El último cazador
Por muchos años mi tío Fernando fue el incondicional compañero de pesca, quien me tuvo paciencia y me enseño a como tenerla, a saber esperar y ser persistente ante una posible captura. Desafortunadamente de las mejores faenas no tengo registros fotográficos pues estaba muy joven y solo pensaba en los peces y la aventura.
Adiós al Tío (q.e.p.d.) Colombia 1995
En los eneros de cada año, comenzaba nuestro verano tropical y por supuesto la temporada de pesca. Para este de 1995, la época de lluvias finalizó con algo de retraso, habíamos decidido emprender una aventura un poco más distante que la de nuestro querido río Sogamoso. La hora de partida se acercaba y disponíamos de 16 días para la travesía. Debíamos recorrer los llanos orientales y llegar muy cerca de Puerto Carreño en la frontera con Venezuela sobre el río Orinoco. Como de costumbre utilizaríamos nuestra amiga inseparable, la vieja Chevrolet 56 del Tío Fernando que por más de veinte años había sido testigo muda de nuestros viajes. Sobre ella colocamos el bote de aluminio de diez pies de largo, y en su interior nuestro equipo, unas cuantas cañas, el motor fuera de borda, gasolina, la carpa, la escopeta calibre 12, utensilios de cocina, legumbres, mucha sal y algo de comida preparada para los primeros días.
Tres días de viaje
El grupo de viaje estaba conformado por: mi tío Fernando, mecánico de profesión y conocedor de su vehículo como a un miembro más de su familia, su esposa Marina, Fernando su hijo, Henry su primo y yo. Era necesario que dos personas viajaran en el platón de la camioneta, tendríamos que turnarnos ese incómodo lugar durante el viaje. Partimos a las dos de la mañana rumbo a Bogotá sin contratiempo alguno. Una interminable llovizna hizo lento el viaje debido al peso de la carga. Por más de quinientos kilómetros mi tío manejó. Tomamos la salida oriental de la capital del país con destino a Villavicencio, ciudad pequeña de gente amable conocida como “la puerta al llano” y la despensa alimenticia de Colombia, pues la agricultura y la ganadería de esta región surtían la zona centro del país.
Fernando tomó la camioneta y relevó a su padre, realizó algunas paradas para tomar refrescos y comer en los restaurantes donde había camiones estacionados, indicio de buena comida o por lo menos abundante. Las primeras 24 horas de viaje se hicieron interminables y monótonas, por una carretera pavimentada en buen estado, pero sinuosa. Un sube y baja constante para bordear la típica topografía andina y soportar los diferentes cambios climáticos en períodos cortos de tiempo. Pasamos por dos poblados más Puerto López y Puerto Gaitan, hasta el gran río Meta y seguimos por una carretera paralela a éste.
—Por fin, carretera destapada, ya me estaba tullendo —dijo Henry al escuchar el golpeteo del barro contra el chasis de la camioneta.
Asumió una nueva posición de viaje al pararse sobre la defensa trasera de nuestro vehículo colgado de la carrocería. Eran las ocho de la mañana, descansamos un poco y comimos el último sándwich frío que nos quedaba. Empezamos a esquivar los grandes charcos de lodo y agua, seguimos los múltiples senderos dejados por los camiones a lo que denominamos la supervía pues en esta zona de los llanos no había cercas o señalización alguna que impidiera tomar cualquier dirección. Cámara en mano, comencé a caminar delante de la camioneta a indicarle a mi tío quien estaba al volante, el mejor paso a tomar. Algunas veces fue necesario impulsar la camioneta al máximo para sortear los camellones de tierra amarilla y lodosa, formados por los intensos aguaceros de días anteriores. Marina empezó a reflejar en su rostro la angustia de no ver casas, fincas o gente, sólo tierra y el insinuado camino que íbamos siguiendo.
—¿Estaremos perdidos mijo? —pregunto a su esposo.
—No, no se preocupe mija, ya estamos cerca del pueblo —con mucha seguridad contesto mi tío.
Así transcurrieron cinco horas hasta que arribamos a un caserío desolado llamado Aguacacías, conformado por una veintena de casas construidas en ladrillo, a lado y lado de la vía. Partimos de nuevo y tras una corta pero fuerte lluvia. Llegamos a Primavera, el último poblado de la ruta, demoramos cuatro horas para llegar allí y un par de horas más para poder continuar, pues unos planchones gigantes con enormes troncos, los últimos árboles de los llanos, obstruían la vía. Un camión los traía hasta aquí y otro los llevaba a Bogotá, mientras se realizaba el trasbordo de los troncos, recorrimos el pequeño pueblo con pocos habitantes, pero buena actividad comercial, construido alrededor de una cancha de fútbol en tierra que hacía las veces de parque principal, rodeada de todo tipo de templos religiosos como tratándose de repartir equilibradamente a sus posibles feligreses.
La enterrada
Treinta kilómetros adelante del pueblo encontramos un camión pinchado, su conductor un señor de baja estatura y corpulento nos pidió ayuda pues su gato no funcionaba. Le prestamos el nuestro y tras unos cuantos minutos de amable conversación decidimos proseguir el último trayecto en caravana. La vía se torno difícil y fue necesario continuar a pie indicándoles nuevamente el camino a seguir, nos metíamos en los charcos para determinar la profundidad y calidad del suelo, pues si era muy blando, los vehículos correrían el riesgo de patinar y enterrarse. Nuestro vehículo iba adelante, era el más liviano. La inestabilidad del terreno era latente, y repentinamente una porción de la vía cedió. La camioneta patino y cayó a un charco.
—Empujen, empujen rápido —exclamó Fernando sin saber la dimensión del charco en el que estaba metido.
Nuestro equipo, en la parte trasera de la camioneta comenzó a enlodarse y desafortunadamente el vehículo se apagó. La risa de todos fue incontenible al ver el estado de la camioneta. Los señores del camión, a quienes horas antes les habíamos ayudado, se dispusieron a colaborarnos para tratar de sacar nuestro vehículo del apuro. Con barras, maderos, fuerza bruta, un tractor y tras muchos intentos, logramos empujar y sacar la camioneta de este charco, para luego secar el sistema eléctrico. Estaba todo empapado incluyendo el distribuidor. Podría decirse que la camioneta conocía y quería a su dueño, nunca nos había dejado tirados y ésta no podía ser la excepción. Tras unos treinta minutos de trabajo, la camioneta revivió. Retorcimos las colchonetas, evacuamos el agua de la parte trasera y seguimos nuestro recorrido.
Hacia el final de la tarde encontramos una acogedora casa de madera y techos de paja fresca. El ladrar de los perros duro unos minutos mientras se acostumbraron a nuestra presencia. Los señores del camión se despidieron, nos desearon suerte y siguieron su rumbo. Horas más tarde apareció Luis Felipe, hombre pequeño y un poco reservado. Nos vendió combustible y explicó la forma de tomar el desvío al río por donde gastaríamos dos horas de camino. Su esposa e hijas miraron aterrados el bote sobre la camioneta, preguntaron nuestra procedencia y al contestarles que veníamos de Bucaramanga sonrieron.
—¿Es muy lejos, señor? —preguntó Sandra La hija mayor de Luis Felipe.
—¡Nooo!, solo a 1500 kilómetros y como tres días en carro, niña —contestó Henry burlonamente.
Sandra decidió unirse a la expedición para hacerle compañía a Marina en el campamento. El trayecto final se convirtió en un verdadero paseo por la emoción de llegar. Una vía sólida y seca con mayor vegetación en nuestro entorno. Muchos animales estaban dándonos la bienvenida, venados en plena carrera, el vuelo de patos silvestres y garzas blancas, hasta que por fin tuvimos al río Bita ante nuestros ojos. Un remanso de agua verde y clara de unos cien metros de ancho, lecho de fina arena blanca y protegido por un pequeño bosque de diez metros de espesor que iba por las dos riberas del río a lo largo de su cauce que según decían tenía 590 kilómetros de recorrido. Tan pronto nos acercamos a la orilla fuimos recibidos por unos diminutos mosquitos negros, cientos de ellos, a los cuales parecía no molestarles el olor del repelente y sí deleitarse con el sabor de nuestra sangre.
Primíparos en el río
Nos levantamos antes del amanecer y un poco inquietos con el que sería nuestro primer día en el río. Colocamos el motor fuera de borda en el bote, nuestro equipo de pesca y salimos río abajo en busca de la primera presa. Las complicaciones no se hicieron esperar. El viejo carretel de mi abuelo con el que estaba pescando, dificultaba el lance de la carnada al no tener evanador y usar un nylon de 80 libras de resistencia. Dejé este carretel y monté el de repuesto con una carnada plástica a la espera que fuera del agrado del Pavón, pez tras del cual íbamos.
Empezamos pescando en el centro del río lanzando y recogiendo insistentemente sin mucho éxito, sentía unos pequeños tirones al final de la línea y decidí juguetear un rato, hasta que enganché una enorme piraña de unos treinta centímetros de largo, que me intimidó un poco con su mirada y no atinaba por dónde agarrarla. Tras la burla de Fernando y mi primer susto, logré desenganchar la piraña y depositarla en mi mochila para buscar otro sitio de pesca. Seguimos bajando y encontramos Bufeos (delfines de agua dulce) que jugueteando en el sitio espantaban a los peces. Decidimos regresar al campamento con la única opción de tomar río arriba al siguiente día y comer piraña asada.
Decepcionados con la faena del día anterior y con ánimo revanchista, decidimos cambiar de estrategia y pescar troleando. Me ubiqué al lado derecho del bote, Fernando al izquierdo y su padre manejando. Empezamos a soltar el nylon de nuestros carretes mientras el bote a baja velocidad subía cerca a la orilla. Cada vez que el bote giraba debíamos recoger las líneas y repetir la operación cuidando de no enredarnos entre nosotros. Luego de reconocer los pasos complicados del sitio y perfeccionar nuestra técnica, fuimos soltando más y más nylon, acercándonos a la orilla junto a unas lajas donde pensábamos podrían estar los peces. Lo hicimos una y otra vez.
—¡Ahí está! —gritó Fernando emocionado con su caña completamente arqueada y su línea dirigiéndose al centro del río como si tuviera una flecha en la punta.
—Papá al centro, Toño recoja rápido —gritó de nuevo.
Yo giré ágilmente la palanca de mi carrete envolviendo nylon lo más rápido que podía para dejar una sola línea detrás del bote. Fernando comenzó a recoger lentamente y su cara reflejaba el esfuerzo que estaba realizando para no dejar ir su presa. El pez saltó cien metros abajo dirigiéndose a la parte más caudalosa del río donde estaría a salvo. Fernando empezó a recoger más rápido hasta que el pez tomó aguas tranquilas y sintiéndose perdido se dejó traer sin hacer resistencia. Después de veinte minutos de lucha, Fernando tomó el gancho y lo lanzó a la cabeza del animal, con una expresión única en su rostro lo levantó y exhibió orgulloso. Era un enorme ejemplar de trece libras, con una gran boca capaz de comerse a otro pez del tamaño de una botella de vino de un solo bocado. No parábamos de contemplarlo, era como una mojarra gigante de color verde claro con algunas rayas y un ojo pintado en su cola para intimidar a otros peces.
Emocionados por la primera captura decidimos variar un poco la técnica, disminuyendo aún más la velocidad del bote y pescando con máximo cincuenta metros de línea, de esta manera al enganchar podríamos dirigirnos rápidamente hacia el centro del río y recoger sin enredarnos. Pasamos una y otra vez por el mismo sitio con la misma técnica y así mismo pescábamos pavones, uno Fernando y otro yo casi intercaladamente, incluso algunas veces tuvimos enganche simultáneo, solamente nos mirábamos y reíamos de júbilo. Ese era el paraíso para cualquier pescador.
Eran las tres de la tarde y habíamos realizado unas treinta capturas, soltábamos todos los peces de menos de cinco libras de peso. Teníamos catorce ejemplares y debíamos decidir entre regresar para salar el pescado y almorzar o seguir pescando. El camino de regreso nos tomaría una hora y unas cuantas más cortar y preparar el pescado para salarlo. Optamos por retornar al campamento y allí en un caldero preparamos el aceite para freír unas grandes lonjas de carne blanca, pulpa y sin espinas, acompañadas de plátano cocido y mucha agua, como tratando de borrar de nuestra mente la piraña del día anterior.
Después del almuerzo tomamos al Pavón más grande y lo abrimos por el lomo, cortando su espinazo para poder retirar sus vísceras, y lo seguimos abriendo suavemente para aplicarle una buena cantidad de sal. Al final, ver el Pavón sobre la cuerda era como si nos hubiéramos quitado la chaqueta para posteriormente ponerla al sol. Tendríamos que repetir el proceso una y otra vez en los trece pescados restantes.
Al día siguiente regresamos al sitio y repetimos la faena en las mismas condiciones y tras cinco horas de pesca retornamos al campamento con quince piezas, las cuales salaríamos sin cabeza para agilizar el proceso. Amarramos una nueva cuerda desde la camioneta hasta un árbol y cuidadosamente añadíamos sal volteando el pescado día a día para su perfecto secamiento. La alimentación fue tornándose variada: chigüiros, algunos patos salvajes, las cabezas de pescado que arrojábamos a las pirañas, comenzamos a usarlas en la preparación de sopas, y mi favorito, el paujil, ave de buen tamaño que preparada en sancocho tenía sabor similar al de la gallina.
El día del Tigre
Siempre había tenido mis reservas hacia la casería; nunca he disparado un arma, pero en aquella ocasión la escopeta y destreza del tío se convirtió en gran apoyo de nuestra dieta. Mi abuelo decía: “lo que mate, se lo come” y básicamente era lo que estábamos haciendo, hasta que una tarde de regreso al campamento, Henry vio algo extraño en el agua.
—Tío, hay como un coco moviéndose en la otra orilla —exclamó Henry y mi tío dio la vuelta al bote y pasamos de nuevo por el lugar.
—¡Papa, es un tigre, es un tigre! —gritó Fernando emocionado.
Era un Jaguar o tigre mariposo como lo llamaba el abuelo por las manchas en su piel, estaba dentro del agua y sacudía su cabeza con mucha fuerza, la consumía y volvía a sacudir como si algo le molestara. Mi tío soltó inmediatamente el control del bote y Henry le pasó la escopeta, estuvimos a punto de voltearnos, Fernando tomó el control del motor y sin mucha experiencia acercaba a su padre a la presa.
—Tío, no lo mate, no lo mate —le dije, e insistía en esta súplica, pero él hizo caso omiso de mi ruego y disparó sobre la cabeza del animal.
Hasta ese instante el tigre se percató de nuestra presencia, la munición de la escopeta era muy delgada, estaban cazando patos. El tigre salió del agua y corrió tratando de alcanzar la salida del barranco. Henry le pasó dos cartuchos doble cero (de perdigón más grande), él sacó los otros cartuchos y rápidamente introdujo los nuevos. El segundo disparo hizo tambalear al animal, éste rodó y cayó sobre su cuerpo. Sólo movía levemente la cabeza, estábamos en la orilla a unos cincuenta metros de distancia. Mi tío desembarcó temeroso apunto y disparó nuevamente a la cabeza, el enorme animal había muerto.
Al acercarnos lentamente, observamos cómo de la cabeza del tigre brotaban grandes cantidades de gusanos, como abandonando el barco que se estaba hundiendo. El pobre animal estaba tratando desesperadamente de sacar estos inquilinos desagradables de su cabeza, tenía rastros de un disparo antiguo y la herida abierta infectada le produjo la gusanera. El silencio se prolongó por varios minutos y sólo recibí miradas de mis acompañantes. Tomaron el tigre y lo embarcaron. De regreso al campamento noté en mi tío la emoción de lo sucedido. Marina al verlo preguntó extrañada por la emoción en su rostro y él le contesto: “Por fin, mija, pude cumplir el deseo de mi papá”. Mi abuelo murió a la edad de sesenta años, con un récord impresionante de caza y pesca, pero en su cama convaleciente, en una de las muchas charlas le había manifestado a su hijo la tristeza de irse de este mundo sin haber cazado un tigre.
Este triste episodio, marcaba para mí el final feliz de nuestra travesía. Mi tío hacia comparaciones y me decía que pescar era igual de violento a cazar, pues usted engañaba al pez con un suculento bocado y luego lo sacaba del agua. Tenía toda la razón, pero el tigre no lo íbamos a comer. Empacamos nuestras cosas y emprendimos el regreso hasta donde Luis Felipe, quien muy emocionado le contó a mí tío que esos eran los que estaban matando el poco ganado que tenían y que incluso habían atacado a niños.
Los tigres fueron desplazados poco a poco por los campesinos y la ganadería intensiva, ya no tienen donde vivir y por eso los pocos que quedan se vuelven más atrevidos, pero solamente tratan de subsistir. Luis Felipe con su magistral habilidad desolló el tigre y le dio la piel a mi tío, le aplicaron sal y la colocaron al sol. Pregunté si la carne se podía aprovechar y me contestaron que no, que era babosa y de mal sabor. Esa noche nos quedamos en su casa y sentado en un rincón escuché a mi tío emocionado, como contaba emocionado con lujo de detalles la historia de cacería de hasta ese momento su mayor presa.
Pensé en silencio, que no había nada que hacer y que la única manera de preservar la poca fauna que nos quedaba, sería cuando desapareciera la generación actual de cazadores y que los hijos de estos fueran conscientes sobre el valor y la preservación de nuestros recursos.
Emprendimos el regreso muy temprano, el día trascurrió con mucha calma. La marcha inicialmente fue silenciosa olvidando momentáneamente el funesto episodio del tigre. Confiábamos que el viaje fuera rápido pues los días de sol inclemente habían secado por completo la carretera. Era más fácil transitar, pero la cantidad de polvo sobre la vía, hacía que paráramos en todos los arroyos. Nos refrescábamos, nos liberábamos del amarillento polvo y consumíamos pequeñas y saladas porciones de pescado seco. Fueron los mejores atardeceres que tuvimos, y poco a poco nos acercábamos a nuestra realidad, el retorno a la ciudad. Volvimos a contar nuestras historias, a recordar parte de esta última, y a empezar a planear el retorno al río Bita el próximo año.