última noche en Yuruparí y queríamos extenderla hasta donde fuera posible. Antes de ir a dormir pasamos un buen rato acostados en el concreto de la carretera, contemplando la intensidad de las estrellas sobre el techo de la selva. Entramos a la maloca y encontramos a nuestras amigas cucarachas paseándose por todos lados, ya confiadas en que esa noche tendrían libertad de acción.

El desayuno fue programado para las siete de la mañana, pues el propósito era salir lo más temprano posible para seguir la travesía hasta la comunidad de Los Cerros. El papá de Rosita estaba tejiendo un nuevo matafrío —una especie de cilindro de paja con el cual se le extrae el agua a la harina de yuca—. Marquiño, el esposo de Rosita, se dispuso a pelar unos cocos para darnos para el camino, mientras me explicaba la funcionalidad del diseño de sus botas de pesca, que exhibían unas lengüetas móviles que facilitaban calzarlas en el río.

Rosita estaba terminando de prepararnos el almuerzo para llevar. Maximiliano, el inspector de policía, y su esposa, Mercy, que habían llegado a desayunar, llevaban una olla de maíz pira para compartir. Maximiliano nos explicó que por su calidad de puerto intermedio y por ser jurisdicción de la alcaldía de Mitú, en Yuruparí —la comunidad indígena de la zona— hay una inspección de policía con potestad sobre las  diecisiete comunidades aledañas. También nos contó que había conocido Bucaramanga durante un encuentro nacional indígena y que le había gustado mucho. Intercambiamos números telefónicos y se puso a la orden para lo que necesitáramos en el camino.

Patricia y las niñas recibieron de las manos de Rosita y Marquiño un pequeño cernidor y un matafrío de regalo de despedida. La hora de partir había llegado y el viaje continuaría hasta la siguiente comunidad río abajo. Nos habíamos sentido como en casa y esperábamos seguir la travesía por el río Vaupés con la misma suerte.