Buscando el río. Capítulo II Kayakeando el Magdalena
Los tres días con sus noches que pasamos entre Santa Rosa y Simití nos permitieron adaptarnos sin sobresaltos para afrontar la aventura que nos había llevado hasta ese territorio. El día uno de la travesía comenzó muy temprano, pues debíamos evitar, a toda costa, los vientos del norte. El destino era Morales, en el Departamento de Bolívar, una población situada en la margen derecha del río, por lo cual teníamos que atravesar la ciénaga de Simití y tomar el brazo que lleva su nombre, que desemboca en el antiguo cauce del río Magdalena.
Buen comienzo. Colombia 2018
Partimos a las ocho de la mañana. En el kayak sencillo iba Mike, que mantenía un suave y constante paleo sobre las calmadas aguas y parecía estar disfrutando el inicio de la jornada. Durante el recorrido, preguntamos a infinidad de pescadores las indicaciones para tomar el brazo que nos sacaría de la ciénaga, y tras cruzar numerosas islas encontramos el canal que nos llevaría al brazo del Magdalena. A nuestro paso, las arencas saltaban a lado y lado, y algunas caían en el interior de los kayaks; las bandadas de patos y de garzas levantaban vuelo a medida que nos acercábamos, y descubrimos que ese canal era el refugio de todas las aves de la zona. Avanzábamos lentamente tratando de tomar algunas fotografías.
En cierto punto, nos encontramos con un bote —el primero— que venía en sentido contrario, y al preguntarles a sus tripulantes por nuestra ruta nos dijeron que íbamos para otro complejo de ciénagas, pues la desviación que debíamos tomar estaba un kilómetro arriba. Giramos nuestros kayaks y nos ubicamos a lado y lado de la canoa, Mike a la derecha y Clare y yo a la izquierda. Los pescadores tomaron nuestras cuerdas de amarre para remolcarnos y bajaron la velocidad para llevarnos lentamente hasta el desvío. La entrada era tan angosta e imperceptible que jamás la hubiéramos encontrado solos. Nuestros providenciales guías retiraron algunos troncos de la entrada, despejando el acceso y nos desearon buen viaje. Después de remar por algunos minutos, encontramos varias veloces canoas que navegaban en sentido contrario, indicación ineludible de que íbamos por buen camino.
Rumbo a Morales
Llegamos al brazo del río Magdalena cerca de las once de la mañana y nos llevamos una gran sorpresa al encontrar un río sin corriente. El poco movimiento que se veía en su superficie era producido por el viento del norte que en muchas partes hacía que, al dejar de palear, nos detuviéramos. Parecía que continuábamos en la ciénaga. Tomamos la mitad del río para tratar de encontrar algo de corriente, pero fue infructuoso.
Una lancha que iba hacia Morales se detuvo a nuestro lado. Su conductor nos preguntó si éramos los que íbamos para Nueva Venecia —indicación de que ya se había avisado de nuestra travesía a los habitantes del río—, le contestamos afirmativamente y nos invitó a remolcarnos a nuestro destino. Eran contratistas que llevaban los pupitres del colegio para arreglarlos en el pueblo. La canoa trató de incrementar su velocidad, pero desafortunadamente era tal la cantidad de agua que entraba a los kayaks que tuvimos que soltarnos. Dimos las gracias por la ayuda y remamos hasta cuando avistamos una antena de comunicación, señal de que estábamos llegando a un poblado. Eran las dos de la tarde.
Al acercarnos un poco más, pudimos observar a menor altura las torres del tanque de agua del pueblo. Paramos en el muelle flotante y de inmediato fui a buscar hospedaje. El sol era intenso. Mike se había quedado en el bote, y una señora entrada en años se conmovió del insolado gringo y lo invitó a ponerse bajo techo para escapar de la canícula. Era doña Paulina Pérez, dueña del restaurante «Brisas del río», quien disponía de servicio de alimentación y un par de camas. Ante la insistente oferta, decidimos quedarnos allí. Doña Paulina me pidió que buscara en el enfriador del negocio la chicha, una especie de jugo de arroz sin fermentar, muy aguado, pero frío y refrescante. Serví las bebidas mientras observaba un balde rojo que estaba justo al lado de la bebida, en cuyo interior había un número indeterminado de pequeñas patas entrecruzadas, adosadas a una parte de carne, y pequeños huevos amarillos; era carne de hicotea. La dieta de esta región está basada en arroz, peces y tortugas de ciénaga.
Para el almuerzo, doña Paulina nos ofreció hicotea guisada, pero Mike respondió con un no rotundo y pidió su infaltable pechuga de pollo; Clare, amante del pescado, se comió un par de pequeños bocachicos fritos con arroz y yuca. Por mi parte, disfruté de mi plato de tortuga, que me resultó reconfortante y de agradable sabor. Al terminar nuestro almuerzo, la anfitriona limpió la mesa, saludó amablemente a dos personas necesitadas del pueblo, dijo un par de oraciones y las hizo sentar para alimentarlas.
Los humildes cuartos no tenían ventanas y eran absolutamente calurosos. Resignados, acomodamos los equipos y fuimos por turnos a tomar una ducha en el único baño del lugar, sacando el agua de la alberca —un poco más clara que la del río— con un viejo casco de seguridad blanco. Luego, salimos a conocer el pueblo y caminamos por sus pocas calles; las más comerciales estaban resguardadas del ardiente sol por una extensa polisombra que iba de lado a lado y a lo largo de la cuadra. Al terminar el recorrido, volvimos a la orilla del río, a una de las entradas de pescadores, a contemplar nuestro primer atardecer de la travesía.
La algarabía de unos niños junto a un árbol llamó nuestra atención. Estaban persiguiendo una iguana para la cena, pero aunque habían logrado tumbarla con un tronco, no la habían podido capturar. En la huida, el animal entró a una tienda esquinera y con su cola empezó a tumbar las mercancías de las estanterías, asustando a su dueña y a los clientes. Al percatarnos de que nadie iría por ella a la tienda, decidí hacerlo yo: entré al lugar, cerré la puerta y tras perseguirla entre los estantes y los productos tirados en el suelo, logré atraparla. El agradecimiento de la dueña de la tienda se vio opacado por el gran desastre que había armado el asustado animal. Al salir, los niños imploraban para que se las entregara, pero opté por darle una oportunidad liberándola en el río.
Regresamos a comer y ya entrados en confianza, doña Paulina nos contó que era oriunda de Aguachica, pero que de joven había sido muy andariega y liberada, y que por eso nadie se la aguantaba. Entonces, decidió mudarse a Morales a buscar marido y a criar a sus hijos, entre ellos a Aníbal, que le ayudaba en su posada, negocio que había emprendido hacía más de cuarenta años. También nos dijo que pertenecía a una iglesia cristiana y que su misión en la vida era ayudar al desvalido y alimentar al hambriento, y por eso se había conmovido tanto con el insolado Mike al llegar.
El Morales nocturno era relativamente tranquilo, con poca bulla; la temperatura había bajado algunos grados y en sus calles no había mucha gente. Caminamos un par de cuadras y comenzamos a percibir el audible sonido de las alabanzas al unísono. En una de las calles se encontraban congregados los miembros de una comunidad cristiana: alrededor de unas setenta personas oraban, gritaban y movían los brazos en respuesta a las predicas del pastor. Mike se situó detrás del grupo y casi inmediatamente se me acercaron un par de pobladores, Biblia en mano, para invitarme a la ceremonia. Respondí que solo estaba acompañando al pastor Mike, y lo señalé. La pareja, emocionada al ver al gringo, me preguntó si él podría decir algunas palabras en la ceremonia; entonces, comencé a llamarlo.
«¡Pastor Mike, pastor Mike!», grité.
Un poco confundido, Mike se acercó y al ver a la pareja comprendió que les estaba haciendo una broma. Les dije que él era de otra congregación y lo insté a que dijera unas palabras en la ceremonia, pero él no quiso seguir el juego y nos retiramos del lugar rumbo a la posada. Clare no paraba de reír y yo le insistía al «pastor Mike» que podría haber pasado a decir cualquier cosa en inglés sin problema alguno.
Al llegar a la posada, nos encontramos con la agradable sorpresa de que doña Paulina había conseguido un par de ventiladores de pedestal e instaló uno en cada cuarto. El calor era increíble. Luego, preocupada por nuestro bienestar, la señora tomó la lata de insecticida y fumigó debajo de mi cama, logrando que se alborotaran aún más los zancudos. Salimos de la habitación dejando la puerta cerrada y nos fuimos a ver qué más necesitaban los gringos. Al despedirme, le di las buenas noches al «pastor Mike» e inmediatamente doña Paulina preguntó qué de que congregación era.
«¡Mentira, mentira!», decía Mike insistentemente, señalándome con el dedo.
Bienvenidos a La Palma
Al amanecer, la cara de Mike reflejaba la mala noche que había pasado. Aníbal, que estaba encargado de preparar los desayunos, le ofreció nuevamente guiso de tortuga, mostrándole las que tenía listas para preparar en el enfriador. La expresión de Mike fue contundente.
«¡Huevos revueltos, huevos revueltos!», le suplicaba a Aníbal.
Después de desayunar caminamos los cuatro metros que nos separaban de la orilla del río y nos dispusimos a abordar nuestras embarcaciones. Nos acompañaba un numeroso comité de despedida conformado por los vecinos de doña Paulina, ansiosos por ver nuestros kayaks en el agua.
Clare remó afanosa, de una orilla a otra, tratando de buscar algo de corriente en el río, pero fue en vano. Frustrados, decidimos bajarnos en un playón de arena para estirar los músculos y evitar el entumecimiento causado por la posición. Algunos kilómetros más adelante, en una zona poco profunda del río, un grupo de areneros nos detuvo para preguntarnos sobre nuestra travesía. Como era nuestra costumbre, paramos a conversar con ellos.
Volvimos al agua; Clare, que iba adelante, vio en la margen derecha del río a una afanada mujer parada sobre un barranco, que le hacía señas para que parara. «¡Venga, venga!», le gritaba insistentemente a Clare, agitando las manos para llamar su atención.
Clare se detuvo en la orilla. Los pescadores amarraron su kayak y ella trepó el extenso barranco hasta donde estaba la mujer con una gigantesca y oportuna jarra de limonada helada.
Después de beber, pasamos al otro lado del extenso dique de protección donde se encontraba el caserío. Nos dieron la bienvenida a La Palma, Bolívar, con tres bonbonbunes como presente. Después de la foto grupal, una mujer ataviada con un vestido de tiras negro, con su celular y tres cebollas cabezonas rojas en la mano, se ofreció para mostrarnos el poblado. Era Isaura, una sonriente mujer de mediana estatura, que nos llevó a la iglesia, al jardín infantil y les presentó los gringos a sus vecinos, todo ello sin soltar sus cebollas.
Quedamos gratamente sorprendidos al visitar el colegio y ver que, en pequeños pueblos como ese, se conservan tradiciones de respeto: al entrar a cada salón de clase, todos los niños se levantaban al tiempo dando los buenos días a los visitantes; repetimos la acción tres veces más con el mismo resultado. Cuando llegamos al salón de inglés, nos presentamos con el permiso de la profesora, y les explicamos a los niños el propósito de nuestra visita. Mike y Clare se tomaron por algunos momentos la clase dando breves consejos sobre la correcta pronunciación de las palabras escritas en el tablero.
Los pobladores nos pidieron quedarnos. Su amabilidad nos causaba una profunda emoción, pero sabíamos que debíamos seguir avanzando, pues de quedarnos en cada pueblo tardaríamos meses en llegar a nuestro destino.
Viejo río
Remamos un par de horas bajo un sol radiante que convertía el agua del río en un espejo que multiplicaba el calor sobre nuestros rostros. Agotados y sedientos, decidimos que era momento de hacer una pausa bajo unos arbustos, pero al aproximarme a la orilla quedé encallado en un barrial imprevisto, y al bajarme del kayak empecé a hundirme. Entre risas, mis compañeros me ayudaron a salir de allí, y triunfantes nos dedicamos a hidratarnos y descansar. Casi una hora después, abordamos de nuevo nuestras embarcaciones, y recuperadas las fuerzas remamos hasta Río Viejo, un pueblo situado en la margen izquierda del río.
Desembarcamos y le dimos a guardar los botes al celador del puerto, don Manuel Muñoz, un hombre mayor que se sorprendió al vernos llegar en los «cayucos inflables», como los llamó. Clare tomó una moto y se fue a buscar un hotel; finalmente, encontró uno situado a un par de cuadras: el Río Plaza. Como llevábamos bastante equipaje y estábamos exhaustos, tomamos el servicio de bicitaxi de Eugenio, a quien le encomendamos también que nos llevara al puerto al siguiente día.
La confortable habitación del hotel fue una grata sorpresa para Mike, que pensaba que todas nuestras noches serían como la que pasamos donde doña Paulina. Viéndolo tan entusiasmado, tuve que aclararle que no sabíamos qué nos esperaría más adelante, y que eso era parte de la aventura.
Después de bañarnos, salimos a recorrer el pueblo y fuimos hasta la alcaldía en busca del gestor cultural del municipio. David —el jefe de archivos de Río Viejo— se ofreció a hacernos el recorrido y contarnos algo de la historia de cuando eran puerto principal, pues la totalidad del río corría por el pequeño brazo que hoy los comunica. Según nuestro guía, Río Viejo era una gran colonia de pescadores, madereros y proveedores de plumas de garza joven para los fabricantes de elementos de escritura, y sus habitantes eran conocidos como los «matacuras», por cuenta de la muerte accidental de un sacerdote en el río y por haberle disparado perdigones muy finos de escopeta a otros en la época del conflicto entre liberales y conservadores, cuando la Iglesia tomó partido y hasta el dentista del pueblo construyó un famoso cañón para defender a sus habitantes.
Al pasar por la estación de policía, David, el capitán de la división, nos preguntó por la ruta que seguiríamos, nos contó del paro armado a nivel nacional que el ELN tenía programado del 10 al 13 de febrero y nos recomendó cambiar la ruta que habíamos elegido, que era por la ciénaga de Pinillos pasando por Tiquisio y Puerto Rico, y en lugar de ello, por seguridad de «los gringos», salir al brazo más caudaloso del río y luego tomar la ruta a Mompox.
Clare, Mike y yo intercambiamos miradas: era ineludible que debíamos replantear el recorrido. David se despidió de su tocayo y nos pidió hacer caso de las recomendaciones policiales. Lo invitamos a un refresco y al preguntarle por un sitio para comer nos sugirió el pequeño restaurante de Fraccedis, contiguo al hotel.
«¡Uelcommm!», oímos nada más entrar; era Fraccedis dándonos la bienvenida con su marcado acento costeño. Casi al tiempo, se escuchó la risotada de Luisa, su hija.
Entramos al restaurante e hicimos nuestro pedido. Anyi —una estudiante de fisioterapia— ayudaba en la cocina. La comida fue espléndida y la charla con las divertidas mujeres se tornó cercana y familiar. Mike se quejaba del dolor de hombro, producto de dos días de paleo en el río.
—¿Cuándo fue la última vez que masajeaste a un gringo? —le pregunté a Anyi.
—¡Nunca! —respondió con contundencia.
Entre risas, le dije que era la oportunidad, pues ahí estaba el adolorido Mike. Anyi no tenía cremas en el restaurante, así que fui a la habitación por la nuestra y ella accedió a ayudarlo, aplicándole nuestro infaltable «ungüento cien», de uso veterinario.
Apurando el paso
A las seis de la mañana estábamos desayunando donde Fraccedis y al despedirnos le dimos las gracias a Anyi, pues Mike estaba como nuevo. Mientras esperábamos a Eugenio, el conductor del triciclo carguero que nos llevaría al puerto, Clare nos mostró su segundo juego de tarjetas guía, las de la ruta que nos conduciría por Mompox.
La multitud de curiosos agolpados en el puerto no daba crédito a la cantidad de cosas que se podían acomodar en los pequeños «cayucos». Así, entre comentarios de asombro e incredulidad y buenos deseos, partimos a las ocho de la mañana y tras un par de horas de remada, paramos en una isla a saludar a un grupo de pescadores, quienes nos dijeron que estábamos cerca de San Antonio, también conocido como Los Mangos.
Se trataba de un pequeño caserío con iglesia y algunas casas nuevas construidas a metro y medio del suelo sobre pilares de concreto, entregadas por el gobierno después de la ola invernal de los años 2010 y 2011 que arrasó con algunos pueblos ribereños. Comimos queso salado de la zona, bebimos varias chichas de arroz (ya sin pensar de donde sacaban el agua para su elaboración) y partimos hidratados hacia Tamalameque.
Arribamos cerca de las dos de la tarde y nuevamente dejamos los kayaks con el celador del puerto. Luego, abordamos cuatro mototaxis, uno con las maletas y otro para cada uno. Los pilotos tomaron velozmente la polvorienta vía, siguiendo al de las maletas hasta el hotel recomendado, a unos cinco minutos del puerto. El hotel tenía una pequeña recepción y un extenso corredor de un metro de ancho con las habitaciones a uno de sus costados, seguidas una de otra. Clare se sorprendió una vez más al encontrar habitaciones sin ventanas en tierra caliente. Almorzamos en el restaurante del hotel y nos pusimos algo más decentes después de una agradable ducha.
La presencia de los gringos era una especie de llave mágica que nos abría las puertas en muchas partes. Fue así como llegamos a la alcaldía, donde nos presentaron con Irene Amado, de la Secretaría de Enlace de Víctimas, quien, orgullosa de su temporal trabajo de guía, nos condujo por todos los rincones de la antigua edificación, nos presentó a los profesores del SENA y nos llevó a la Casa de la Cultura a conocer a los instructores de música. Después de una demostración de tamboras tradicionales, Heyner Miranda —el coordinador de Cultura—, insistió en que no debíamos irnos de Tamalameque sin conocer a Diógenes Pino, un profesor de informática del colegio con dotes de historiador.
Gracias a las indicaciones de Irene, buscamos al hijo de Diógenes en la Registraduría y él, amablemente, nos llevó hasta su casa. Diógenes es el tipo de hombre que deberíamos tener en cada uno de los pueblos de Colombia, completamente abierto a compartir su conocimiento y a atender inquietos aventureros ávidos de saber cosas interesantes.
Con la generosidad propia de las gentes de su tierra, Diógenes nos habló de Ambrosio Alfinger, un alemán poco deseable que en su afán de conquista arrasó con la mayor parte de los indios chimilas; también nos contó la historia del primer secuestrado de la actual América Latina, el cacique Tamaraguataca, quien tenía una hija llamada Meque. Un día, Meque se enfermó y fueron a buscarlo para darle la noticia de su estado. «Está mala Meque, está mala Meque», le dijeron insistentemente al cacique. Este es, pues, según el profesor Diógenes, el origen del sonoro nombre del pueblo.
Por último, nos refirió el relato de fray Bartolomé Balzara, por cuya causa Tamalameque se vio sometido a traslados constantes de su ubicación, pues cada vez que discutía con el corregidor se llevaba las campanas a un sitio despoblado, las colgaba de un árbol y allí mismo oficiaba la misa. Como era de esperarse, sus feligreses lo seguían y se asentaban en ese nuevo lugar.
Era imposible irnos de la casa de Diógenes sin preguntar por la tradicional «Llorona loca». Según el profesor, esta leyenda se basa en la vida de una joven de la clase alta del pueblo que tuvo un romance y quedó embarazada. Pero el futuro padre huyó abandonándola a su suerte, y ella, desesperada, tomó un bebedizo para deshacerse de la criatura. Después, una gran fiebre la atacó, afectándola emocionalmente; esto, aunado al sentimiento de culpa por haber abortado, la llevó a perder la razón. Y el resto es historia, pues es una de las más grandes canciones compuestas por el maestro José Benito Barros.
«A Tamalameque lo mató el tren», fue la contundente respuesta que nos dio Diógenes cuando preguntamos por la gran cantidad de construcciones clásicas a punto de caer. Según su relato, el pueblo pasó de ser uno de los principales puertos sobre el río a ser olvidado, todo por culpa de que la carga pasó a ser transportada en vagones y luego por carretera en grandes camiones. Hoy de ese tiempo solo quedan las cantaoras con sus tamboras, que esperan seguir trasmitiendo su legado cultural a los más jóvenes para que no se pierdan sus tradiciones.
«En una calle de Tamalameque,
dicen que sale una llorona loca,
en una calle de Tamalameque,
dicen que sale una llorona loca.
Que sale por aquí, que sale por allá,
con un tabaco prendido en la boca,
que sale por aquí, que sale por allá,
con un tabaco prendido en la boca».
La gratificante y extensa charla llegó a su fin. Intercambiamos contactos con Diógenes y a la salida de su casa tomamos un ciclotaxi conducido por Gustavo Navarro, quien al enterarse de nuestra aventura se ofreció a darnos un gran recorrido por su pueblo natal, que nos llevaría por los nuevos barrios, al centro y a al recién inaugurado polideportivo con patinódromo incluido. En tanto, Mike y Clare comenzaron a hacer sus pinos de música colombiana tratando de aprenderse «La llorona loca»”, repitiéndola una y otra vez a lo largo de la noche. Fue tanto su empeño que esa sería la canción que nos acompañaría en el periplo rumbo a El Banco; claro está, cantada en acento canadiense.
Bajando no ando
Clare tuvo una buena noche, pese a la ausencia de ventanas. Al día siguiente, después del desayuno, salimos una vez más a través del largo y angosto corredor del hotel cargando nuestros equipos. Acto seguido, tomamos un motocarguero de regreso al muelle para buscar las embarcaciones. ¡Cuál sería nuestra sorpresa al encontrar a un celador diferente! Sin embargo, el hombre nos entregó los kayaks sin reparo.
Afrontábamos una nueva jornada y las condiciones del río seguían iguales: nada de corriente. Remamos unas dos horas hasta que dejamos de ver momentáneamente a Mike. Se había retrasado, y para cuando llegó a nuestro lado su kayak parecía estarse levantando de las puntas: estaba perdiendo aire de la cámara principal a gran velocidad. Revisamos y encontramos un agujero en la parte delantera interna del kayak; la tela protectora de la cámara de aire se había roto y la goma inflable, que había quedado expuesta, se había perforado con alguna de las maletas.
La reparación tomaría tiempo, pues debíamos sacar el equipo y desarmar el kayak, así que buscamos sombra en la otra orilla del río y nos dispusimos a hacer un arreglo de emergencia. Los incrédulos pescadores comparaban sus resistentes canoas de madera con los «neumáticos forrados», como llamaban a nuestras embarcaciones, y no daban buen pronóstico para llegar a nuestro destino.
La reparación temporal tardó hora y media. Empacamos nuevamente las cosas en el bote y seguimos remando con poco aire en el kayak para no lastimar el parche. Infortunadamente, la costura se rompió de nuevo, pues la tela estaba muy podrida en esa parte, tal vez porque la embarcación había sido guardada por su anterior dueño estando húmeda. Ya no había alternativa: debíamos hacer una reparación mayor en una máquina industrial de talabartero. La parada en El Banco, Magdalena, era obligatoria.