Promesa Cumplida
En el servicio fúnebre de la esposa de un amigo de mi padre, me encontraba dialogando con algunos asistentes sobre las jornadas de pesca en las quebradas cerca de Bucaramanga. Ante las constantes preguntas sobre la captura de sabaletas don Enrique Pérez –palmero santandereano- se involucró en la conversación y nos contó de cuando comía sabaletas por los lados Antioquia capturadas por un familiar suyo, de lo difícil de su pesca, usando cañas largas, nylon imperceptible y muy sigilosos en el río.
Promesa Cumplida. Colombia 2015
Don Enrique tenía muchos años y más de media vida sin probarlas, era un hombre con infinidad de historias vividas en su trasegar comercial y agrícola por los pueblos del río Magdalena. Jamás le había escuchado con tanto entusiasmo hablar de pesca y tener a una decena de asistentes embelesados ante su pausada charla. Al prometerle que le traería unas frescas para que recordara su inconfundible sabor, al capitán Pérez le brillaron sus ojos, le cambio su rostro, perdió unas cuantas arrugas y podría jurar que empezó a salivar como saboreándolas. De antemano me dio las gracias por el ofrecimiento y se despidió para recibir los saludos de otros amigos, mis compañeros de charla con mucho respeto ante su avanzada edad me dijeron casi en coro: “Pablo, a cumplirla rapidito”. No tenía planeado regresar a pescar tan pronto, pero ante el ofrecimiento de la promesa llamé a mi primo para que fuéramos a pescar.
Enero 18 de 2015
La iluminación decembrina aun persistía en la ciudad, reacia a terminar sus fiestas. Con un leve tráfico de cinco de la mañana, alcancé a captar a Fernando bajándose del alimentador del Metrolinea (transporte masivo en Bucaramanga). Me ofreció torta española de papa y Marina -su madre- sin desamparar a los pescadores como en la época del Tío, completó nuestro desayuno con un suculento caldo de verduras, nervios y ojo de buey. Esa sobrecarga calórica sería suficiente energía para el día de pesca en el río Suratá.
El río estaba «lejiado», según palabras de mi primo, una especie de término medio entre el acostumbrado color gris arena y la claridad del agua de la semana anterior. Cambiamos de sector pasando el balneario el Guayabito dejando el carro en la tienda de Don Fidel, kilómetro y medio arriba del tercer puente donde como siempre los amistosos canes esperaban husmear en los foráneos sus buenas intenciones. Caminamos un kilómetro más para tratar de pescar un mayor trayecto hasta el puente. Descendimos al río y pescamos en los correntonales sin resultado alguno hasta llegar a un sector muy prometedor donde encontramos grandes pozos y resacas, pero sin pique. Un campesino de la zona venia pescando subiendo, muy desmotivado pues sus familiares habían hecho muy buena pesca en ese tramo, pero nos confirmó vehementemente que ese día no estaban mordiendo las sabaletas.
Seguimos nuestro descenso hasta encontrar un gran correntonal con desechos de platos de icopor y botellas pet de bebidas, indicio de la buena calidad del agua por el aumento de los paseos, pero la mala cultura de los paseantes desechando todo en el río. Metros más abajo un nuevo pozo con muchas posibilidades pero atestado de envases de refresco. Intente persistentemente sin resultado alguno, pensando como pez y mirando hacia la superficie una serie de objetos extraños invadiendo mi morada decidiendo abandonarla para buscar otra sin objetos intrusos.
Fernando estaba desilusionado, eran las diez de la mañana y después de tres horas no habíamos tenido pique alguno, capture una sabaleta pequeña y decidimos descansar un rato para comer bocadillo y limpiar la arena de nuestros zapatos. Imaginábamos esos increíbles puestos de pesca en el río Cáchira, fantaseando con lo diferente que sería y las cantidades de peces que tendríamos. Encontramos otro gran pozo con un turista disfrutando de su colchón inflable en un sube y baja constante apoyado con el amarre de un largo alambre. –“Fernando, por fin”, exclamé luego de capturar una sabaleta mediana en un correntonal pasos abajo y después de mediodía comenzó el tan esperado pique en las zonas bajas del río, como esperando comida después de una corta lluvia.
El pique mejoró considerablemente al igual que las capturas de mi primo, quien siempre ha tenido una mayor destreza sabaleteando. Al llegar a la zona de los balnearios le pedimos a un joven nos detuviera la caña mientras salvábamos el anzuelo de un pequeño enredo en el bajo caudal. Habíamos llegado al final de la jornada y decidimos arreglar los pocos peces capturados. Solo pude pescar tres para dárselas a Don Enrique y salimos del río atravesando el balneario donde un paseante ebrio nos cuestionaba sobre los resultados del día, siendo muy provechoso como ejercicio espiritual, pero con malos resultados como faena de pesca. La caminata de regreso en busca del carro por la carretera fue tranquila sin el congestionado tráfico hacia Bucaramanga percibido en la semana del puente festivo anterior. Don Fidel estaba ocupado jugando mini tejo y les contamos de la mala racha del día. Guardamos el equipo, su perro se acercó como en la mañana a olfatearnos, pero con mayor familiaridad, nos despedimos de los jugadores y don Fidel nos invitó a regresar antes de la temporada de lluvias.
Llamé a la oficina de Don Enrique al día siguiente para tratar de entregárselas lo más frescas posibles pero un paro de taxistas en la ciudad congestiono el tráfico y le fue imposible ir a su oficina. Debí congelarlas y esperar al día siguiente para coordinar con su secretaria la entrega, que se pudo concretar hacia el final de la tarde cuando don Enrique de regreso a su hogar pasó a recogerlas dándome las gracias una veintena de veces, explicando con gran agrado a sus acompañantes en el vehículo el importante significado de esos tres pequeños peces por lo difícil de su captura.
La promesa fue cumplida, pero el vaticinio de los compañeros de funeral (“Pablo, a cumplirla rapidito”) también. Don Enrique murió un par de meses después y espero con la satisfacción de haber recordado su añorado sabor y sus historias de juventud en los ríos antioqueños.
Q.E.P.D