Escala en Tacamocho. Capítulo IV Kayakeando el Magdalena
La normalidad había retornado a El Banco. La estridente música en los locales junto al muelle y el despacho de botes desde las seis de la mañana eran la señal que esperábamos. Nuestra cara reflejaba la felicidad que sentíamos por continuar la travesía. Andrés Joshua nos ayudó a sacar los kayaks por el balcón de su hotel y ya en el muelle empezamos a cargarlos ante la atónita mirada de los pasajeros, que no se imaginaban cuanta carga podíamos acomodar en los diminutos «cayucos inflables».
Reactivando el viaje. Colombia 2023
Soltamos amarras y reiniciamos el paleo suavemente mientras reconocíamos desde el agua las calles por donde habíamos caminado una y otra vez en esos cuatro días. Tras remar por dos horas, paramos en una isla a estirarnos y revisar la presión del kayak sencillo. El parche había funcionado y podíamos exigirle a la embarcación con tranquilidad. Hacia el mediodía, arribamos a La Ribona, un pequeño caserío en la margen izquierda del río donde nos detuvimos a buscar bebidas frías. Mike comenzó a sentir molestias en su oído derecho; lo tenía inflamado y tapado. Clare le aplicó unas gotas antinflamatorias y esperamos a que le hicieran efecto mientras nos hidratábamos.
Continuamos el descenso a muy buen ritmo. Hacia las tres de la tarde avistamos un pueblo en la margen derecha del río, pero decidimos no entrar por la estridente música que se escuchaba. Era una guerra de «picós», esos gigantescos parlantes capaces de sacar de quicio hasta al más sereno. Después de cuatro días de paro, en Los Negritos estaban en pleno carnaval, y aunque quisimos pasar de largo, una gran multitud de niños, incluyendo los reyes del carnaval, salió a recibirnos en el improvisado desembarcadero de lanchas que se levantaba sobre un impresionante lodazal. Después de unas cuantas fotos y de rechazar la reiterada invitación de quedarnos a carnavalear, continuamos nuestra ruta en contra del viento del norte, que empezó a soplar haciendo que nuestra velocidad disminuyera.
Insolados
Debíamos parar a hidratarnos, pues estábamos remando bajo el inclemente sol desde la nueve de la mañana. Lo más cercano, según las cartas de navegación de Clare, era La Cantera. Al llegar, buscamos la única tienda del poblado y le preguntamos a Mileidis sobre la posibilidad de quedarnos allí, pero ella sugirió que continuáramos hasta Guamal, un poblado más grande con mejores posibilidades de comida y hospedaje.
Los pocos kilómetros que faltaban se hicieron interminables, pues la fuerza contraria del viento dificultaba nuestro avance. No teníamos opción, debíamos llegar al poblado. Sobre las seis de la tarde pudimos divisar la antena de comunicación, más tarde, el tanque de agua y por fin, el pueblo. La carrera fue contra reloj. Preguntamos por el hotel más cercano y nos dijeron que estaba a ocho cuadras de la iglesia. Mike se quedó cuidando el equipo mientras Clare y yo fuimos a mirar las habitaciones del hotel. Cuando Clare regresó al río a sacar los kayaks y el equipo, estaba completamente oscuro. El único motocarguero disponible a esa hora era el de la ferretería, seis cuadras más arriba del muelle, junto a la estación de servicio de combustible. Luis Ricardo —el conductor— me indicó que debía negociar con su patrón, un paisa que estaba tomando cerveza en la tienda de abarrotes. El hombre accedió a hacernos el favor y partimos hacia el río con Luis Ricardo, quien nos ayudó a llevar los kayaks al parqueadero situado a un kilómetro de la orilla y a cargar nuestro equipo, y luego nos llevó de regreso al hotel. Tras una exigente jornada de nueve horas sumada al ajetreo del desembarco, caímos rendidos en nuestras camas.
A la mañana siguiente nos despertaron las campanas de la iglesia de Guamal, que llamaban a los feligreses a misa de seis; era Miércoles de Ceniza. Caminamos por las calles principales del pueblo, pero el comercio estaba cerrado; los pobladores estaban en la iglesia y la ceremonia terminaba a las siete. Esperamos pacientemente recorriendo los alrededores.
Terminado el servicio religioso, la gente se fue a sus trabajos con la cruz en la frente, incluyendo a los del servicio médico del centro de salud, a donde fuimos para que a Mike le revisaran el oído. El dictamen, taponamiento absoluto. Compramos la glicerina carbonatada formulada por el doctor, ideal para diluir el tapón, y un antibiótico; mientras desayunábamos, la aplicamos en su oído y Mike esperó los quince minutos recomendados con la cabeza inclinada sobre su hombro izquierdo. Pero el remedio no funcionó.
La entrevista
Ante el esfuerzo del día anterior, decidimos tomar las cosas con calma y programarnos para llegar temprano a San Sebastián de Buenavista, justo antes de Mompox, en una corta jornada de veintiún kilómetros. Terminamos de guardar nuestro equipo y fui en busca de un vehículo para repetir el trayecto de la noche anterior, pero esta vez en sentido contrario: hasta el río y con luz día. Emel, el motocarguero, nos ayudó a sacar los kayaks del parqueadero y a llevarlos al río, y a trasportar las maletas. Y por si fuera poco, permaneció con nosotros colaborándonos en todo lo que necesitábamos hasta que estuvimos listos para continuar.
Partimos a las nueve de la mañana y paleamos hasta San Fernando, una población situada al lado izquierdo del río; era mediodía y queríamos evitar el fuerte sol. Como la tienda estaba muy lejos del sitio de desembarco, situado justo en la zona del río donde las canoas prestan el servicio de cruce de pasajeros, carga, motos y bicicletas, decidí regresar a cuidar los kayaks mientras Mike y Clare buscaban las bebidas. Media hora más tarde estábamos de regreso en el agua. Según los expertos chaluperos, tardaríamos máximo una hora más en llegar al pueblo.
San Sebastián de Buenavista, como muchas otras poblaciones ribereñas, estaba protegido contra las inundaciones por un alto muro de concreto. Los señores del rústico restaurante ubicado justo al otro lado del muro se ofrecieron a guardar los kayaks y nos señalaron la entrada del hotel Imperial, a media cuadra de distancia. Dejamos nuestras cosas en la habitación y nos cambiamos para hacer la acostumbrada visita a la Casa de la Cultura. Janet —la bibliotecaria— nos atendió amablemente y nos hizo un pequeño recorrido por su sitio de trabajo, pero nos insistió en que buscáramos al director de la emisora comunitaria, que, según ella, era la persona indicada para contarnos de su terruño. Mike continuaba incómodo con su oído, y prefirió regresar al hotel para aplicarse más glicerina; Clare y yo decidimos acatar la sugerencia de Janet. Caminamos por algunas calles en construcción siguiendo hasta encontrar la única casa de dos pisos en ese sector del barrio.
Fernando Veleño nos hizo seguir a su casa, y como le pareció interesante compartir nuestra historia de viaje, le dijo a su esposa que prendiera el aire acondicionado del estudio, nos invitó a pasar a conocer los equipos de su emisora, Manantial 103.7 FM, e inmediatamente tomó el micrófono, puso el interruptor en ON y comenzó a preguntar «al aire» sobre nuestra aventura.
Con mucha naturalidad, Clare fue contestando las preguntas sobre los pormenores del viaje. Fernando se sintió complacido cuando ella le explicó los motivos por los que buscábamos siempre comunidades pequeñas para pasar la noche y socializar con sus pobladores, y la razón de haber elegido su pueblo en lugar de Mompox. Luego, compartió con su audiencia y con nosotros datos relevantes del municipio, nos habló de la importancia de su economía agrícola y pesquera, nos describió con emoción el gran festival de cantaoras y nos contó que San Sebastián es la tierra del chandé; también nos narró la historia de la fundación del pueblo, ocurrida el 20 de enero de 1748, cuyo nombre original, San Sebastián de Menchiquejo, era un homenaje a los españoles y al cacique Menchiquejo, un indio chimila asentado en ese territorio, y nos explicó cómo ocurrió, por error, la apropiación del vocablo «Buenavista», que fue tomado del municipio vecino de Santa Ana, y dio origen al nombre actual de San Sebastián. Por último, mencionó a Ana Labarrera, una sansebastianera que, en 1950, protegió el busto de Jorge Eliécer Gaitán quitándolo de su pedestal a fin de evitar que fuera dinamitado en la guerra entre liberales y conservadores, y lo mantuvo enterrado durante doce años en el patio de su casa.
La plácida entrevista duró un poco más de una hora. Fernando insistió con vehemencia en que no podíamos dejar su municipio sin desayunar como la mayoría de sus coterráneos: con yuca cocida y suero.
Fuerte y claro
Mike había pasado mala noche pues seguía fastidiado con su oído, por ello, era urgente buscar ayuda médica. Organizamos el equipo para partir y le pedimos a la propietaria de la caseta el recomendado desayuno típico. La tendera nos sirvió tres generosas porciones de yuca acompañada con más yuca, un plato con suero y limonada con hielo. Tras el poco proteico desayuno, partimos rumbo a Mompox, a una hora de allí, a buscar el hospital. Dejamos las embarcaciones en el moderno muelle y mientras yo reforzaba las costuras del forro exterior de uno de los kayaks, Mike y Clare fueron al centro médico. Clare regresó cuarenta minutos después a decirme que a Mike no lo habían atendido.
Presuroso, acudí a su rescate al hospital local Santa María de Mompox. En la recepción, pregunté por qué razón no podían atenderlo: todo se reducía a que el personal de admisiones no sabía cómo ingresarlo con su seguro médico por su condición de extranjero; averigüé que otra opción teníamos y me sugirieron ponerme en contacto con el médico anestesiólogo.
Le hablé al médico de las aventuras vividas hasta el momento y de lo que nos faltaba de recorrido y decidió colaborarnos. Mientras Mike estaba siendo revisado, le pregunté en inglés por sus síntomas, situación que lo reconfortó, pues de esta manera podía describir con lujo de detalles su molestia en el oído. Luego, el doctor me entregó una lista con los materiales necesarios para hacer el lavado y las indicaciones de dos posibles droguerías donde podría adquirirlos.
Diez minutos después, ya estaba de regreso con los suministros médicos. El doctor nos condujo a través del atestado hospital hasta la última sala de la edificación, la de atención de maternas. Allí, inyectó tres veces solución salina en el oído de Mike con ayuda de la gruesa cánula y la gigantesca jeringa. El acertado procedimiento fue exitoso; Mike esbozó de inmediato una gran sonrisa: el gigantesco tapón había salido.
—¿Mike, can you hear me? —susurré a su oído.
—Fuerte y claro —dijo complacido.
El médico no quiso cobrarnos por el procedimiento. Agradecimos su oportuna ayuda y salimos en busca de agua, galletas y frutas para continuar el descenso. Ya en el río, quise comprobar de nuevo el nivel auditivo de Mike, haciéndole la misma pregunta del hospital, pero esta vez a unos veinte metros de distancia.
—¿Mike, can you hear me? —le grité.
—Fuerte y claro —contestó sonriente.
Respuesta que me repitió durante el resto de la travesía en el río cada vez que quería llamar su atención haciéndole la misma pregunta.
Buscando animales
La siguiente parada de hidratación la hicimos en San Zenón, un pequeño poblado de polvorientas calles, en la margen derecha del río. La tendera nos explicó que allí no había ningún alojamiento y que era mejor que fuéramos a Santa Ana, que además tenía un zoológico como atractivo turístico. Le hicimos caso. Continuamos remando hasta ver el puente sobre el río y nos detuvimos justo bajo su sombra.
El militar que cuidaba la estructura se acercó con rapidez y se tranquilizó al oír el hablar enredado de los gringos. Por nuestro aspecto, descartó de inmediato que fuéramos integrantes del grupo subversivo que estaba afectando la infraestructura vial tras el paro armado; nos explicó que el pueblo se encontraba bajo estricta vigilancia y que el hotel estaba retirado del puente. También hablamos con Raúl Barrios, un amable ornamentador cuyo taller se encontraba cerca del puente, sobre la posibilidad de guardar los kayaks en algún lugar próximo. Raúl estaba finalizando su jornada y nos prestó su espacio para guardarlos con la única condición de que los sacáramos a las siete de la mañana, antes de que iniciara la jornada en el taller.
Luego, nos dirigimos al final del puente, como nos lo había señalado Raúl, y allí tomamos un mototaxi para tres en busca de hotel. La primera opción recomendada por el conductor fue la de un familiar suyo, en un gigantesco lote con taller, que tenía algunas habitaciones en uno de los costados y un baño compartido con los mecánicos, pero al notar que no era de nuestro agrado y que era una desacertada opción, dio media vuelta a su vehículo y terminó llevándonos al hotel Puerta del Sol, junto al malecón del río.
Después de una refrescante ducha y un breve descanso, salimos a buscar el zoológico. Clare tenía energía de sobra. Atravesamos Santa Ana por su vía principal, a lo largo de cuatro kilómetros, preguntando por la ubicación del lugar. Finalmente, vimos el desteñido letrero de la finca-zoológico que tenía un número celular de contacto. Llamamos y recibimos una displicente respuesta del dueño del lugar, al que no le interesaba en lo más mínimo mostrar sus animales. Frustrados, tomamos el camino en sentido contrario sin tener la oportunidad de ver algo de fauna local, solo a un hombre al otro lado de la calle, pelando diestramente un cerdo para convertirlo en chicharrón.
Un mototaxi nos llevó hasta el apacible centro del pueblo, y deambulamos un par de horas por sus calles hasta regresar al hotel, desde donde se podía ver el puente en el cual teníamos los kayaks. La distancia nos pareció razonable, así que a la mañana siguiente decidimos ir caminando a comprar agua, desayunar e ir por las embarcaciones. Durante el recorrido vimos una caseta con mucha gente comprando los fritos para el desayuno. Cholita —su propietario—, que ofrecía un gran surtido de todo a mil y dos por mil, atendía con gran rapidez a sus hambrientos compradores. Había empanadas, buñuelos, deditos de queso, arepas, papas rellenas y avena helada. Probamos de todo, y cuando estuvimos satisfechos pagamos la pequeña cuenta del sabroso menú costeño; luego, nos dirigimos al taller en busca de nuestros kayaks.
Al llegar, nos encontramos con Raúl, que estaba esperándonos con paciencia, pues sabía que si empezaba a soldar el metal de sus trabajos las chispas dañarían los botes. Llevamos las embarcaciones nuevamente hasta el puente y empezamos a remar un poco antes de las ocho de la mañana, haciendo la primera parada de hidratación en El Porvenir, un pequeño pueblo lechero de Bolívar, al lado izquierdo del río, donde después de socializar brevemente nuestra aventura con sus habitantes, tuvimos un gran comité de despedida. Nuestro propósito era llegar temprano a Tacamocho, así que realizamos una segunda parada de hidratación y preguntas en Pinto, Magdalena, un pueblo más grande, situado al otro lado del río, donde corroboraron que estábamos muy cerca de nuestro destino.
Una realidad llamada Tacamocho
El río nos llevó hasta una extensa playa frente a una ensenada. Los pescadores descansaban en su troja, un pequeño refugio techado de palma. Dando los buenos días al grupo, me fui acercando lentamente, hasta quedar bajo sombra.
—¿Cuántos gringos viven en el pueblo? —pregunté para romper el hielo.
—Dos —contestó uno de ellos—. ¡Esos dos! —aclaró, señalando a Mike y Clare que se acercaban.
Los hombres comenzaron a reír a carcajadas. Cuando los gringos llegaron a la troja, tuve que explicarles el motivo de la risa. Fueron recibidos con tinto de cuncho sin colar, servido en una totuma, y les ofrecieron un par de cuñetes plásticos de cinco galones para que se sentaran. Mike me señaló los cuñetes, asintiendo con la cabeza al observar el buen uso que les daban: servían de silla, de mesa y para trasportar alimentos y pertenencias, por lo que era un bien preciado para cada uno de los pescadores.
Los nueve hombres estaban esperando turno de pesca. El mayor del grupo, con medio tabaco en la boca y cuatro cartas de baraja española en la mano, me explicó que tenían una especie de acuerdo civilizado de «pico y placa pesquero». Solo tres personas realizaban su faena en el río. Dos en la canoa y uno en tierra para tirar el trasmallo. Tenían pactado un tiempo de cuarenta minutos para hacer la ronda, después, entraba el siguiente grupo.
Pregunté quién de ellos hablaba inglés y de inmediato se refirieron al profe Julio, el que estaba en el turno de pesca en el río; el grupo que seguía llevaba esperando tres turnos de pesca, completaba entonces dos horas bajo la sombra del techo de paja.
Al llegar el profe Julio, todos salimos hacia la orilla. Lo querían escuchar hablar con Mike, pero el tímido hombre solo esbozó unas cuantas palabras ante la burla del grupo de pesca. Julio traía en su canoa un par de doncellas, dos bocachicos, un blanquillo pequeño y un coroncoro. Le preguntamos por qué tanta espera para pescar y nos señaló con algo de tristeza el producto de su esfuerzo después de cuarenta minutos. Nos contó que, en la otra orilla, en el pueblo, estaban las otras cuatro canoas que tenían el turno de pesca para el día siguiente. Ellos tenían que descansar día de por medio para que todos los grupos de pesca del pueblo pudieran llevar algo para sus casas. Veinticuatro familias dependían de los pocos peces que ofrecía la ensenada.
El nuevo grupo inició su faena y regresamos todos a la troja para escapar del ardiente sol. Era la una de la tarde y pensamos terminar allí la jornada. Indagamos a los pescadores por hospedaje en el pueblo; uno de ellos dijo que buscáramos a Teresa —su esposa— para que nos acomodara en su casa. Pasamos al otro lado del río, desembarcamos utilizando de plataforma la ambulancia fluvial del pueblo para evitar el lodazal y nos dimos a la tarea de buscar a Teresa.
De la nada, apareció una multitud de gente, entre ellos varios voluntarios dispuestos a llevarnos donde todas las Teresas del pueblo.
—¡Yo soy Teresa! —dijo una mujer.
—¡Yo soy Teresa! — exclamó otra.
—¡Teresa soy yo! —replicó una tercera—.
Desconcertados sin saber cuál de todas ellas era la esposa del pescador, no atinábamos a seguir a ninguna. De repente, apareció una mujer de tez morena, y modales resueltos, que casi sin mediar palabra nos llevó prácticamente a rastras consigo al tiempo que instruía a sus nietos para que nos ayudaran con el equipaje y organizaran la casa de su hijo José para acomodarnos. Era doña Mireya Villa, una enérgica señora mayor en cuyo rostro amable brillaban unos ojos oscuros y llenos de curiosidad por el mundo.
Nos condujeron a una vivienda relativamente nueva, prefabricada sobre pilares de concreto y pintada con intensos colores. Doña Mireya mandó a conectar la manguera para llenar los tanques de agua y dio la orden de limpiar un poco el desorden. Le pregunté por qué la casa estaba desocupada y con algo de tristeza me contó que la mujer de su hijo lo había abandonado y para él era muy difícil vivir allí sin recordarla.
Acto seguido, nos ofreció el servicio de comida preparado por una de sus nueras, pero advirtió que debía darle algo de dinero para comprar los ingredientes.
—¿Cuánto dinero necesita? —le pregunté.
—Veinte mil pesos —contestó ella, rápidamente y sin dudarlo.
Era una suma razonable, unos siete dólares de la época. El promedio que pagábamos por cada comida en los pueblos era de siete mil pesos por cada uno. Le entregué el dinero y fuimos a asearnos bañándonos a totumadas, por turnos, en el patio de la casa, con las risas de los vecinos de fondo. Le pregunté a doña Mireya por el sanitario y me dijo que casi ningún vecino tenía, que tocaba en el patio utilizando el cuñete, y me señaló un raquítico árbol y un montón de tierra suelta. Debíamos tapar con tierra como los gatos. Mike se sorprendió del nuevo uso que les daban a los cuñetes.
Salimos a conocer el pueblo y a visitar la única venta de jugos en Tacamocho. Omaira nos atendió complacida en su casa, sacó las frutas de su nevera y el infaltable hielo, del cual Mike sabía que no debía preguntar con qué agua estaba hecho. Compramos un par de bolis a unas cuantas casas y nos dirigimos a las ruinas de la iglesia y lo que quedaba de las cuadras aledañas cerca al río, cuyo estado era producto de las frecuentes inundaciones y la pérdida paulatina de bancada.
Los amables lugareños preguntaban insistentemente sobre la procedencia de los gringos y lo que hacíamos en su poblado, pues les era difícil creer que quisiéramos conocer su terruño. Nosotros les contábamos nuestra historia de viaje una y otra vez. Nos dieron las indicaciones para llegar al colegio y hablamos con toda la gente que nos paraba: con el criador de gallos, el cazador de iguanas, el tejedor de atarrayas… Repetimos jugo y perdimos el tiempo para esperar a que fuera más tarde para ir a comer.
Doña Mireya y sus nietos salieron afanosamente a buscarnos. Eran las cinco de la tarde, la comida estaba lista, y aunque era muy temprano para nuestro gusto debíamos acatar su invitación. Nos acomodaron una mesa en el patio de la casa de su nuera Inés y a cada uno nos sirvieron un gran plato de arroz con una moderada porción de carne seca, algo de ensalada y jugo de tamarindo hecho con molinillo. Alrededor de la mesa y a prudente distancia estaba toda la familia de Inés observando la manera de comer de los gringos, haciendo chistes y conversando. Mike y Clare estaban incómodos de tener tantos espectadores. Al finalizar, le pregunté a Inés por qué comían tan temprano.
«Aquí solo se come dos veces al día, y lo que haya», me contestó un poco entristecida.
Ante la contundente respuesta, me quedé un rato más en la casa y observé cómo, poco a poco, fueron pasando todos los miembros de la familia Villa a comer. Era el mismo plato que nos habían servido y su felicidad por comer algo de verduras y carne era evidente. Comprendí de inmediato por qué doña Mireya salió a buscarnos al desembarcar en el río, y por qué actuó con tanta decisión: era una oportunidad momentánea para ofrecer algo distinto a su familia, pues con el poco dinero que le había dado comimos doce personas.
Luego, doña Mireya dio la orden de sacar un colchón de la habitación y abrir la puerta que daba al patio para que fuera más fresco. De una casa vecina prestaron un ventilador para los gringos. Me acomodé afuera, bajo el techo de paja, para evitar el calor. Más tarde, regresé a casa de Inés para saber qué necesitaba para la preparación del desayuno del siguiente día.
«Desearía un cartón de huevos», contestó con la cara que pone un niño cuando imagina un dulce.
Le di el dinero; de inmediato, ella anotó en una hoja de cuaderno lo que necesitaba y les entregó ambas cosas, hoja y dinero, a los nietos de doña Mireya.
«Mañana comemos huevo», le dijo suavemente Cande a Yorkman mientras salían abrazados para hacer la compra.
Ese «desearía» de Inés me quedó retumbando toda la noche en la cabeza; pensaba que en las ciudades la posibilidad de comprar alimentos está supeditada al capricho de lo que queremos comer, muchas veces desperdiciando lo que no nos gusta o pagando escandalosos precios por sencillos alimentos en sitios suntuosos.
La escena del desayuno fue similar a la de la comida del día anterior. Los treinta huevos fueron revueltos en un gran caldero; sirvieron las tres porciones de los visitantes y luego de que nos levantamos de la mesa, Inés repartió equitativamente el resto entre los miembros de su familia. El vaticinio de Cande se cumplió: ella y Yorkman comieron huevo ese día.