Sitiados en El Banco. Capítulo III Kayakeando el Magdalena
La forzosa parada en El Banco a causa del paro armado impuesto por la guerrilla del ELN, nos obligó a recorrer el municipio durante cuatro días, cuadra a cuadra. Eso nos permitió, sin embargo, conocer a mucha gente y acercarnos más a la cultura de un pueblo ribereño que, incluso ante la agobiante presión de los subversivos, demostró el verdadero espíritu fiestero y descomplicado de los costeños, que todo lo celebran.
Cumpliendo órdenes. Colombia 2018
La llegada a El Banco coincidió con el fin de semana del carnaval de Barranquilla, época durante la cual la mayoría de los pueblos en la ribera del río celebraban su pequeño carnaval con desfiles, reinados, música y licor. La bulla en el pueblo así lo indicaba.
Después de andar un rato nos detuvimos junto a un par de lugareños sentados en unas escaleras. Siguiendo las indicaciones que habíamos recibido, subí por ellas y caminé por la calle paralela al río en busca de hotel que estaba justo al frente del despacho de botes. Era el hotel Ríogrande, ubicado estratégicamente frente al muelle. En el segundo piso estaba su administrador, quien me enseñó las habitaciones. Luego, fui en busca de mis compañeros. Al llegar al río me distraje momentáneamente con Mike y sus interlocutores; en tanto, Clare había empezado a sacar el equipo de los kayaks, pero el sitio de desembarco estaba doscientos metros más abajo. Me disculpé y amarramos nuevamente las maletas para descender el corto tramo.
La advertencia
Andrés Joshua nos acomodó en las habitaciones de su hotel y nos prestó la terraza del edificio para colocar los kayaks y poder hacer la reparación. Desde allí mismo me señaló la vía para llegar donde el talabartero. Desensamblamos el kayak y tomé el protector para llevarlo a reparar en el local de «El paisa», en inmediaciones de la plaza de mercado, donde ya se hablaba en voz baja del panfleto del ELN que declaraba objetivo militar a todo aquel que circulara entre las siete de la noche y las seis de la mañana del día siguiente. El paisa me atendió, revisó el trabajo por hacer y me dijo que debía recogerlo antes del toque de queda decretado por el grupo subversivo.
Por su parte, Andrés Joshua fue claro conmigo, me reenvió copia del panfleto que circulaba por las redes sociales en su municipio y nos reiteró la indicación de «no dar papaya», lo que se traducía en que debíamos estar en el hotel antes de la hora establecida en el comunicado del ELN.
Tomamos nota mentalmente de las advertencias y siguiendo la calle Séptima —la única avenida doble—, nos dirigimos hacia la Casa de la Cultura, situada en el «parquestadio», en busca de información. Allí nos pusieron en contacto con Edwin Veleño, el promotor de Cultura del municipio, que en ese momento estaba reunido en la biblioteca con los demás gestores culturales; discutían sobre la estrategia para promocionar los valores regionales del Magdalena a través de la danza, el canto y las tamboras. Nos hicieron seguir, con la indicación de esperar a que el encuentro terminara.
Llevábamos treinta minutos escuchando acerca de los temas culturales de los pequeños municipios, que siempre se ven torpedeados por falta de presupuesto, cuando la intensa bulla de los niños en el exterior de la biblioteca nos llamó la atención. De inmediato, salimos a mirar el desfile precarnaval, y observamos que los participantes iban escoltados por dos patrullas de la policía. Al preguntar sobre la actividad, nos dijeron que esa era la muestra infantil, que el verdadero carnaval se realizaría a las tres de la tarde del sábado. Decidimos sumarnos a la música y al ambiente carnavalero durante algunas cuadras.
Las tiendas de esquina seguían vendiendo cerveza, la música cambiaba de cuadra a cuadra dependiendo del volumen de los parlantes y el contrapunteo de la papayera. La gente aplaudía desde sus casas el desfile infantil y la algarabía y el ruido ya tenían nuestros oídos al límite. Abandonamos la comparsa en una de las tantas peluquerías del pueblo y nos dedicamos a hacerle conversa al dependiente y a utilizar sus servicios mientras se alejaba el jolgorio.
La calma retornó momentáneamente al sector y continuamos nuestro camino rumbo al centro; íbamos en busca del protector del kayak donde el talabartero. La reparación aún no estaba lista, lo cual le dio tiempo a Mike para tomar su cerveza de la tarde en uno de los tantos locales del mercado. En la talabartería, el ayudante del paisa hizo su mejor esfuerzo cosiéndole un parche de tela adicional al protector y nos entregó la pieza un poco antes de las siete de la noche. Regresamos presurosos al hotel a dejar el paquete y salimos a buscar algo de comer en la calle principal.
Los locales estaban cerrando, la gente se apuraba con sus quehaceres de último momento y se sentía cierta angustia en el aire. La venta de butifarras terminó prematuramente con Mike como último cliente; a este, que jamás las había probado, no le gustó su textura y terminó comiéndose solo el bollo limpio. Entramos al hotel un par de minutos después las siete. Andrés Joshua nos presentó a su primo Jumanyi, encargado del turno de la noche. Intrigado, le pregunté por qué le decían así, y él solo atinó a responder que era mejor que su segundo nombre, Esbleider. Fue tal mi cara de incredulidad que Jumanyi, en un gesto de simpatía, me mostró su documento de identificación. Todos quedamos sorprendidos con el hombre llamado como una película.
Luego salimos al balcón del segundo piso, donde se encontraban nuestras habitaciones, a observar, sin música, sin parranda, sin licor y protegidos en el hotel por Jumanyi Esbleider, cómo, rápidamente, quedaban vacías las calles de un bullicioso pueblo costeño un viernes en la noche.
La rutina en pueblo quieto
Seis de la mañana. No había actividad alguna fuera del hotel. No se escuchaba ningún vallenato en los parlantes de los negocios. El puerto estaba paralizado. La oficina de despacho de lanchas frente al hotel no fue abierta. Jumanyi jamás había vivido una situación de tanta calma en su pueblo. Aunque desde la terraza teníamos una mejor perspectiva de la situación afuera, por precaución decidimos esperar un poco antes de salir a la calle. Aprovechamos el tiempo haciéndole mantenimiento al kayak sencillo, realizando a mano otras costuras en el protector interno y limpiando la parte inflable.
Pasada las ocho de la mañana el comercio empezó a reactivarse lentamente. No era común que no hubiera transporte fluvial ni terrestre un sábado en El Banco, por lo tanto, no abrieron todos los negocios. Los noticieros en televisión mostraban lo acontecido desde la madrugada, la detonación de cargas explosivas en diferentes puntos de la geografía nacional, en particular, la voladura de un peaje en Gamarra y del puente El Amarillo de la Vía Panamericana, en la vereda La Mata, zona de influencia comercial con el municipio, y la explosión de cilindros bomba en Simití, desde donde habíamos partido dos días antes. Me comuniqué con David —el capitán de policía de Río Viejo—, quien confirmó la tensa situación vivida en la zona y recomendó insistentemente no intentar salir del pueblo ni alejarnos a conocer la zona rural.
Ante la pasividad del solitario sábado, los tenderos y mercaderes pudieron dedicar algo más de su tiempo a hablar con los gringos y preguntar sobre el viaje. Parábamos de visita de puesto en puesto, sin ningún afán, haciendo preguntas sobre el oficio de cada uno con la parsimonia del que está esperando a que llegue el mediodía, o lo que es lo mismo, la hora del almuerzo. Los vendedores de arepas de queso, de cachuchas, de yerbas deshidratadas, de frutas, de chicharrón de cerdo, de jugo de toronja rosada, de carne asoleada, de pócimas amorosas, de queso, de helados de cono y de insumos de ferretería fueron nuestro enlace con la sociedad del municipio y su diario vivir.
El sol estaba en vertical, indicando que había llegado la hora de buscar el sitio para almorzar. Andamos por la avenida principal mirando las opciones posibles y nos quedamos con La Terraza, uno de los restaurantes más concurridos de la zona, que ofrecía la posibilidad de pollo en caso de que el menú diario sonara extraño para Mike o fuera con tortuga. Después de almuerzo salimos a recorrer nuevas calles en busca del sitio del desfile. Caminamos muchas cuadras y encontramos numerosas personas vestidas de carnaval, pero nadie sabía muy bien cuáles eran el sitio y hora del encuentro: que en la biblioteca; que frente al mercado; que en el malecón; que a las tres; que a las cuatro…, y así pasó otro día sin el ansiado carnaval, cuya ausencia ya dejaba huella en el aburrido rostro de algunos jóvenes que no habían podido gastar sus tarros de espuma ni sus bolsas de harina.
Los almacenes y los restaurantes cerraron antes de las seis en respuesta al nuevo anuncio del ELN de iniciar el toque de queda a esa hora. Poco a poco, en las calles del pueblo se hacía evidente que se estaba cumpliendo la orden del grupo subversivo, situación que hizo que nos refugiáramos de nuevo en el hotel a mirar la absoluta soledad del sector del muelle desde nuestra segura trinchera en la terraza del hotel. Los pobladores de El Banco realmente estaban intimidados.
El 10 de febrero de 2018 pasará a la historia de los habitantes de El Banco como el domingo menos bullicioso en su municipio. La calma era total, casi miedosa, tanto en el puerto como en los alrededores de la plaza. Al igual que el día anterior, decidimos esperar en la terraza. Revisamos el parche del kayak con espuma de jabón y presión de aire, y al observar las pequeñas burbujas indicadoras de fuga, decidimos cambiarlo y hacerle limpieza. En tanto, la comunidad ribereña se tomaba las calles de nuevo y nos animaba a salir.
Algunos vendedores saludaban a Mike como «míster» o «gringo», demostrando que nuestros rostros les resultaban familiares gracias a las recurrentes visitas que hacíamos a sus puestos de comida. Yuri —nuestra fiel mesera en el restaurante— solo sonreía cada vez que nos veía llegar de nuevo y sentarnos en la misma mesa blanca, plástica y coja, ubicada debajo del ventilador. Era un ritual que repetíamos tres veces al día pese a que su menú era poco variado, pues solo ofrecía carne y pollo, incluso los domingos, día en el que la única variación es que no hacen limonada y es imperativo comprar agua, gaseosa o cerveza. El ELN había impuesto también su rigor a los pescadores del río, impidiendo su actividad; por lo tanto, había desabastecimiento del alimento principal en el pueblo.
La realidad del agua
Mike me había preguntado infinidad de veces sobre la calidad del agua del río Magdalena, pues lo que habíamos visto hasta el momento lo tenía un tanto preocupado: el botadero de basura de los pequeños poblados por donde habíamos pasado siempre estaba cerca de la orilla, esperando que una creciente lo arrastrara rumbo al mar.
«¿Pablo, con que agua hacen el hielo?», preguntó Mike cuando estábamos en un puesto de jugos frente al río.
Según lo que habíamos observado, cada pueblo tiene su barcaza de captación de agua, equipada con una motobomba que succiona el líquido y lo conduce a un tanque elevado de concreto o —si era más antiguo— de metal, donde en algunos casos le aplican algunas sustancias químicas para tratar de potabilizarlo. Con toda seguridad, los fabricantes de hielo usaban estas mismas aguas.
Aunque los banqueños estaban orgullosos de la calidad de la suya, la venta de agua tratada, en bolsa de cinco litros, era recurrente en tiendas y supermercados a lo largo del río, y nuestro delicioso jugo fue preparado, para tranquilidad de Mike, con agua procedente de una de estas bolsas. Tras refrescarnos, echamos a andar; no habíamos caminado treinta metros río arriba cuando descubrimos la desconcertante realidad de la descarga de las aguas residuales del barrio directamente sobre el cauce del agua. La impactante imagen no podía ser más abrumadora: todos y cada uno de los poblados ribereños vertían sus aguas servidas en este, pero metros más arriba captaban agua para su consumo.
Las posibilidades de diversión en un pueblo como El Banco se desarrollan en torno al agua y su malecón es el sitio de reunión, ya sea para bañarse, pescar, simplemente charlar o hacer concursos de salto largo, para lo cual toman carrera sobre una de las terrazas adyacentes a la escalera y caen directamente en las «limpias» aguas del Magdalena.
No se quedaron con las ganas
Una cosa era la prohibición de estar fuera de casa a las seis de la tarde y otra muy distinta las ganas de celebrar de los habitantes de El Banco. Ante la orden impartida por la alcaldía del municipio de cancelar el desfile por razones de seguridad, por segundo día consecutivo, la gente decidió celebrar frente a sus casas sacando pequeñas piscinas y mangueras para que sus niños jugaran al carnaval. Formando grupos por barrios, los niños se lanzaban pequeñas bolsas de agua con anilinas de colores, manchando su ropa en una especie de juego de paintball pero sin pistolas; corrían de cuadra en cuadra y regresaban a aprovisionarse de más bolsas. Los más grandes también celebraban tomándose unos cuantos traguitos, y lanzándose Maizena y baldados de agua.
Caminando lentamente, llegamos hasta el alejado terminal de transportes del municipio, que mostraba completa inactividad. No había ningún bus y las taquilleras no sabían responder cuándo se reiniciaría el servicio, pues ante el incendio de varios tractocamiones en las vías principales, los conductores no querían arriesgar sus vehículos. El Banco, territorio de paz, como mostraba el eslogan municipal en una pancarta, estaba sitiado. No había entrada ni salida de gente o suministros.
Nuevas palabras
Regresamos al centro de la ciudad en un mototaxi. Sin estar preguntando, el conductor nos advirtió de lo peliagudo que sería tratar de salir del pueblo por cualquier medio. Ante la cara de confusión de Mike por la extraña palabra, el hombre se desgranó en sinónimos: jodido, difícil, peligroso, con lo cual Mike tuvo claridad absoluta de la zozobra en que estaba sumido El Banco. Visitamos de nuevo a doña Leonor —nuestra vendedora favorita de antojitos—, una amable viuda que a punta de pasabocas y helados de palito hacía entretenidas nuestras tardes mientras llegaba la hora de la caída del sol; entonces, nos dirigíamos al malecón, donde se reunía gran cantidad de personas a «fresquear» cuando la temperatura bajaba y la brisa del norte hacía agradable la estancia.
Las inquietas miradas que algunos presentes lanzaban a «los monos» me daba pie para iniciar espontáneas conversaciones y romper el hielo con los habitantes del pueblo, que hacían preguntas sobre el viaje y la nacionalidad de mis compañeros. Uno de ellos, un señor muy bien vestido con impecable camisa blanca, sacó una carta de su Biblia. Era de una familia norteamericana —e incluía fotos de los integrantes y hasta de la mascota— que les enviaban regalos a los niños de su comunidad cristiana en El Banco y el hombre quería mandarles una carta de agradecimiento.
Casi de inmediato, Clare empezó a escribir en inglés las frases que el hombre le decía. Sin darnos cuenta, esa actividad de traducción simultánea se convirtió en el foco de atención de los presentes en el malecón; los jóvenes querían participar y aprender la pronunciación de ciertas palabras. En ese intercambio de frases, disparadas a gran velocidad costeña, las cuales Mike poco podía comprender, les pedí a los presentes que se detuvieran sobre algunas palabras específicas y trataran de explicar su significado a los foráneos. «Bololó», «aculillao», «amigazo», «pelabolsillo» y «boyao» fueron didácticamente enseñadas y replicadas con ejemplos dramatizados por los asistentes, haciendo que la clase de español costeño a los gringos fuera el plan de desparche de la tarde. Infortunadamente, algunas palabras usadas por los más jóvenes fueron un poco más complicadas de entender y aplicar, como «fara» (sinónimo de «ñero») o «chirrete» (más ñero que el fara).
Un lunes diferente
El muelle cerrado, el comercio cerrado, el terminal de transporte cerrado, la alcaldía cerrada. Visitamos al señor de las arepas de queso, al del jugo de toronja, fuimos a nuestro restaurante de confianza para desayunar, a la estación de policía…; todo parecía indicar que seguiríamos la misma rutina de los días anteriores. Pero nuestro semblante cambió de forma radical cuando, hacia las nueve de la mañana, vimos pasar al vendedor de bocachico con su charola de aluminio y una docena de pescados perfectamente «arrollados», pues esto era un claro indicador de que alguien había podido salir a pescar y había traído su producto para la venta.
Continuamos nuestra caminata como los anteriores días, aunque un poco más emocionados ante la posibilidad de que las actividades del pueblo se estuvieran normalizando. En efecto, cuando llegamos de nuevo al restaurante, Yuri estaba contenta, pues pudo ofrecer a sus clientes menú con pescado.
Descansamos un buen rato después del almuerzo, ilusionados con la idea de que se reactivaría nuestro viaje. En la tarde, caminamos rumbo al malecón a buscar la oficina de Rodrigo Vilardi Cañarete, el inspector fluvial de El Banco, quien con semblante cordial nos dio el parte de tranquilidad para reiniciar nuestra travesía al día siguiente. Rodrigo, que era un entusiasta de los recorridos turísticos por el río Magdalena, nos mostró en su computador fotos y mapas y nos envió por correo un cuadro con las distancias del recorrido faltante hasta Nueva Venecia. Su oficina estaba decorada con réplicas a escala de la más famosa de las canoas que navegó por el río Magdalena, «La Piragua», perteneciente a don Guillermo Cubillos, un transportador que la mandó a hacer de doce metros de largo para llevar carga y pasajeros.
El maestro José Benito Barros (el mismo de «La Llorona loca»), oriundo de El Banco, la inmortalizó con una emblemática cumbia que le tomó veinte años madurar, y que el gran público conoció en 1969, en la que narra poéticamente la simple historia de un viaje de la embarcación entre El Banco y Chimichagua. Nosotros teníamos una historia similar: el propósito de un viaje y los espectadores ribereños, pero carecíamos de un buen compositor.
Agradecimos a Rodrigo por su tiempo y por las buenas noticias. Era un hecho: si despachaban botes en la mañana del martes reiniciaríamos nuestro viaje. Tomamos la calle del malecón hacia el hotel para hacer maletas y organizar el equipo, y al pasar por el estadero fui a buscar la acostumbrada cerveza de la tarde para Mike. Le pedí a la tendera una «Águila Light grande» y me dijo que no tenía; asombrado, vi cómo, casi al tiempo, el dueño del establecimiento sacaba del refrigerador contiguo una cerveza igual a la que yo había pedido segundos antes; algo confuso, le expliqué a la mujer que una era de esas la que deseaba.
«Uté lo quequiere e unbotellón de Águila li», replicó a toda velocidad, sin titubear.
Contesté que sí, y ella, burlándose de mi mal español costeño, me despachó el producto. Salí del establecimiento riendo, a contar la anécdota a mis compañeros y a explicarle a Mike cómo debería pedir su «Águila li» durante el resto de la travesía.