Nueva Venecia. Capítulo VI Kayakeando el Magdalena

Como en un relato de García Márquez, divisamos el pesebre de casas palafíticas en medio de la Ciénaga Grande de Santa Marta. El Morro, mejor conocido como Nueva Venecia, es un pueblo sin tierra firme, donde tener en la casa un patio con un animal doméstico es un bien suntuoso. El agua dulce que se consume es del contaminado río Magdalena, y allí tiene un incalculable valor, al igual que las cosas simples de la naturaleza, una piedra de río o una tabla de mala madera.

Valorar lo poco. Colombia 2023

Doña Carmen fue, sin lugar a dudas la mejor de las anfitrionas que tuvimos en el viaje. Con algo de nostalgia se despidió de nosotros dándonos su bendición para el tramo final. Partimos de Remolino a las ocho de la mañana y tres kilómetros más abajo, por la orilla derecha del río, justo como lo había indicado Manuel Paternina —el funcionario del IDEAM—, encontramos el pequeño brazo de unos quince metros de ancho que nos conduciría hasta la Ciénaga Grande. Paleamos durante un par de horas por sus calmadas aguas hasta que nos encontramos una larga lancha camino a El Morro. Nos detuvimos y le preguntamos al conductor cuánto nos faltaba para llegar a nuestro destino, y si había alguna desviación. Según nos dijo, gastaríamos dos horas más remando suave y no había ninguna posibilidad de que nos extraviáramos. Resultó que además de ser un navegante avezado era hijo del concejal de Nueva Venecia, y nos ofreció hospedaje en casa de su padre cuando llegáramos al pueblo.

Salimos del canal a las once de la mañana. Cien metros más adelante divisamos un bote blanco de fibra de vidrio cuyo único tripulante estaba sacando agua con un cuñete plástico y poniéndola dentro del bote. Era el recolector de agua dulce para los habitantes del pueblo y tenía que venir todos los días hasta ese sitio a cargar el agua. El bote estaba provisto de una motobomba a gasolina para succionar el agua y llenar los contenedores plásticos, pero ese día no le funcionó, por esa razón estaba llenándolos a mano.

 

 

Tráfico acuático

En el horizonte podíamos ver las construcciones sobre el agua. Remamos hacia allí como atraídos por la fuerza de un gran imán. Media hora después estábamos entrando al pueblo, en cuyo aire vibraba a alto volumen la música de uno de los poquísimos negocios, mientras sus aguas eran atravesadas por canoas que iban y venían en todas direcciones. Las coloridas casas, elevadas más o menos un metro sobre el nivel del agua —condición que cambiaba en la época de invierno, cuando subía el nivel de la ciénaga— están soportadas sobre decenas de palos de mangle incrustados en el fondo de la ciénaga, y se distribuyen en forma aleatoria, sin orientación alguna, por lo tanto, no existe una organización de calles y carreras como las que conocemos en los pueblos de tierra firme.

El característico ritmo de la champeta que sonaba en un gigantesco picó nos dio la bienvenida. Casi a los gritos, pedimos indicaciones para llegar a la casa del concejal José Donado. Remábamos lentamente, maravillados por las peculiares construcciones —que vistas desde abajo, desde sus cimientos, nos ofrecían una perspectiva inusitada—, seguidos por la inquieta mirada de algunos pobladores que nunca habían visto llegar a nadie a su corregimiento en ese tipo de embarcaciones. Unos veinte minutos más tarde, María Rodríguez —la esposa del concejal— nos dio la bienvenida a su posada «La bendición de Dios», nos acomodó en sus habitaciones y se disculpó por la ausencia de su marido, que llegaría al siguiente día.

Como habíamos llegado pasado el mediodía, no pudimos encontrar almuerzo, así que improvisamos con las pocas verduras, enlatados, paquetes y panes que conseguimos. Mientras disfrutábamos nuestro «sancocho de tienda», vimos pasar frente a la posada una canoa, que, como en un cuento de ficción, era «impulsada» por un motor fuera de borda hecho de madera. Dos niños jugaban con él en la parte de atrás de la canoa mientras otro la hacía avanzar con una boga —un palo en cuyo extremo está amarrada una horqueta para evitar que se entierre en el fango— dando pequeños pasos hacia atrás y hacia delante.

La imposibilidad de trasladarse de otra manera que no sea en el agua, hace que los niños, desde muy pequeños, aprendan a ser autosuficientes; empiezan navegando en las tapas plásticas de los tanques del agua y cuando crecen, y ya la tapa no soporta su peso, aprenden a conducir pequeñas canoas de madera.

En Nueva Venecia solo existe un corto camino hecho en madera que comunica el salón comunal, la estación de policía, la iglesia, el colegio y la cancha Falcao. Los pobladores, los vendedores, los colegiales, los pescadores, los visitantes, las mercancías de todo tipo, hasta las verduras y el pan se mueven en canoa.

Después de almorzar salimos a recorrer los canales en busca del salón comunal. Desembarcamos junto a unas escaleras de madera y de inmediato un niño se abalanzó a ayudarnos con los kayaks y nos pidió prestado el sencillo para dar una vuelta mientras nosotros visitábamos la iglesia en frente. En su rostro se reflejaba la intensa emoción de poder transportarse de una manera diferente a la habitual.

 

Piedras en la iglesia

Pasando un puente elevado de madera se encuentra la iglesia, en cuya fachada amarilla y blanca está incrustada una placa conmemorativa de la masacre del 22 de noviembre del año 2000. Que Nueva Venecia fuese declarada objetivo militar era impensable, una gran equivocación, como nos lo contaron sus habitantes. Mike no entendió qué interés podían tener los grupos armados de la época en un pueblo de estas características, alejado de todo, en medio de la ciénaga, sin vías de comunicación, con un comercio precario, sin cultivos, sin ganado y sin ningún interés económico para nadie.

Según cuentan sus habitantes, el hecho de venderle combustible a un guerrillero que iba de paso fue el detonante para que los grupos paramilitares de la época declararan a los morreros auxiliadores de la guerrilla. Lo cierto es que los paramilitares los tenían entre ojos, pues decían que por allí pasaron a los secuestrados de La Ciénaga del Torno el 9 de junio de 1999 y como retaliación, decidieron ir a mostrar su poder.

La acción militar que comenzó con la movilización de aproximadamente setenta hombres armados, distribuidos en cinco canoas que llegaron por el caño El Clarín y arremetieron contra un pueblo en donde las únicas armas existentes eran los cuchillos para arreglar el pescado, fue organizada desde Pivijay. Con lista en mano buscaron a seis personas, pero terminaron masacrando a treinta y siete (uno solo de los de la lista). Tras la barbarie, procedieron a saquear el pueblo y disparar contra las humildes casas. Jamás llegaron las disculpas y mucho menos la reparación. Los pobladores decidieron hacer una humilde ofrenda en memoria de los sacrificados colocando una piedra por cada víctima en la base de la iglesia.

 

El origen del pueblo

Addis Quiroz, funcionaria de la fundación Creata y el Programa de Alianzas Para la Reconciliación en la Ciénaga Grande de Santa Marta, también estaba hospedada en «La bendición de Dios». Con la ayuda de Luis Alberto Higuera, consultor de turismo, había concertado una reunión en el salón comunal de Nueva Venecia con algunos de los habitantes del pueblo, en especial con las mujeres que hacían parte de un programa de empoderamiento para los habitantes, cuyo objetivo era generar otras posibilidades económicamente sostenibles a través de la cultura, costumbres regionales y el turismo.

La reunión empezó alrededor de las tres y media de la tarde con algunos relatos históricos narrados por el inspector de policía, un profesor y otros habitantes del corregimiento; los gringos actuaban como conejillos de indias (haciendo de extranjeros ávidos de conocer la vida en Nueva Venecia). De las muchas versiones sobre el origen de este pueblo palafítico en medio de la Ciénaga, la que más nos gustó fue una mezcla de las historias narradas por Guti —el dueño de la tienda—, José Donado —el concejal— y el inspector de policía.

Cuentan que en la época de antes, cuando no disponían de hielo, los pescadores de la ciénaga ahumaban el pescado con leña en las trojas construidas con paja y madera de mangle para poder preservarlo e irlo a vender a Barranquilla. Debido a la cercanía de estas trojas con la orilla del mangle, los pájaros, en múltiples ocasiones, se comieron el pescado, por lo que fue necesario trasladarlas aguas adentro para evitar el ataque de las aves. Ya establecidos en un sitio llano, como ellos llaman a los de poca profundidad, pudieron ampliar la cantidad de ahumaderos y construir los cambuches de los cuidadores de pescado. Poco a poco se hicieron más trojas y más viviendas; así nació el pequeño pueblo de El Morro.

Con la aparición de las facilidades modernas, como motores fuera de borda, lanchas de aluminio y fibra de vidrio, la demanda de pescado aumentó, convirtiendo a El Morro en un pueblo comercializador de pescado. El ir y venir con insumos, hielo, plantas a gasolina y neveras de icopor, hizo que surgieran nuevas necesidades en la técnica constructiva. Además, después de que algunos ahumaderos se incendiaran, la gente decidió cambiar la paja de sus techos por tejas de fibrocemento, y la palma de las paredes, por madera.

Cuando el presidente de Colombia 1994-1997, Ernesto Samper, visitó la zona, se enamoró del sitio y les dio un auxilio importante para el mejoramiento de vivienda. Después de la visita presidencial, de Sitionuevo vino el profesor Ismael Ambrosio Moreno, que comparó el pueblo palafítico con Venecia, la ciudad italiana de innumerables canales, y lo demás es historia. Hoy en día la comunidad de Nueva Venecia, ubicada en la ciénaga El Pajaral, está compuesta por cerca de 450 casas y unas 2600 personas, de las cuales 700 son niños.

 

Baile de negros

Hacia el final de la tarde, las matronas invitadas dieron una muestra de la cultura de su pueblo a través de sus danzas y cantos tradicionales. Los músicos eran sus hijos. Como introducción, contaron que los pescadores negros descendientes de africanos tocaban en sus tamboras bullerengues y el son de negros, un ritmo musical con el cual relataban los aconteceres de su vida, inclusive burlándose de sus desgracias. Estos mismos hombres, cuando iban a vender el pescado a Barranquilla, se tomaban sus tragos y hacían sus parrandas; así, poco a poco, los barranquilleros fueron adoptando las músicas de los pobladores palafíticos y tomaron como propios sus festejos, dando origen al Carnaval de Barranquilla.

La orden de tamboras fue impartida y comenzó la interpretación musical de los niños, cuyas madres les hacían coro llevando el ritmo con las palmas. Animadas por el contagioso ritmo del bullerengue, las mujeres empezaron a hacer una muestra de los pasos básicos del baile y después, al son de «Volá pajarito», sacaron a los tiesos invitados como parejas de baile. Mike y Clare trataban de aletear igual que sus parejas y el «volá, volá, volá pajarito» era repetido una y otra vez para no dejar sentar a los gringos. Al finalizar el encuentro, Addis felicitó a los participantes y les entregó algunos atuendos para complementar sus presentaciones futuras.

Para los niños y muchos adultos que no conocían otras alternativas de movilidad en el agua diferente a las canoas, los kayaks inflables fueron la gran sensación y causaron admiración por su ínfimo peso comparado con una canoa de madera o de fibra de vidrio. Su asombro fue mayor cuando supieron que se podían hacer largos viajes en kayak, como el nuestro por el río Magdalena. Esa tarde, algunos de los asistentes a la reunión en el salón comunal pudieron navegar en nuestros «cayucos inflables» y vivir la breve experiencia de poder moverse en el agua de una manera distinta.

 

Jornada de pesca

Entre los programas que Addis y Luis Alberto querían proponer a la comunidad estaba la prueba piloto del llevar turistas a conocer las faenas de pesca de los morreros. Para ello, habían acordado salir a la madrugada del día siguiente con dos pescadores en su canoa. Era el plan perfecto para que los pobladores hicieran de guías de recorrido, así que intercambiamos posiciones para que Mike y Clare actuaran de turistas mientras yo viajaba en el kayak doble con Luis, que haría el registro gráfico.

La canoa llegó a buscarnos a las cuatro y treinta de la mañana. Wilmer Hereira, el conductor, me saludó y comenzó a acomodar las tablas que servían de asientos para los pasajeros. Luego, corrió hacia un sitio seguro el perol con las brasas que mantenía caliente el café negro, hizo subir a los invitados e inmediatamente empezó a bogar hacia el centro de la ciénaga, buscando el sol. Luis y yo tomamos una distancia prudente en el kayak para no impedir la movilización de la canoa y poder buscar el mejor ángulo para las fotos. A las seis de la mañana, ya Clare estaba recibiendo las primeras clases para lanzar una atarraya de doce libras de peso desde una canoa de setenta centímetros de ancho. Al primer intento estuvo a punto de caer al agua, impelida por la fuerza de su propio lanzamiento, pese a ello, continuó esforzándose para lograr abrir la red y poder arropar los peces.

Un rato después. Wilmer movió la canoa unos doscientos metros hacia el sol, buscando otro sitio, y allí pude apreciar una nueva técnica de pesca: el atarrayero tenía en su caja tres bolas de madera de diferente peso, tomó la mediana, de unos diez centímetros de diámetro y la lanzó unos cuantos metros delante de la canoa. Al caer, la bola emitió un sonido seco sobre el agua todavía serena de la ciénaga. Inmediatamente, Wilmer tomó la atarraya y la hizo bailar sobre su cuerpo, abriéndola magistralmente para que cayera en el agua y cubriera la bola flotante. Como resultado, atrapó una veintena de lisas medianas que habían sido atraídas por el sonido de la bola. Los espectadores aplaudieron emocionados.

Con el sol un poco más alto en el cielo de impecable azul, Wilmer nos ofreció café tibio de cuncho con arepas de queso. Cuando la suave brisa empezó a soplar, el pescador sacó el mástil de su canoa y comenzó a desenrollar la burda vela, fabricada con costales de fibra plástica unidos entre sí. Colocó el mástil en la tabla central de la canoa y atravesó una de las bogas en diagonal para abrir la tela. El impulso fue inmediato: la canoa empezó a moverse lentamente y emprendimos el regreso. Wilmer controlaba la dirección con el lazo amarrado a la punta superior de la boga, tensionándola un poco para dirigirla rumbo al pueblo. Nos tomó solo treinta minutos llegar por la ruta por la que entraban todos los turistas a Nueva Venecia.

 

Fútbol en la ciénaga

Querer ser futbolista en un pueblo palafítico es una paradoja. Se comienza con partidos uno a uno en cada tablado, teniendo la precaución de que haya alguien en el agua para alcanzar el balón cada vez que se cae. Muy pocas casas tienen patio, el cual fabrican con sedimentos, basura y lodo que extraen del fondo de la ciénaga; con todo ello rellenan una pequeña barricada de troncos de mangle, que en algunos casos se entierran hasta dos metros, uno junto a otro, para tratar de evitar que se escape el relleno.

En pequeños lotes, que han demandado años de esfuerzo constructivo y material de relleno, juegan apretadas hasta ocho personas, con dos en el agua para recoger rápidamente la pelota. Nueva Venecia no tiene parque o plaza principal, el terreno más grande que fueron construyendo en un esfuerzo mancomunado es la conocida cancha de fútbol «Metropolipalo», que cada año se inunda hasta por cinco meses y pierde parte de su superficie, por lo cual hay que esperar la época seca para volver a poner sedimentos sobre ella. Ese es el principal sitio de reunión deportiva y la gente acostumbra a jugar descalza.

En el año 2015 se le entregó a la comunidad la cancha Falcao, donada por el futbolista colombiano con el auspicio de sus patrocinadores; se trata de una interesante obra de ingeniería de pilotaje en concreto y metal que, aunque sobrepasó los 100.000 dólares de inversión, no fue capaz de resistir la salinidad del entorno. El deterioro de la construcción era evidente y presentaba serios problemas que impedían su uso seguro y hacían necesario extremar las medidas de precaución.

 

Vivir el agua

Ser niño en Nueva Venecia es vivir en un mundo rodeado de agua en donde pisar tierra firme es un acontecimiento feliz que les regala la ilusión de la libertad por unas horas. Por eso, los niños aman ir a la escuela.

Su visión del mundo, que adquieren desde que tienen la posibilidad de estar sentados en el tablado fuera de la puerta de su casa, sin tener a donde ir, es acuática. Sus días pasan mirando el horizonte con la ilusión de crecer rápido y ser algún día pescadores, para, en las madrugadas, surcar los caminos de agua que entrecruzan el pueblo, capturar algunos peces y venderlos en tierra firme.

Los niños y los jóvenes solo tienen dos posibilidades: permanecer en la casa bajo el fácil control de sus madres que siempre saben dónde están, o ir al colegio, al cual acuden complacidos con tal de estar en un espacio más grande. Es la oportunidad del día para calzar zapatos y ponerse el uniforme escolar. Muy temprano, los residentes de Nueva Venecia se organizan para llevar en todas las canoas disponibles a los escolares, y en algunos casos deben repetir la ruta dos o más veces para recogerlos a todos. Las condiciones técnicas del colegio son deficientes, no hay agua para todos los niños, la temperatura en el interior de las aulas es elevada debido a la poca ventilación, y la insuficiencia de salones obliga a que todas las mañanas dos profesoras les den clases a los más pequeños en el aula múltiple frente a la iglesia, divididos por un simple espacio sin sillas para diferenciar el grupo. La mayoría de los profesores se desplazan todos los días desde Sitionuevo para atender cerca de 450 alumnos.

En una de las aulas donde estaban los alumnos de noveno, se impartía la clase de inglés. Entramos con el permiso de la docente, presentándonos ante los estudiantes, quienes dirigidos diestramente por ella respondían sus preguntas. La profesora utilizaba el viejo sistema de mecanización del aprendizaje: hacer dos veces la misma pregunta, una detrás de la otra después de cada respuesta.

«Profesora: ticher, profesora: ticher; rojo: re, rojo: re; azul: blu, azul: blu; verde: gri, verde: gri», contestaron los niños en coro, haciendo la demostración de su pronunciación costeña del idioma a los extranjeros.

Mike y Clare dieron algunas pautas de correcta pronunciación y entablaron una pequeña conversación con el alumno pilo del salón, que esgrimió todas las palabras que se sabía en inglés y les pidió que antes de irse le enseñaran unas cuantas más.

El espacio escolar en Nueva Venecia entraña una posibilidad que solo un niño nacido entre el agua comprende: caminar, correr, saltar. Cosas que para otros niños son normales, allí son extraordinarias. La inusitada alegría que los niños morreros experimentan al ir al colegio no tiene otra razón que la de poder asentar sus piernas en tierra firme y sentir la arena ardiente, las piedrecillas, el concreto liso y gris bajo sus zapatos.

El recreo es el espacio de reencuentro entre vecinos distanciados por el agua para hacer lo que no tienen oportunidad de hacer en sus casas: caminar juntos. Los niños van de un lado a otro en algarabía absoluta y se regresan como aves de corral limitadas por los canales de agua, utilizando el largo corredor de madera que comunica la iglesia con el aula múltiple, la cancha Falcao y un pequeño lote en tierra al lado de la iglesia. Compran «bolis», mango biche y paquetes de confites en las canoas apostadas al lado del colegio y continúan de inmediato la caminata deseando que no suene la campana que invita al regreso a los calurosos salones.

El ineludible final de jornada llegó y las rutas escolares acuáticas empezaron los viajes de retorno. Iban dejando uno a uno los niños en la puerta de sus casas para enfrentar la realidad del resto del día: dejar de usar sus zapatos y gritarse de ventana a ventana para responder las inquietudes de las tareas del colegio, o, en el mejor de los casos, pasar en canoa a la casa de enfrente para terminar las asignaturas, acostados sobre el tablado multiusos que lo mismo les sirve de zona de juegos que de pupitre.

 

Elvira, la vendedora

Mike y Clare habían decidido terminar su viaje con una estadía romántica en Cartagena, disfrutando del sol y la playa para descansar de la extenuante travesía. Por ello, debían partir temprano en el kayak doble para hacer parte del recorrido de regreso hasta Calamar, y desde allí tomar el Canal del Dique. Por mi parte, había decidido quedarme en la casa del concejal para vivir un poco más de cerca la vida sobre el agua.

Había convencido a doña Elvira —una vendedora ambulante— para que me dejara acompañarla en su recorrido. Catalino, su conductor, llegó sobre las ocho de la mañana. Repitiendo religiosamente la rutina de cada ocho días, fue acomodando en la canoa la mercancía que doña Elvira le iba pasando; les tomó una hora arreglar su venta acuática. Catalino inició la ruta. Doña Elvira abrió su paraguas e hicimos la primera parada a escasos cincuenta metros de la posada.

Hay cosas que las palabras no pueden describir y una de ellas es la emoción de los niños y sus madres apiñados en el entablado de sus pequeñas viviendas al ver llegar a doña Elvira con su abigarrada miscelánea acomodada en la canoa de fibra de vidrio de doce metros de largo. En esos instantes, la felicidad depende de las posibilidades de comprar algo en el baratillo móvil que va de puerta en puerta ofreciendo chanclas, bermudas, blusas, camisetas, brasieres, ropa interior, sábanas y toallas.

El sol lucía inclemente y Catalino se enfundó en su chaqueta roja de poliéster tratando de resguardarse. En cada parada los residentes me saludaban con algo de sorpresa, y los comentarios sobre el hombre que acompañaba a doña Elvira empezaron a correr más rápido que la canoa, pues como dice el popular refrán: «Pueblo chico, infierno grande». Catalino sonreía ante mis chistes, y de cuando en cuando le decíamos a doña Elvira que el marido la iba a dejar cuando le llegaran los rumores de que estábamos durmiendo en la misma casa.

Cada semana, doña Elvira va de casa en casa recorriendo «las calles» de Nueva Venecia; algunas veces, su ruta habitual se ve interrumpida de manera abrupta por alguna compradora que la hace desviar, pues quiere ver de primera mano su nuevo surtido antes que todos sus vecinos. Catalino, su conductor, conoce la ruta y se detiene según las órdenes de doña Elvira, luego, le alcanza el cuaderno donde tiene anotado a cada cliente, quién le debe, cuánto dinero abona y cuánto sigue debiendo para la siguiente compra. En algunas casas tiene más de un cliente, en alguna de las tres generaciones de una misma familia: nieta, madre, abuela y algunas nueras que viven bajo el mismo techo.

El riguroso orden con el cual Catalino y doña Elvira acomodan en la mañana todas las prendas sobre el bote desaparecía cuando algunos niños se abalanzaban en su interior, como si se tratase de una piñata, para escoger las prendas más coloridas. Luego, se las probaban sobre el entablado de sus casas y arrojaban en el interior del bote las que no les quedaban buenas. Pacientemente, la vendedora y su ayudante ordenaban de nuevo la mercancía antes de visitar la próxima casa.

 

La excusa perfecta

Navegar en la canoa con doña Elvira me dio la posibilidad de pararme en el entablado de muchos de sus clientes, hablar con ellos y conocer de primera mano sus posibilidades y sus necesidades. La mayoría de las casas tienen servicio de energía eléctrica, que viene por cables aéreos sostenidos por postes plásticos desde Salamina, pasando por Remolino y Sitionuevo; luego, va por cable sumergido hasta Nueva Venecia, donde se hace la conexión debajo de cada casa en precarias cajas metálicas inadecuadas para soportar la salinidad del ambiente.

Gran parte de la población utiliza leña para cocinar, traída de los manglares cada vez más lejanos, o residuos de carpintería embarcados desde Barranquilla a unos costos impensables. Otros más afortunados, encargan los cilindros de gas de cuarenta libras desde tierra firme. La dificultad para conseguir madera de buena calidad ha hecho que se empiecen a utilizar láminas de fibrocemento para las paredes de las construcciones. La madera también se pudre, así que periódicamente deben renovar el apuntalamiento de las casas, que se debe hacer con las varas de mangle más largas —pues es la única madera resistente a la humedad—. Las varas se adecúan a punta de hacha y machete, retirándoles las partes sobrantes del tronco para luego izarlas a través de los techos y clavarlas a golpes sobre el fangoso fondo de la ciénaga hasta que den tope, como ellos dicen, para poder alinear, según su necesidad, pisos o techos.

Nueva Venecia no tiene agua potable, de su suministro se encargan cinco botes particulares que tienen el contrato de llenar los tanques de agua de cada casa diariamente. Estas embarcaciones hacen su recorrido en la madrugada hasta la desembocadura del brazo del río Magdalena para recoger un «agua dulce» que ha pasado por infinidad de pueblos que arrojan sus basuras y sus aguas servidas al río. Además de la mala calidad del agua que consumen, los morreros tienen un problema adicional, pues en el pueblo no existe el alcantarillado: todas las aguas, las jabonosas, las amarillas y las más cafecitas van directamente a la ciénaga, debajo de sus casas.

Algunos entablados están saturados con maderas, viejas neveras para producir hielo en bolsas, celulares en extrañas posiciones tratando de buscar señal, redes de pesca, viejos chinchorros y jaulas para captura de jaibas que algunos empresarios entregan a los pescadores locales a cambio de un porcentaje de su captura como pago de las mismas jaulas.

La economía de Nueva Venecia está basada en la subsistencia diaria, todos se benefician de la abundancia de la pesca de lisas y chivos. «Hay gasto en el pueblo», dice su gente cuando hay música, parranda, cerveza e intercambio comercial. Pero cuando llega la época de escasez de pescado, el comercio se ve duramente afectado y nadie tiene dinero para comprar sus insumos básicos. El tendero no vende, no hay dinero para traer nuevos productos, no hay como comprar gasolina para los motores. Sin combustible no pueden ir lejos a tratar de buscar peces para comercializar y mucho menos llevarlos a Barranquilla o Sitionuevo. Es un ciclo que se repite año a año, donde se pasa de la abundancia y el malgasto a la escasez y la precariedad.

 

Vida animal

Perros y gatos conviven, confinados en los pequeños espacios de las casas, en hermandad absoluta. A nuestro paso, algunos caninos ladraban desesperadamente, recorriendo los pocos metros de su universo, de izquierda a derecha y viceversa, una y otra vez. Los hay mansos que reciben caricias de desconocidos y otros muy territoriales que defienden su entablado y no permiten que nadie desembarque si no está su dueño. Algunos de ellos han optado por nadar periódicamente y van en busca de los pocos patios vecinos con el deseo de sentir la tierra bajo las almohadillas de sus patas, pero otros canes aun con menor suerte viven amarrados para evitar que se lancen a la ciénaga.

Una gallina o un pato son un lujo que muy pocos se pueden dar, pues no hay espacio para criarlos, por eso, al desembarcar en algunas casas los propietarios orgullosos me pedían que les tomara fotos a sus animales de corral libres en sus pequeños patios, cercados por agua.

 

Saboreando sábalos

La carencia de material de relleno para hacer patios hace que algunos morreros construyan estanques piscícolas fabricando una especie de corral con troncos clavados a cuarenta centímetros de distancia, alrededor de los cuales ponen mallas plásticas para permitir la entrada de agua de la ciénaga e impedir que se salgan los pequeños sábalos (de veinte centímetros) que capturan en las faenas de pesca y depositan en sus estanques para alimentarlos hasta por dos años con desperdicios de alimentos y otros peces más chicos que capturan con pequeñas atarrayas frente a sus casas. Cuando están de tamaño lucrativo, cercanos a los dos kilos de peso, son sacrificados para ser comercializados.

José Donado encargó una mano de sábalos (cuatro unidades) para preparar el almuerzo de sus compañeros de partido político y le pidió el favor a Yovigildo —uno de sus colaboradores— de que se los arreglara. Con la mayor naturalidad del mundo, Yovigildo se acercó hasta el borde del entablado, apartó un poco el bote frente a él y llenó un balde plástico con agua de la ciénaga y empezó a «componer» los peces diestramente, abriéndolos por el lomo, retirándoles las vísceras y dejándoles las agallas para que les dieran sabor. A la hora del almuerzo, después de que comieron los invitados, me sirvieron parte del espinazo del pez y pude comprobar el exquisito sabor del sábalo criado en aguas de Nueva Venecia.

 

Turismo funesto

Infortunadamente, el proyecto de construcción de un muelle en las afueras de Nueva Venecia, destinado a recibir botes de gran capacidad de pasajeros, representa una amenaza, pues el turismo desmedido también tiende a apoderarse de este pueblo. Con solo pensar en el estado en que quedan las playas de la costa atlántica (a dos horas de Nueva Venecia) después de una saturada temporada de vacaciones, es fácil imaginar la compleja situación que se les avecina.

Un par de embarcaciones de operadores turísticos pasaron a nuestro lado con grupos de visitantes que disparaban sin cesar sus cámaras, llevándose imágenes descontextualizadas del lugar. No se bajaron en ninguna de las pocas tiendas, tampoco en los tablados de alguna casa y no hablaron con ningún poblador. Después de navegar durante una hora por sus canales regresaron por donde habían llegado, la vía a Tasajera, con la equívoca idea de que ya saben todo acerca de Nueva Venecia, cosa que no lograremos nosotros tampoco hasta que no regresemos en varias oportunidades a visitar a nuestros nuevos amigos en esta ciénaga.

 

Las canoas hablan

Sin canoa no se es nadie. El poseedor de una canoa en este pueblo la identifica con un nombre corto pintado sobre su costado con letras de colores, en algunos casos con errores ortográficos, pero con aciertos expresivos que definen el sentimiento propio y de sus familias, y que puestas en cierto orden podría decirse que también manifiestan el sentimiento de toda la comunidad palafítica.

YOLANDONA

ASI ME ISO DIOS

 

VIVE TU VIDA

NO SUFRAS X MÍ

 

LA GATA

SOLO UN RECUERDO

 

HAS CAMBIADO

AMOR GITANO

 

MADELEN

LA PARRANDERA

 

NO PIERDO LA FE

SOÑAR CONTIGO

 

LA CONSENTIDA

MI NIÑA GABRIELA

 

AQUÍ ESTOY

VOLVI A VIVIR

 

LA FANIA

MELODIAS PARA DIOS

 

LA BELLA ESPERANZA

ALBUM DE AMOR

 

BELLAPINTA

LOS MENDOS

 

MI HERMANA I YO

 

ASI SON ELLA

 

LA VIDA CAMBIA

LA FAMA

LA GLORIA

LA CODICIA

LA ESMERALDA

LA MARCA NIKE

LA FE DE DIOS

 

NADIEN COMO DIOS

 

ASI ES LA VIDA

MANANTIAL DE AMOR

 

MI DESEO

SUEÑOS CUMPLIDOS

 

BIENVENIDA

REPARACION COLECTIVA