El sorprendente Guaviare. Capítulo I Selviando
El viaje por el río Vaupés iniciaría desde San José del Guaviare. Erik y Patricia tenían familiares residenciados en el poblado y me sugirieron que llegara unos días antes para que conociera algunos de los atractivos turísticos del municipio y los esperara hasta el fin de semana para realizar los primeros acercamientos a la puerta de entrada de la selva amazónica.
Gran expectativa. Colombia 2021
Ante las anunciadas protestas en las grandes capitales programadas para el 20 de julio, tuve que adelantar mi viaje a Bogotá un par de días. La situación en Colombia, debida a las continuas manifestaciones semanales que comenzaron el 28 de abril de 2021, indicaba que la celebración del Día de la Independencia sería convulsionada. Partí de Bogotá el lunes 19 en el bus de ocho de la noche de Flota La Macarena, que salió de la terminal El Salitre y atravesó el consabido trancón para tomar la salida a Villavicencio.
Tras intermitentes paradas y arranques que duraron cerca de dos horas, pudimos llegar a la estación de la vía al Llano, conocida como Yomasa, en donde fuimos advertidos del cierre de la carretera. Aunque pensamos que las responsables eran las manifestaciones, para nuestra momentánea tranquilidad resultó ser por obras en el sector de los túneles. Entonces, el conductor decidió tomar la antigua ruta a Villavicencio. Con el objetivo de adelantarse un poco y esperar la apertura de la vía lo más adelante posible, se puso a la cabeza de la fila, liderando el paso, seguido por tres buses de su empresa y siete más de otras transportadoras. El estado de la carretera era deplorable: había tramos completamente abandonados, donde podíamos sentir el roce del chasis del bus al salir de los huecos.
Al conductor le tomó cerca de una hora el salir del carreteable y tuvo que pagar un injusto peaje al final para poder tomar la vía principal. El recorrido se prolongó una hora más hasta llegar a la cola del cierre de vía en la zona de los túneles. Tres horas y media más tarde, un automóvil de la concesión vial anunció la apertura de la vía por el altoparlante e invitó a los conductores a despertar y proseguir con precaución su camino.
Territorio desconocido
Hacia las siete de la mañana comencé a recibir los primeros mensajes de Yuly López —la dueña del hotel San Rafael—, preocupada por mi tardanza. Le expliqué los inconvenientes del camino, le conté que aún estaba en el bus y que iba pasando por un sector de cultivos de palma africana. Según Yuly, estaba en inmediaciones de Concordia, un puerto sobre el río Guaviare, a una hora de San José.
El bus arribó a la población a las ocho de la mañana, después de un fuerte aguacero. Tomé un taxi hasta el hotel y una hora más tarde estaba caminando en busca de la oficina de la Secretaría de Turismo del Guaviare, donde aún no había ningún funcionario. Me dirigí hacia el único lugar que mostraba actividad, un recinto en el que una veintena de niños pertenecientes a la escuela Zaranda estaba haciendo prácticas de joropo. Una de las instructoras me dijo que el salón también era el sitio de reunión de la mesa municipal de participación de víctimas de conflicto del Guaviare.
El nacimiento de este departamento está ligado a los sucesivos procesos de colonización por parte de colombianos del interior del país y a la posterior guerra por el control del narcotráfico entre guerrilla y paramilitares, que dos décadas atrás había dejado más de 27.000 hectáreas de cultivos ilícitos y centenares de muertos entre enfrentamientos y masacres; víctimas para las que hoy se reclama de los actores desmovilizados del conflicto su reconocimiento histórico, en búsqueda de la verdad, la reconciliación y la reparación.
La portera de la Secretaría de Turismo se comprometió a buscar un funcionario para las diez de la mañana, así que partí hacia el muelle de carga sobre el río Guaviare, donde encontré un sorprendente movimiento de mercancías sobre barcazas metálicas de gran envergadura. Los cargadores bajaban de los camiones cilindros de gas, motocicletas, ladrillos, canastas de cerveza, papa, cebolla, insumos de ferretería, láminas de PVC para cielorraso y neveras de icopor para luego acomodarlos, con gran destreza, en las embarcaciones.
Ferney Fajardo, el capitán de «La gomela», uno de los planchones, me explicó que debido al altísimo costo del combustible era necesario esperar pacientemente a completar la suficiente carga para que el viaje fuera rentable. En invierno, la travesía es de ocho días bajando hasta Puerto Inírida, pero se regresa con el planchón vacío, pues no hay ningún tipo de carga para subir. En época de verano se corre el riesgo de encallar en los bancos de arena, lo que obliga a bajar parte de la carga hasta lograr la flotabilidad requerida para desatorarse; luego, se debe volver a cargar el planchón.
Regresé a la oficina de la Secretaría y me entrevisté con Giovanny Muñoz, un oficial de la Policía de Turismo que amablemente me entregó la guía turística del Guaviare y me habló del enorme esfuerzo que el Departamento estaba haciendo por cambiar la imagen del pasado. El joven Departamento del Guaviare, creado en 1991, tiene solo cuatro municipios: Miraflores, El Retorno, San José y Calamar, que está sobre el río Vaupés y es el puerto desde donde se manda toda la carga vía fluvial hasta Mitú.
En el interior del país aún existe un fuerte estigma respecto del Guaviare, debido a su historia reciente, y la idea de visitarlo sigue produciendo temor, pero Giovanny enfatizó en lo seguro que es recorrerlo hoy en día, pues existen rutas establecidas hacia sus atractivos y más de cien guías capacitados por el SENA como técnicos en guianza que le apuestan al turismo como polo de desarrollo de su Departamento.
Vivir entre el agua
San José, como muchos pueblos ribereños, sufre con las extremas variaciones climáticas características de los ríos de esta zona del país, y pasa fácilmente de la sequía extrema a fuertes inundaciones. Infortunadamente, los menos favorecidos construyen sus casas de madera en zonas consideradas de alto riesgo por la fluctuante anegación de los terrenos colindantes al río. Las casas, montadas sobre altas vigas, que en verano cuentan con hasta quince escalones para subir, muestran en sus paredes de tabla la mancha de humedad que indica el nivel que alcanza el agua en invierno.
Cerca al malecón turístico está el palafítico barrio El Mosquito, por cuyos tablados caminé hasta la casa de María Angélica, que estaba acompañada por su vecina Luz Mery; estas dos mujeres llevan más de quince años viviendo allí y sufriendo las inundaciones anuales del río Guaviare. En sus casas, María Angélica y Luz Mery me señalaron las marcas hasta donde había subido el nivel del agua apenas dos semanas atrás, y me mostraron los daños sufridos por sus enseres. La nevera de María Angélica tenía los bordes inferiores completamente corroídos y había sido instalada provisionalmente sobre cajas plásticas de cerveza. Luego, me señalaron los arcos de la cancha de fútbol ubicada frente a sus casas, a los cuales solo se les veía el poste superior. Como ellas mismas dijeron, vivían en la Nueva Venecia del Guaviare.
A la salida del barrio encontré a Rafael Enrique Zúñiga Figueroa, un barranquillero, rebuscador de profesión, que estaba cosiendo a mano un par de tenis plásticos nuevos, rojos y blancos. Rafael vivía en una humilde casa con su suegra y Rosa, su esposa, quien aprendió el oficio en el SENA y le enseñó. Me quedé a apreciar su laboriosa tarea y me explicó que el agua dañaba el pegante del calzado, por eso reforzaba los zapatos de sus vecinos con costuras. Mientras hablábamos, reparó cuatro pares y me contó las vicisitudes pasadas por cuenta del covid: durante la pandemia los desalojaron de la casa por no poder pagar los 200.000 pesos del arriendo y fueron reubicados en el polideportivo durante tres meses. Al volver a otra casa en el inundado barrio, le dieron la mala noticia de que había sido recategorizado en el grupo del Sisbén C18 —vulnerable— por tener un oficio como cosedor de zapatos y, supuestamente, tener más recursos, perdiendo así todas las ayudas y beneficios entregados por el gobierno. Mientras, Rosa y su suegra mantenían la categoría A5 —pobreza extrema—.
Tras despedirme de Rafael, me encaminé al malecón, donde pasé la tarde viendo a las aves pescar y hablando con algunos pobladores y visitantes que acostumbran esperar el atardecer a orillas del río Guaviare. Claro está, cuando el impredecible clima se los permite. De regreso al hotel, Yuly me facilitó el contacto de uno de los guías, Enrique Rosales, con quien coordiné la salida para el día siguiente a las nueve de la mañana. El plan era viajar hasta la puerta de Orión y la finca Trankilandia.
El día de explorar
La intensa lluvia solo me permitió salir del hotel a las ocho de la mañana. Había llovido toda la noche. El río subió su nivel y las alcantarillas manifestaban la presión del agua rebozándose a borbotones en las calles cercanas a la orilla. Me dirigí a la plazoleta de comidas, situada en inmediaciones del muelle de carga y atravesé la segunda entrada, identificada con la impronunciable sigla Asovfsjg. Cecilia, la de los ricos caldos y dueña del local número uno, donde desayuné, me explicó que la sigla se refería a la Asociación de Vendedores Formales de San José del Guaviare, pues en un proceso de ordenamiento del sector habían decidido formalizar sus negocios.
A media cuadra del hotel, frente al supermercado del paisa, conocí a Bella, una encantadora mujer, cuya amabilidad hacía honor a su nombre, que vendía arepas asadas al carbón. Bella se levantaba todos los días a las dos de la mañana a cocinar el maíz blanco trillado, y luego lo molía y amasaba para hacer las arepas. Sus clientes, vecinos del barrio Primero de Octubre, madrugaban a comprar las porciones de cinco pequeñas arepas empacadas en papel, cuyo precio era de mil pesos. Para los que teníamos algo más de tiempo, Bella preparaba unas humeantes arepas de mayor tamaño, rellenas de queso salado y untadas de mantequilla, acompañadas de buena charla y bendiciones para el día.
Casi a punto de terminar mi arepa, llegó Enrique en un taxi y me presentó a Julián Orrego Castañeda, un joven oriundo de Medellín, entusiasta de los viajes, que iría con nosotros. El destino estaba a nueve kilómetros por la salida a Villavicencio, tomando el desvío hacia Puerto Arturo, lo que nos dio el tiempo suficiente para que Enrique me explicara que estaba profesionalizándose con el SENA como técnico en guianza, pues llevaba más de diez años en el oficio.
Llegamos a la casa de la finca con una incipiente lluvia. Pagamos el derecho a la entrada y empezamos a caminar desde el punto georreferenciado en una placa metálica enterrada en el suelo con el número 103. Según Enrique, ese pequeño mojón hacía parte del grupo de tres mil que habían sido instalados por la CDA, la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico, para delimitar el área protegida del parque, unas 28.000 hectáreas que se extienden a lo largo de 35 kilómetros, bordeando el río Guaviare hasta encontrar el río Guayabero.
A nuestro alrededor sobresalían delgados árboles que crecían espigados en busca de sol, en franca competencia por espacio con los innumerables montículos rocosos. El departamento del Guaviare está en la zona de transición entre la sabana de los llanos y la selva, y ese mágico paisaje hace parte de la formación de la Serranía de la Lindosa, según me explicó Enrique. Continuamos caminando por el bosque húmedo tropical, entre constantes afloraciones rocosas de conformación arenisca, poco compactas. La presencia de la lluvia nos permitió entender que la cambiante estructura de las formaciones se debe a la erosión causada por la fuerza del agua. Cruzamos un par de túneles y cavernas rocosas hasta llegar al atractivo principal, la puerta de Orión, una imponente formación rocosa de aproximadamente doce metros de altura por quince metros de base, con un par de agujeros en el centro. Desde allí pudimos tener una imagen del techo de lo que alguna vez fue selva y que hoy se encuentra en proceso de recuperación forestal.
Continuamos la caminata por la sabana esquivando los caños, bajo una lluvia torrencial, pese a la cual tuvimos la fortuna de encontrar algunos ejemplares de la «flor del Guaviare» (Paepalanthus chiquitensis), la flor insigne del Departamento y de «Vellozia» (Vellozia tubiflora), una particular planta que se adhiere a la superficie de las rocas y que, según Enrique, crece sobre su propio tallo muerto, un mecanismo que le permite llevar siempre sus raíces a la parte superior y ganar altura para tomar mejor el sol. Esta adaptación la convierte en una de las plantas más resistentes a las frecuentes quemas del verano en la zona.
La ruta nos llevó hasta el nacimiento del caño Sabana, en el predio conocido como Trankilandia. Allí, Enrique nos presentó a Andrés David Grisales, quien, junto a su hermana Yenny, había decidido seguir el legado de su padre, Javier Grisales Hernández, que, tras descubrir la fascinación que ejercen las algas rojas conocidas como Macarenia Clavigera en quienes visitaban el caño, en 2008 decidió convertir lo que inicialmente había sido un hato ganadero de ciento veinte hectáreas en un proyecto ecoturístico.
Durante la caminata por los senderos ecológicos disfrutamos del bellísimo paisaje mientras Andrés nos explicaba la importancia de no explorar caño arriba para evitar que las hermosas algas rojas se desprendieran. Asimismo, pudimos observar más afloramientos rocosos, cascadas, nos bañamos en la zona permitida y para cerrar la jornada almorzamos en su restaurante.
El regreso a San José fue pausado y pasado por agua. Enrique y yo nos despedimos de Julián y coordinamos la nueva jornada para el siguiente día, desde las ocho y media de la mañana.
Las pinturas rupestres
Mientras llegaba Enrique, visité nuevamente el comedor de doña Cecilia, el puesto de arepas de Bella y el malecón, donde encontré a Memo, dueño y capitán de la embarcación «El Pirata», que llevaba dos días consiguiendo carga para Puerto Alvira, más conocido en la zona como Caño Jabón, un puerto río abajo donde el 4 de mayo de 1998 los paramilitares masacraron a veintisiete personas. «El Pirata» podía transportar hasta doce toneladas y estaba dispuesta con una sencilla cama, cocina y un bote auxiliar amarrado al lado izquierdo, que servía, de ser necesario, para hacer trasbordos de mercancía en una jornada, que, si no había contratiempos en el río, podía tardar trece horas.
Memo me confirmó que para las embarcaciones el mejor tiempo era el de lluvia, pues las cachiveras —como se les llama a los raudales en la región— desaparecían, y con ello se reducía la posibilidad de encallar y se evitaban los trasbordos de mercancía. Cosa contraria pensaba el operario del taller del astillero al otro lado de la calle, que debía trabajar con botas pantaneras, pues su local estaba inundado: el agua, que se elevaba unos doce centímetros por encima del nivel del piso, le dificultaba enormemente los procesos de soldadura.
Enrique me recogió en su moto. El trayecto rumbo a Cerro Azul era de cuarenta y siete kilómetros. El pavimento se agotó en pocos minutos y tomamos el desvío por la carretera destapada, lodosa y llena de charcos que nos llevaba hasta el caserío. Allí le encargamos el almuerzo a Fabiola, la dueña de un estadero sobre la vía, y hablamos con Edwin López Gutiérrez, un técnico en cultivos agrícolas, instructor del SENA, que se desplazaba en su embarrada moto hasta la vereda La Carpa, a veintinueve kilómetros de Cerro Azul. Edwin estaba desarrollando, en conjunto con la comunidad, el plan piloto de siembra de maní como plan de sustitución de cultivos ilícitos.
Continuamos hasta la entrada de la finca La Florida, donde contratamos con Urbano el servicio de guía y el derecho de entrada al predio. Urbano, un señor de unos cincuenta años, pertenecía a la asociación de guías Cerro Azul, quienes, en forma ordenada y equitativa, se turnaban el servicio de guianza para que todos los asociados pudieran tener un ingreso. El campesino nos dio las indicaciones de seguridad y nos explicó la importancia de obedecer los anuncios de «Prohibido pasar» y «No tocar», e iniciamos el recorrido.
La Chumana, como Urbano llamaba a la madre naturaleza, fue el principal aliado en la protección de las pinturas rupestres que han sido estudiadas por expertos desde hace más de sesenta años. Para nuestra fortuna, el profesor Gaspar Morcote Ríos, un arqueólogo paleobotánico adscrito a la Universidad Nacional de Colombia, estaba en el camino, junto a una calicata cuadrada de un metro de profundidad, estudiando la estratificación del suelo para buscar rastros de las culturas que habitaron la zona, y nos explicó el proceso de obtención de muestras, cernido y clasificación. En sus hallazgos, el profesor Morcote ha datado muestras de 12.600 años de antigüedad.
El arqueólogo nos enseñó uno dibujos no tan visibles que eran parte de su último estudio sobre la zona de la calicata, y nos hizo una demostración sobre la piel con un fragmento del mineral usado para realizar las pinturas.
Nos despedimos y continuamos el sendero hasta llegar al majestuoso Panel de las Dantas, un refugio rocoso adornado con cientos de pinturas rupestres que representan infinidad de formas geométricas, animales, plantas, figuras humanas y huellas de manos. Dos grandes dantas dibujadas como mirándose entre sí son los dibujos más prominentes.
Metros más adelante se encuentra el mirador desde donde se puede dimensionar la complejidad del proceso de colonización de la selva, que ha dejado parches de pasturas para ganadería que contrastan con los de selva protegida por la delimitación de la reserva. Urbano nos condujo por un túnel para atravesar parte de la montaña y llegar al panel principal, donde encontramos —en comparación con las de las dantas— un mayor número de representaciones geométricas dibujadas en la roca. Según el guía, estos pictogramas contienen secuencias culturales, pues en algunas zonas parecieran haber sido borrados y dibujado sobre ellos nuevas figuras.
Esta gigantesca biblioteca de pictogramas está en riesgo de desaparecer por el deterioro normal, la despigmentación, los factores climáticos y uno que otro turista que traspasa los límites y dibuja con carbón sobre las rocas su declaración de amor o el recordatorio de su paso por el lugar. Se necesitarían muchos más científicos como el profesor Morcote, con esa pasión desbordada por su oficio, para que estudiaran y preservaran todos los paneles de la Serranía de la Lindosa aun sin explorar.
Sustitución de cultivos
Llegamos justo antes del aguacero al parador La Economía de Fabiola, en Cerro Azul, a tiempo para el almuerzo. Fabiola, como muchos de los habitantes del Guaviare, llegó del interior del país en la época de la bonanza cocalera, cuando por cada hectárea de coca podían producir un kilo de cocaína cada cuarenta y cinco días. Para ese entonces, la moneda oficial de la región era el gramo de alcaloide, que en 1998 costaba 2600 pesos, unos 1700 dólares de la época por kilogramo.
El incremento del precio de insumos como el cemento, el amoniaco y la gasolina hizo que poco a poco fuera menos rentable el negocio, y la superproducción de la zona hizo disminuir el precio hasta llegar a los doscientos pesos por gramo. Además, la violencia desatada y la presión policial hicieron que las cosas se pusieran duras y los campesinos se volcaran en la búsqueda de nuevas opciones de vida. Por ese entonces, también comenzaron los programas gubernamentales de sustitución de cultivos y las promesas de ayuda con proyectos productivos y ofrecimientos económicos que aún no han sido cumplidos en su totalidad.
Gracias a estos programas, Fabiola y su pareja pudieron acceder a una ayuda económica de doce millones de pesos cada uno, dinero que invirtieron en la compra del lote de 8 x 22 metros en donde, desde hacía dos años, estaban desarrollando su parador. Su sueño es ampliarlo y aumentar su capacidad de alojamiento para los turistas que se hospeden en Cerro Azul, y generar así un ingreso adicional al de la tienda restaurante.
Después de almorzar, Enrique decidió llevarme hasta el raudal del Guayabero, a seis kilómetros de Cerro Azul, en donde, durante la época de la bonanza, hubo un puerto importante que actuó como centro de movilización de insumos, y que hoy también está volcado a la prestación de servicios turísticos. Ese día, el raudal era imperceptible pues estaba cubierto por el agua y no se podía apreciar la formación rocosa. En medio del agua se observaban tres escalones de concreto que según Enrique hacían parte de una construcción de unos cinco metros de altura, hecha por el Ideam, anclada sobre la roca para soportar las miras hidrométricas, unas reglas de tramos de un metro graduadas por centímetros para ser utilizadas como indicadoras del nivel del agua en el río.
Al finalizar la jornada, emprendimos el lento regreso por la fangosa carretera, y acordamos encontrarnos el día siguiente a la misma hora para visitar la Ciudad de Piedra.
Las formaciones rocosas
La noche había sido lluviosa de nuevo. Pese a ello, pude salir más temprano a hablar con los comerciantes de pescado, quienes me contaron que en ese momento todo el pescado que se vendía en San José era transportado en avión desde el Araracuara. El dorado, el bagre, el yamú y la cachama valían, en promedio, 5000 pesos el kilo; no era costoso, pues incluía el precio del transporte aéreo.
Después de la charla, fui de nuevo a desayunar donde Cecilia y luego, donde Bella por mi arepa charlada y las bendiciones del día. Enrique llegó muy puntual en su moto y tomamos un camino diferente, esta vez por la vereda El Capricho, en busca de Ciudad de Piedra, distante quince kilómetros del casco urbano. A las nueve de la mañana ya estábamos caminando hacia el interior del complejo rocoso, dispuesto, de manera natural como si se tratara de las calles y las carreras de cualquiera de nuestros poblados.
Después del recorrido regresamos hasta Los Túneles. Enrique había sido el encargado del lugar por un par de años, así que lo conocía al detalle. Al llegar, nos encontramos a su amiga Mireya, la administradora actual, poniendo una cerca para restringir la entrada de vehículos al predio y proteger los nacimientos de agua. Antes de ingresar, es necesario registrarse y ponerse una manilla de identificación.
Los Túneles es otro de los sitios con formaciones rocosas dispuestas de forma particular, como haciendo equilibrio. Algunas rocas son tan grandes que forman extensos laberintos que recuerdan la escenografía de una película. Mientras caminábamos, Enrique me contó que tuvo la oportunidad de estar veinte días con los productores de Discovery Chanel como asistente en la filmación de uno de los capítulos de la serie «Supervivencia al desnudo», pero que le había parecido una completa farsa televisiva, pues todo era tratado con sensacionalismo para que se viera agreste y difícil cuando en realidad no lo era.
En la zona se pueden encontrar pequeños paneles de pictogramas dibujados sobre piedras que parecen provenir de otros lugares o ser antiguos meteoritos que al caer se asentaron sobre rocas areniscas, en cuya superficie no se puede dibujar. Dilucidar estas especulaciones es una tarea pendiente para geólogos y científicos.
Después de dos horas de recorrido, nos dirigimos hasta los pozos naturales donde Yesenia Vaca, la encargada de la recepción de visitantes en el balneario La Recebera. Después del reconfortante almuerzo, fuimos a recorrer el espectacular sendero ecológico. Enrique tomó el morral con las cámaras y me permitió hacer el acuático camino a mi ritmo, meterme a explorar las cascadas, y los diferentes arroyos de aguas teñidas por los taninos, bañarme en Charco Largo y explorar los grandes pozos naturales tallados por el agua sobre sobre el lecho rocoso que en algunos casos superaban los cuatro metros de profundidad.
Enrique había cumplido a cabalidad sus promesas paisajísticas y de guianza, incluso con la lluvia intermitente durante tres días. En el camino de retorno a San José, durante los ocho kilómetros del trayecto, hablamos sobre el potencial que tiene el departamento del Guaviare para el turismo de aventura y nos despedimos con la nostalgia de no tener más tiempo para hacer otros recorridos y explorar los atractivos faltantes, pues a la mañana siguiente llegaban Erik y su familia para empezar la segunda parte de la travesía por el Guaviare.