Aclimatando en Santa Rosa. Capítulo I Kayakeando el Magdalena

«Simití es muy bonito». Este comentario, hecho por Octavio —un amigo de Clare que vivió en Barichara—, fue suficiente para hacer una pequeña variación en el comienzo del viaje por el río Magdalena para conocer esa maravillosa región del sur de Bolívar, anteriormente vedada por razones de orden público.

Ciénaga embrujadora. Colombia 2018

Con esto en mente, decidí a escribirle a Rosita —una antigua compañera de estudios en Artes Plásticas— para avisarle que iríamos a visitarla. Desde mucho tiempo atrás, ella me había dado las indicaciones para llegar, todas ellas en bicicleta, pero el viaje se pospuso por mucho tiempo, y no fue hasta que decidimos descender en kayaks parte del río Magdalena que pudimos programar el itinerario para conocer Santa Rosa.

 

 

Aligerando carga

Clare había investigado y escogido tres opciones de ruta por los diferentes brazos del río Magdalena con destino final Nueva Venecia, el pueblo palafítico en la Ciénaga Grande del Magdalena. Imprimió cada una de esas rutas en una especie de tarjetas y las plastificó con el fin de tenerlas siempre a la mano.

Como nuestro equipo era muy pesado, decidimos mandar las maletas, junto con los kayaks inflables, por remesa desde Bucaramanga hasta Simití una semana antes; esto nos permitiría viajar un poco más ligeros. La primera parada la hicimos en Pénjamo —la finca de mi padre—, en la Vereda Taladro II, a treinta y cinco kilómetros de la cabecera de Puerto Wilches; allí descansamos una noche.

El sábado 3 de febrero madrugamos para dirigirnos al río. Compramos los tiquetes para las siete de la mañana en las oficinas de Sotramagdalena, la empresa encargada de hacer los trasbordos en lancha hasta San Pablo, al otro lado del río. Mientras esperábamos por nuestro transporte fluvial, dejamos las maletas sobre el planchón metálico que sirve de muelle para el despacho de embarcaciones; a nuestro alrededor, los pescadores en sus canoas ofrecían los primeros bocachicos y blanquillos de la jornada a los habitantes de Puerto Wilches. El repetido grito de «San Pablo, San Pablo» nos alertó del arribo de nuestra lancha. Tras un rápido embarque, y mientras asegurábamos las hebillas de nuestros chalecos salvavidas, comentamos la sorprendente agilidad del conductor para acomodar toda la carga en la parte superior del bote de fibra de vidrio.

Al observar la velocidad del río en ese trayecto comprendimos que emprender el viaje desde la ciénaga y no enfrentarnos al caudal del agua sin conocer el desempeño de los kayaks y la distribución del equipo, había sido la mejor decisión. El plácido recorrido tardó treinta minutos. Desembarcamos e inmediatamente abordamos la estrecha minivan que nos llevaría a Santa Rosa y que compartíamos ajustadamente con equipajes, mercancía, alimentos, otros pasajeros y unas cuantas cajas de pollitos recién nacidos enviados para las tiendas veterinarias del pueblo.

 

La llegada a Santa Rosa

La vía era un inusitado mosaico en el que se alternaban secciones pavimentadas en excelente estado con tramos que estaban en plena construcción. Tras dos horas y media de atravesar cultivos de palma y fincas ganaderas, llegamos a Santa Rosa; nos sorprendió su tamaño, su floreciente comercio y su importante grado de desarrollo, impulsado por los sectores agrícola, ganadero y minero.

Telefónicamente, Rosita me había dado las indicaciones para llegar al barrio donde tenía su casa y tienda de arte. Caminamos media cuadra desde la oficina de transportes hasta el parque principal, donde tratamos de abordar el primer taxi de turno; infortunadamente, la tapa del baúl no abrió. El siguiente vehículo en la fila era un poco más viejo, pero tenía un amplio espacio para acomodar todas las cosas. Durante el recorrido, Jhon, el conductor, nos dio sus datos y nos ofreció transportarnos a Simití, a donde planeábamos llegar en un par de días.

En el destino nos estaban esperando Rosita y su esposo, Emel, mi antiguo profesor de arte de la universidad. Tras presentarles a Clare y a Mike, descargamos nuestras cosas y nos dispusimos a hacer una caminata por Santa Rosa, guiados por Emel. Recorrimos la mayoría de sus barrios y la gran reserva forestal en ubicada en medio del pueblo, que se podía contemplar desde el puente peatonal que la cruzaba. Luego, nos refrescamos con los consabidos helados de palito cerca al aeropuerto, junto a la base militar, y llegado el momento nos reunimos para almorzar en el restaurante de la comadre de Rosita. Como postre, comimos de nuevo helados y mientras los saboreábamos fuimos a recorrer el sector comercial en busca de algunos insumos que nos faltaban para el viaje.

La mayoría de los mineros estaban en el pueblo de compras, jugando billar y tomando licor en los estaderos. Mis compañeros no pasaban inadvertidos, pero ellos sabían manejar con naturalidad las diversas preguntas que les hacían en cada uno de los almacenes que visitábamos. En poco tiempo, la noticia de nuestro viaje se extendió por todo el pueblo, y sus habitantes tomaron con más calma nuestra presencia en ese apartado lugar.

Mientras Rosita atendía a sus alumnos del grupo de danzas, Emel nos llevó a su centro de operaciones, «La casa lúdica», donde dictaba clases de arte a los jóvenes del municipio. Entrada la tarde, de regreso a la casa, vimos al payaso Plin-Plin y a su ayudante entreteniendo a un grupo de niños en una celebración de cumpleaños en una de las calles del barrio; eran Miguel, el hermano de Rosita, y Daniel, un espigado moreno más alto que Mike. Emel les contó de nuestro viaje y los invitó a su casa para que departiéramos un rato.

Daniel, que era oriundo del Valle del Cauca, no paraba de hablar y nos deleitó con sus dichos y la narración de las aventuras que pasó mientras atravesaba la cordillera a pie, desde su departamento hasta Santa Rosa. Escuchándolo, se nos ocurrió la idea de llevar a los gringos a su primer asado en el río. Coordinamos los detalles y Daniel se despidió con el refrán «Con la boca y el dedo se hace un buen macaneo», refiriéndose a lo fácil que resulta dirigir pero no ejecutar.

El pregón de un vendedor de tamales que se aproximaba nos recordó que ya era hora de comer. La dueña de casa, muy solícita, se adelantó y ordenó un tamal para cada uno. Tras probarlo, Mike se deshizo en elogios: estaba fascinado por su sabor y la textura de la masa, y nos aseguró que hasta ahora era el mejor tamal que había probado en Colombia. Después de la cena, nos dispusimos a descansar, y los anfitriones, en una amplia muestra de generosidad, les cedieron su cama nupcial a los extranjeros; ellos se acomodaron en una colchoneta en la sala, y yo, en el taller.

 

Vida simple

Los domingos son los días dedicados a la familia, y en tierra caliente nada resulta más apetecible que armar un paseo de olla al río. Como la quebrada que habíamos elegido está algo retirada de la casa, Mike, al que no le gusta caminar, decidió alquilar una moto. Pronto, regresó con ella muy asombrado al ver que se la alquilaron sin dejar ningún documento o depósito por el préstamo. Le explicamos que este era el resultado de nuestra caminata del día anterior por el sector comercial del pueblo, pues ya se sabía quiénes éramos, para dónde íbamos y dónde dormíamos.

En menos de media hora ya teníamos listos los ingredientes para el asado: yuca, plátano y carne. Rosita alistó la olla y el termo para la bebida y emprendimos el camino. Rodamos por una polvorienta y empinada vía, donde tuve que bajarme y sostener a Mike para que no resbalara. Rosita dejó su moto en una finca cercana y llegó a pie con los demás. Saludó a algunos miembros de su familia que también estaban de paseo en el río, quienes nos ofrecieron una refrescante chicha. Nuestro destino estaba algunos kilómetros más arriba, hacia el sitio conocido como «La hidroeléctrica», por una quebrada de menor caudal llamada El Platanal.

Llegamos a un fabuloso pozo. Mientras Rosita armaba el fogón y disponía la comida, los demás fuimos a pescar sabaletas utilizando yuca poco cocida como carnada. El día transcurrió lento, y nos dio el tiempo suficiente para bañarnos, comer en hojas de bijao, con la mano, y pasar una tranquila jornada contando anécdotas e historias de antiguos viajes, sin el afán de las ocupaciones diarias; en resumen, saboreamos lo simple y básico de la vida en los pequeños poblados.

Emprendimos el regreso bajando lentamente de la montaña; luego, recogimos las motos y al llegar a Santa Rosa Mike fue a la tienda por su infaltable cerveza de la tarde. Miguel y Daniel se despidieron. Los demás nos dedicamos a conversar un par de horas más y después de un gran «calentao» preparado con la comida sobrante del día y una sabaleta frita para cada uno, nos dispusimos a descansar, pues Rosita y Emel tenían que trabajar muy temprano al día siguiente.

 

Simití antiguo

Jhon llegó muy puntual a las siete de la mañana, como habíamos acordado la noche anterior. Nos despedimos de nuestros amables anfitriones con la promesa, de mi parte, de regresar a buscar sabaletas en las quebradas de Santa Rosa. El trayecto en carro fue muy corto, menos de veinte minutos. Jhon nos recomendó el hotel Anatulia y después de escoger nuestras habitaciones me dirigí a reclamar los kayaks en la oficina de Sotramagdalena. Guardamos nuestro equipo y fuimos en busca de los gestores culturales de Simití para que nos contaran algo de su increíble poblado, fundado tres años antes que Bogotá, la capital del país.

Lissy —la directora del Instituto de Deporte— nos puso en contacto con Marcelo, un funcionario municipal que amablemente nos introdujo en la historia de su pueblo y de sus antepasados, los indígenas chimíes, que fueron los que bautizaron a este pueblo de abundantes aguas como Simití, también conocido como Puerto Cargadero y luego Puerto Libertad después de su independencia el 3 de mayo de 1811.

Los pobladores de Simití son fervientes devotos de San Antonio de Padua y de la Virgen Original, una imagen pintada en un lienzo que, según relatan, no encontró acomodo y se trasladó por todo el pueblo a voluntad, hasta que le construyeron una ermita, donde al fin dejó de moverse. «La cabellona», como amablemente la llaman sus devotos, es el ícono de las víctimas del conflicto armado y la patrona del pueblo, pues según la leyenda protegió a Simití del ataque de un grupo de «chusmeros» a cargo de Tomasson, interponiéndose entre él y el pueblo mediante una tormenta que los hizo naufragar en la mitad de la ciénaga.

Simití fue productor de caucho rústico en la época en que la gente solo confiaba en las monedas por su peso y no en el valor que representaban los billetes y mucho menos los cheques.

Nilsson, el encargado de la biblioteca, nos contó un par de simpáticas anécdotas. La primera ocurrió cuando llegaron las neveras a petróleo al poblado: alguien, maravillado con el agua sólida, decidió empacar una cubeta en hojas de bijao y llevarla hasta su lejana vereda, pero cuando llegó, constató, con asombro y desencanto, que el contenido había desaparecido. La segunda era la de los hombres que le tenían miedo a quemarse con la luz amarilla producida por las viejas linternas Tigre, conocidas así por el estampado de la cabeza del felino en la tapa de la plateada lámpara.

Sobre las antiguas tradiciones de la colonia, Nilsson comentó que aún conservan una muy especial, que ocurre durante la ceremonia del bautizo; en ella, los padrinos caminan en compañía de su ahijado desde el altar de la iglesia hasta la casa de este, tirando dulces por el camino. En realidad, se trata de una reminiscencia de la época de los españoles en el pueblo, cuando lo que tiraban eran monedas.

El recorrido por el parque El Original, la ermita y las calles de Simití nos llevó hasta el agua. Caminando por el borde de la ciénaga, terminamos en la casa de los familiares de David —el periodista de eloriginal.co—, quienes nos acogieron amablemente y nos hablaron de su ciénaga como un paraíso para los observadores de aves, pues en ella se pueden contemplar más de quinientas especies, entre nativas y migratorias. Luego, David nos deleitó con las anécdotas del niño de la selva versión Simití y del inspector de policía Toño Gallego, que en la época de La Violencia decidió internarse en la selva y volverse ermitaño. Como buen periodista, David decidió no desaprovechar la situación y les hizo una entrevista escrita a Mike y Clare para su periódico, presentándolos como los extranjeros que visitaban su municipio en expedición acuática.

Nos despedimos de esta amable familia sin ganas, obligados tan solo por el hecho de que nos faltaba ciénaga y pueblo por recorrer. Después del almuerzo y un breve descanso, decidimos que había llegado la hora de inflar los kayaks, pues no habíamos tenido la oportunidad de probarlos y debíamos conocer su comportamiento en el agua. Hacia las cuatro de la tarde ya estábamos sobre ellos; el desplazamiento era suave y ofrecían gran facilidad de maniobra. Salimos sin problemas a recorrer las islas de la ciénaga de Simití, y acordamos que durante la travesía nos intercambiaríamos diariamente el kayak sencillo.

La noche había llegado y con ella, el hambre. Así que nos encaminamos con paso decidido hacia el restaurante y mientras esperábamos nuestros platos Mike aprovechó el tiempo para ayudarle con la tarea de inglés a la hija de Dianis, la dueña del lugar. Tras la comida, emocionados por el inicio de la aventura que empezaría al siguiente día muy temprano, le encargamos a Dianis los desayunos para las seis de la mañana.

Las alarmas sonaron: había llegado el momento del comienzo y estábamos emocionados por partir. Desayunamos, bajamos maletas y kayaks hasta el borde de la ciénaga, aseguramos el equipo, alistamos los remos, las cámaras, los bidones de agua y nos embadurnamos la cara de protector solar blanco, como parte del ritual final. La incierta jornada inició con la mirada expectante de dos hermanos que, sentados sobre unas rocas a la orilla de la ciénaga, habían seguido durante una hora todo el proceso de preparación. Me subí al kayak convencido de que hubieran deseado viajar con nosotros.