Trochando a Umpalá

Tenía en mi mente llegar a Umpalá a comer helados de naranja en la casa frente a la plaza del pueblo. Siempre había ido caminando o en bicicleta desde el alto de la Ceba por la vía a Málaga. El remate del viaje no podría ser mejor, los peores seis kilómetros de trocha en el Ladamigo, en una vía solo apta para cabras.                 

Buen susto. Colombia 2016

Aunque la vía es solo viable para camperos, la segunda parte de la travesía en la semana de la Virgen se hizo más suave, sobre una vía en mejor estado apreciando más el paisaje y menos los huecos en el camino, gastando tan solo 45 minutos en hacer los quince kilómetros entre la Aguada y La Paz. Nuestro objetivo de la mañana era llegar al Hoyo del Aire a ocho kilómetros del casco urbano del pueblo. Solicitamos las indicaciones en la estación de servicio donde un contratista de reparación de la vía estaba también cargando combustible. Nos indicó que después del sexto destapado a la izquierda era el desvío.

Era la primera vez que me daban una indicación de ruta tan precisa y sobre todo teniendo en cuenta el referente de tramos destapados de carretera. Ya se me había olvidado que era el pavimento en la vía, el Ladamigo y nuestros zarandeados cuerpos agradecían unos cuantos metros de superficie lisa y sin resaltos que permitieran conducir a más de diez kilómetros por hora.

 

 

El hoyo del aire

Un destapado, pavimento, dos destapados, pavimento y efectivamente al sexto destapado encontramos la empinada subida, eran tres kilómetros hasta el final de la vía, con el espacio preciso para girar el carro en cinco movimientos. Descendimos caminando hasta la antigua construcción de ladrillo a la vista donde reposaban los restos del obsoleto intento de ascensor, una rustica construcción hecha con varilla corrugada, ángulos, guaya y un motor de camión.

Ese gigantesco cráter sobre la montaña, posee microclima propio, pudiéndose observar en el fondo la espesa vegetación y el vuelo de aves pequeñas. El diámetro y su profundidad son proporcionales, están estimadas entre los 150 a 200 metros, haciendo que solo se pueda bajar por rapel anclándose de la vieja estructura, convirtiéndose esta visita en el abrebocas para una futura aventura.

 

Persiguiendo la moto

Retornamos a la carretera pavimentada por tramos y sin contar los destapados llegamos Chipatá, muy cerca de Vélez, estaba interesado en conocer el atajo que nos podría llevar a Güepsa atravesando fincas cañeras, las indicaciones de la gente era tomar la vía del cementerio e ir preguntando. Así lo hicimos hasta llegar al primer cruce con tres opciones a escoger, donde milagrosamente en la semana de la Virgen apareció una moto con dos campesinos y un niño apretado en el centro.

—Síganos —nos contestaron, después de haberles pedido ayuda.

Mi velocidad promedio aumento más de lo que acostumbro a conducir en trocha, pero no podía perder de vista a mi guía, él maniobraba con facilidad su moto por encima de todos los baches y pasaba de largo por una gran cantidad de desviaciones que si hubiera ido sin guía habría tomado por ser más grandes y trochadas. La carrera de rally continuaba, con polvo, agua y paso de quebradas y ni un espacio para las fotos, el conductor de la moto llevaba a su amigo para la finca donde trabajaba y tras treinta minutos de carrera el puntero en la competencia paró abruptamente y me indico que tomara hacia el otro lado.

Continuamos solos por la trocha. Pasamos unas cuantas quebradas hasta que encontramos unas lavanderas en una de ellas y nos dijeron que continuáramos subiendo que estábamos cerca del pueblo. Güepsa apareció de repente hacia el mediodía y ya sentados en el parque relajadamente, en la zona de venta de jugos después de la corta carrera concluimos que no teníamos ni idea como habíamos llegado allí, era una corta ruta con infinidad de posibilidades para perderse o andar en círculo entre las fincas de la vereda y como dicen “a los bobos se les aparece la Virgen” y esta vez nos tocó a nosotros en moto.

 

Baile de sombreros

La vía principal hacia Bucaramanga se tornaba aburrida, kilómetros de pavimento perfecto, sin baches, señalizados y con ventas de panela a lado y lado de la ruta. El desvío a Suaita lo debíamos hacer en Vado Real.  Paramos a almorzar en el restaurante de confianza frente a la vieja estación de servicio, donde los campesinos de la zona se alimentan y teniendo posibilidad de sentarse a solas en una mesa para cuatro personas, siempre lo hacen en la larga mesa central.

Se sientan juntos, codo a codo, pierna a pierna, sin quitarse el sombrero, apretujándose cada vez que llega otro compañero, haciéndole espacio para que se siente a su lado.  Somos los únicos espectadores en mesa individual observando la danza asincrónica de sombreros de tonos pardos, grises y negros moviéndose de lado a lado y dando brincos cuando se ríen de algo o pelean con el hueso carnudo de la sopa. Giran al tiempo y se quedan estáticos momentáneamente mirando la mesera mientras les toma el pedido de las bandejas. Regresan a su danza, se pasan cubiertos, limonada, servilletas y platos que van llegando secuencialmente con carne, gallina, costilla y chorizos. Los sombreros se despiden, giran y se van parando armoniosamente por turnos para el lavamanos, saliendo primero los de las puntas y después en parejas, frente a frente, ocho, seis, cuatro, dos y finaliza la función.

 

Entre modernidad y ruinas

A nueve kilómetros de Vado real esta Suaita, llegamos al parque frente a su hermosa iglesia. Preguntamos a una pareja sentada en una de las bancas donde hospedarnos y sin dudar un momento dijeron que, en San José de Suaita, el siguiente pueblo a treinta minutos que era más tranquilo. Recorrimos el parque, sus calles, sus helados y antes de irnos entramos a la moderna edificación junto a la iglesia.

Reynel Avello su portero, auxiliar de mantenimiento y apasionado guía, nos llevó por todos los salones de la construcción, la biblioteca, el auditorio, el concejo municipal, hasta llegar a la gigantesca sala con los recuerdos, placas, medallas, uniformes, espadas y un centenar de diplomas del coronel Hugo Aguilar -El que mató a Pablo Escobar- oriundo del municipio y que mientras fue gobernador de Santander gestiono la construcción del edificio. Reynel era también el encargado de rotar la exhibición de la sala de su exjefe, contándonos que tenía en cajas muchísimo material para exponer.

La verdad percibimos la muestra como si fuera la sala de la casa personal del exgobernador y un poco fuera de contexto para el municipio. Ese gigantesco espacio expositivo podría ser usado para promocionar actividades culturales o de formación artística.

El contraste se dio en San José de Suaita a tan solo ocho kilómetros de distancia, donde en una vieja casona funciona el humilde museo del algodón. Don Carlos Acuña   -su director- nos contó con propiedad y nostalgia lo que fue este pueblo industrial que se creó alrededor de la fábrica de hilados y tejidos, chocolatería, destilería e ingenio azucarero.

Las ruinas situadas a cien metros del museo todavía muestran el esplendor de la arquitectura industrial alemana. Grandes naves con techos a punto de caer, tomadas por la maleza con los vestigios de la que fuera una de las más titánicas empresas de la región. Unas ruinas sin doliente, dignas de ser declaradas patrimonio histórico y ser sometidas a un proceso de restauración, compradas en un remate por pocos pesos por una fundación para enfermos mentales que alberga en lo que fuera la casa de huéspedes a sus pacientes.

 

Añorando un helado de naranja

Don Carlos Silva nos atendió como príncipes en su sencilla pero confortable casa hostal. Durante muchos años don Carlos se dedicó al comercio de repuestos para máquinas de coser en Bucaramanga y decidió retirarse a llevar una vida más tranquila y compartirla con sus esporádicos huéspedes. Muy temprano se levantó a prepararnos el desayuno y después de otra agradable charla darnos las indicaciones para emprender la vía hacia el Tirano.

En el camino paramos en la cascada de Los Caballeros, a escasos dos kilómetros de San José de Suaita. Había llovido muy fuerte la noche anterior, se notaba en su caudal y el estado de la vía, lisa y con barro. Minutos más adelante debimos detenernos a esperar que una volqueta fuera remolcada por un retro cargador en una subida para poder pasar y llegar a la cueva el Verraco cerca de Guadalupe. 

Salimos a la vía principal y con ello el tiempo de regresar a Bucaramanga. Tomamos unos cuantos desvíos como quien no quiere llegar a casa, dejando el pavimento y buscando destinos que no son usuales, Guapota y de allí, a la vereda Cantabara en Aratoca donde queda la finca de Antonio y Rosita viejos amigos de andadas.  Pernoctamos allí y al despedirnos en la mañana le conté a Toñito que quería entrar a Umpalá a comprarme un helado de Naranja.

Umpalá tiene en mi memoria unos gratos recuerdos, por ser el sitio donde acampé por primera vez con el grupo de scouts del colegio Salesiano, al cual no pertenecía por no querer uniformarme, pero me gustaba acompañarlos a los campamentos. Dormíamos en la orilla de su río, después de transitar a pie por un carreteable con una topografía digna de examen para un planificador de vías.

El pequeño poblado de una veintena de casas, es un corregimiento de Piedecuesta, pero poca gente lo conoce por su terrible vía de acceso. Diría que el trazado de la vía fue hecho con ingenieras caprinas, las que saben hacer caminos buscando su comida. Me imagino que soltaron a un grupo de cabras en el cañón del Chicamocha y las arrearon para llegar a Umpalá y detrás las máquinas para tratar de hacer un carreteable hasta su parque.

Abismos, grandes pendientes, algunas cubiertas con placa huella de cemento y mucha piedra suelta hacen que transitarla sea una odisea. Solo recorrida por expertos como José Dorridt -amigo de Antonio y Rosita- que semanalmente la atraviesa sin falta para llegar a su casa en construcción en su inseparable Daihatsu F-20.

Umpalá no tiene nada, ni gente, ni helados. No había, pues aun no le llegaban en la encomienda los sabores de mantecado y vainilla para prepararlos. Tristemente ya no los hacen de naranja. José Dorridt nació allí y junto con sus hermanos viven en el pueblo tratando de rescatar las viejas casas abandonadas y tal vez contagiar a los dueños citadinos de las demás para que las arreglen y hagan de este corregimiento un destino más popular para los viajeros. Pero eso sí, después de varios gritos de mi señora cerca al abismo en el campero, mejor realizarlo a pie.