Pesca en el Sogamoso
Crecí tomando “Emulsión de Scott” diariamente y sin refunfuñar por su sabor con el engaño de que mi abuelo Saúl era el que aparecía en las botellas. No distinguía su rostro en el grabado de las mismas, pero sabía que el pez que tenía en sus espaldas era el mismo de su fotografía. Me contaba que ese gran bagre de 68 libras de peso lo había capturado de robado, enganchado por la cola, por lo que lucho fuertemente por varias horas antes de poder sacarlo del río Sogamoso.
Los días de la abundancia. Colombia 1982-2012
Las palabras pesca y Sogamoso eran recurrentes en las visitas dominicales a la casa de mi abuelo Saúl, un hombre gigante y temperamental al cual no le gustaba que lo contradijeran. Contaba historias de pesca sin parar, su casa estaba llena de perros de caza, gigantescas tortugas que eran capaces de arrastrarnos por el patio, patos de diferentes colores y tamaños, algunos con las alas rotas productos de los disparos de su escopeta calibre 12. Esta pasión por la aventura hizo que junto con algunos amigos de la época fundaran el “Club Cazadores Unidos” de Bucaramanga donde se reunían a planear sus viajes de caza y pesca y su famoso torneo anual en el río Sogamoso en la época de subienda a mediados de febrero.
Aunque mi madre, la hija mayor del abuelo Saúl heredo el gusto de la pesca, por el hecho de ser mujer no pudo acompañar a mi abuelo en las grandes aventuras y tuvo que resignarse a aguardar por su regreso a casa con peces, ñeques, higuanas, armadillos, puerco espines y los muy preciados tinajos rayados. Guardaba celosamente en un neceser rojo que yo esculcaba para jugar con sus pertenencias, las escamas de un Sábalo gigante que había remontado desde el mar por el rio Magdalena y luego por el Sogamoso hasta terminar en el anzuelo del abuelo. Las traslucidas y enormes escamas apenas cabían en mi mano e imaginaba el tamaño del colosal pez que me hacía fantasear sobre mis futuras capturas, pues aun no tenía edad suficiente para sostener una caña en la mano sin ser arrancada por la fuerza de un pez en el río.
En sus historias el abuelo hablaba de Doncellas, Doradas, Picudas, Blanquillos, Bagres y unos no tan agraciados Pejesapos, valorados por su gran tamaño y resistencia a estar fuera del agua por mucho tiempo. El abundante Bocachico no era consumido por los pescadores y era considerado un pez de segunda utilizado solo como carnada. Compartía sus aventuras con mi tío Fernando, su siguiente hijo, quien siguió la tradición acompañándolo, aprendiendo y superándolo en la pesca, generando tales celos que algunas veces el abuelo salía a pescar entre semana, mientras mi tío cuidaba el taller de mecánica para solo llevarlo los fines de semana.
En los concursos del club que el tío ganaba con mucha frecuencia, se premiaba la mejor captura de cada especie, la mayor cantidad, el mayor peso y el mejor ejemplar de la jornada. La llegada de pescadores al club y el pesaje de ejemplares era el acontecimiento del año donde participaba toda la familia de los pescadores y amigos en un atiborrado club esperando el ganador de cada año.
A los nueve años conocí el inmenso río, con la sabia advertencia por parte de mi padre de no meterme más allá de la orilla. Mi padre y sus amigos organizaron un tradicional “paseo de olla” a la finca de uno de ellos en la vereda Marta y la suerte de principiante consolido mi pasión al pescar con una “Rampla” o “yoyo” de pesca en aluminio que aún conservo, un Burro como se le conoce en Santander al Nicuro por su singular sonido al ser sacado del agua. La fiebre de la pesca había despertado en mí y el tío Fernando se convirtió en mi maestro ayudándome a comprar la primera caña con un carretel “Shakespeare president II 1982” con la cual participe en mi primer torneo de pesca cerca a Puerto Cayumba en el Sogamoso.
Puerto Cayumba era un pequeño poblado de pescadores de temporada a donde arribábamos sin falta cada año y todos los fines de semana en la temporada de verano. Habíamos crecido junto a los hijos de Chava y Jorge, quienes tenían la particularidad de no pronunciar la letra “C” al comienzo de las palabras. –Mi mamá manda por el arne para la omida – ¿Dónde van a tender la arpa? –orran la amioneta. Estos “Requeñeques” como los llamábamos eran diestros nadadores de río, aprendían a lanzar desde muy temprana edad pequeñas atarrayas para sacarnos las carnadas y aprovechaban toda la ropa y enseres que dejaban año a año nuestras familias.
La abundante subienda anual del rio Sogamoso nos entregó en cada ocasión un sinnúmero de peces que nunca tuve la oportunidad ni precaución de registrar en fotos. Las capturas y los viajes eran recordados una y otra vez en cada salida quedando solo en nuestra memoria y la de nuestros familiares con quienes compartíamos el botín a nuestra llegada triunfal al barrio la Victoria de Bucaramanga. Afortunadamente para nuestra credibilidad de pescadores contadores de anécdotas, donde en cada historia se aumenta o el número de peces o el tamaño de los mismos, nuestra familia registro con una “Kodak Instamatic” de las que solo admitían cuatro fotos por cada costoso “magicubo” la mejor faena de nuestras vidas. Un grupo conformado por seis pescadores: el tío Fernando, el señor Peña antiguo compañero de pesca del abuelo, el “Chato” tapicero un experto sabaletero, Edgar y Fernando mis primos y yo trajimos 108 doradas, pues ante el impresionante pique y la ausencia de carnadas el tío Fernando me ordeno picar Doradas y tuvimos que sacrificar las más pequeñas como cebo para capturar nuevas. La casa de mi tío Fernando se atesto de vecinos, que querían ver la hazaña de la gran pesca y los dos tinajos rayados. Él contaba con orgullo que estábamos en el momento y lugar preciso cuando este cardumen de peces opto por llegar, comer y caer en nuestros anzuelos sin mucho esfuerzo y con algo de frustración explicaba nuestro obligado regreso con el mejor pique de su vida por no tener hielo suficiente para preservar los peces. Como de costumbre el tío repartía gran parte de los peces entre familiares, vecinos y amigos pero guardaba para el grupo de pesca su más preciado tesoro, la mejor carne del mundo como el la llamaba, los tinajos.
Las faenas de pesca comenzaban con el mal dormir de la noche del viernes para madrugar a las dos de la mañana a cargar la vieja Chevrolet 56. Se atiborraba de comida, utensilios de cocina, viejas colchonetas, carpa, hielo, agua y los equipos de pesca. El trayecto duraba unas cuatro horas por el camino sinuoso y polvoriento de la vereda Martha. Llegábamos justo al amanecer a bajar de los arboles las brillantes toronjas amarillas para exprimirlas en un termo de dos galones, era toronjada pura y natural, sin azúcar, sin colorantes, sin conservantes y mucho menos saborizantes, pero con mucho hielo, para acompañar un suculento desayuno que nos duraría hasta la tarde. Siempre fuimos pescadores de orilla, buscando los mejores sitios entre la vereda la Raya y Puerto Cayumba, acampando en la margen oriental del río y pagándole a los pescadores de atarraya para que nos vendieran “chupapatas” pequeños Bocachicos y nos cruzaran a buscar mejores puestos.
Algunas veces debíamos caminar muchos kilómetros rio arriba para buscar buenas paleras y luego bajar con nuestros peces en las mochilas o esperar por algún pescador conocido que nos acercara hasta el campamento. Durante años, miramos con envidia las capturas de “Chucho Pica Pica”, un importador de repuestos automotrices quien tenía un pequeño bote motorizado de aluminio para una sola persona, con el que recorría gran parte del Sogamoso anclándose en los mejores puestos del rio, los correntonales y las paleras, tomando la precaución de pasar siempre por nuestro campamento a mostrarnos lo que llevaba. Ocasionalmente Jorge nuestro amigo de Cayumba nos transportaba hasta donde encontraba buenos sitios de pesca y tratábamos de hacerlo desde su canoa pero la inestabilidad de la misma por sus setenta centimetros de ancho y casi seis metros de largo, dificultaba el enganche cuando estábamos de pie temerosos de caernos y ser arrastrados por la corriente del río.
Hasta cuando vi clases de fotografía en la universidad comprendí el enorme desperdicio visual que había cometido al no poder registrar y compartir los innumerables viajes al rio, las faenas de pesca, los campesinos cultivadores y ganaderos pero con alma de pescadores de temporada, los paisajes montañosos de la época y para cuando compre mi primera cámara réflex, una Canon F1 de segunda, la pesca en el Sogamoso comenzó a escasear. Desde la orilla se nos dificultaba capturar las preciadas Doradas, el cauce del río cambiaba con frecuencia año a año y en la época de verano era insuficiente el agua para generar una buena subienda. Puerto Cayumba se quedó sin río, sin comercio y sin pescadores. Mi tío comenzó a viajar a los llanos orientales a buscar los Pavones del río Vita pues se desmoralizaba cada vez que regresábamos del Sogamoso sin peces. Hasta 1996 pudimos pescar en el centro del rio en nuestro propio bote, uno tan largo y pesado como la camioneta, que compre por 300.000 unos 1.000 dólares de la época a un amigo pescador del tío. El bote de aluminio era inadecuado para el Sogamoso por su tamaño, pero perfecto para llevar a los llanos orientales, por lo que tuve que diseñar una robusta parrilla para adaptarla al platón de la camioneta, que soportara al bote y a su compañero inseparable, un motor fuera de borda Susuki 30 “patalarga” traído de contrabando por mi tío de Venezuela, que golpeaba su quilla muy seguido en el fondo del río Sogamoso debido a su bajo cauce. Por practicidad decidimos dejar el bote siempre en la finca de mi padre que quedaba sobre el camino al río a unos cuantos kilómetros y así viajar un poco más ligeros.
Cargar y descargar el bote era una ardua tarea de cuatro personas, pero era la única posibilidad que teníamos de buscar los escasos peces. Recorríamos el Río buscando Los mejores sitios de pesca pero con escasos resultados. Insistíamos cada fin de semana utilizando infinidad de carnadas, corazones de pollo, tripas descompuestas de Bocahico que amarrábamos con hilo al anzuelo para que no se cayeran en el lance. Utilizábamos peces más pequeños como Mojarras, Sardinas, Agujetas y Curitas como carnadas vivas pera la realidad era que tras 30 años de pesca en el Sogamoso los días de la abundancia habían llegado a su fin.
Con la muerte de mi tío Fernando, mi compañero de pesca, las travesías en grupo al río Sogamoso terminaron, él era el líder de expedición, quien proponía y organizaba, solo anhelaba que se pasara rápidamente la semana de trabajo para disfrutar de un lento fin de semana en el río cocinando, comiendo, pescando, reparando su camioneta y su motor fuera de borda. Así que por lo menos una vez al año y de ser posible el primero de enero como ritual de inicio de año cuando la gente duerme la resaca del día anterior, regreso solitario al río Sogamoso a intentar capturar una esquiva Dorada y revivir esas épocas sin registro fotográfico, de los grandes días en su rivera. Volví a mis inicios, a pescar desde la orilla pacientemente pero sin acampar en el río, esperando el atardecer en la finca de mi padre bajo la sombra del viejo bote.