Guaviare Biodiverso. Capítulo II Selviando

Siguiendo juiciosamente las recomendaciones de Erik y Patricia, había dedicado cuatro días a visitar los alrededores de San José y sus atractivos, y eso solo había conseguido aumentar mi ansiedad frente al viaje que teníamos previsto, pues habíamos planeado visitar las pinturas de Nuevo Tolima, buscar delfines en la laguna Damas de Nare para que las niñas pudieran jugar con ellos, y dormir en playa Güío para avistar aves y primates.

Exuberante. Colombia 2021

El corte de energía por mantenimiento de redes en San José había comenzado a las seis de la mañana. Sofocado por el intenso calor del cuarto del hotel salí antes de lo necesario y me dirigí en taxi hacia el aeropuerto para ir a esperar a mis compañeros de travesía; hacía seis meses los había visto en su casa en Circasia y estaba expectante por el reencuentro. A las siete de la mañana, Erik y su familia atravesaron la puerta de salida con cara de cansancio. Nos saludamos efusivamente.

En el trayecto en taxi hacia el hotel, Erik y Patricia, indignados, se quejaron del servicio de las aerolíneas en el país, pues, según ellos, hacían lo que querían y más en los territorios apartados. Estaban molestos porque les habían cobrado tarifa plena, justo antes de abordar, por Dalia y Saskia  Los tiquetes habían sido comprados con anterioridad, en el año 2020, justo antes de la pandemia, cuando las niñas aún tenían doce años, pero medían un poco menos de 1.70 metros de altura, de manera que sentían como si les hubieran cobrado por su estatura y no por la edad.

Quince minutos después, Janeth, la amable recepcionista del hotel El Pórtico, les dio la bienvenida al Guaviare y con su gran sonrisa hizo que se olvidaran del disgusto y el cansancio. Era la primera vez que Patricia se hospedaba en un hotel en San José, pues además de que había trabajado por diecisiete años como ortodoncista en el municipio, su hermana Liliana vivía allí, aunque en esta oportunidad no les pudo ofrecer alojamiento debido a que su casa estaba en remodelación.

Mientras desayunábamos en el local de Cecilia un estupendo caldo de dorado — que acabó de esfumar la sombra de las primeras horas del día—, Patricia me contó que el encuentro con Liliana se había frustrado, porque la tarde anterior había dado positivo para covid y estaba en aislamiento preventivo. A pesar de su tristeza y la de las niñas por no ver a su tía, decidió que, para no poner en riesgo el viaje, era mejor evitar cualquier tipo de contacto físico con su hermana.

 

 

Reconociendo San José

El plan del día era conseguir algunos insumos para la travesía. Aún era temprano, el comercio no había empezado a funcionar y el servicio de energía eléctrica solo sería restablecido hasta las dos de la tarde. La única opción que nos quedaba era recorrer el pueblo. Mientras andábamos a paso lento por las calles, Patricia mencionó algunos de los cambios que, según percibía, habían ocurrido durante los últimos años, por ejemplo, la desaparición de algunos pequeños almacenes y la notable ampliación de otros.

Caminamos hacia el muelle de carga fluvial de San José, luego deambulamos por el malecón y, por último, acosados por la lluvia, decidimos guarecernos bajo un alar desde donde podíamos ver el taller del astillero, que seguía inundado, aunque el nivel de agua había bajado. De su interior salió un hombre calzado con botas de caucho, con una puerta al hombro, haciendo equilibrio y esquivando los obstáculos hasta alcanzar suelo firme. Mientras observábamos la escena, fuimos abordados por un menudo hombre que se resguardaba bajo un paraguas negro y portaba un pequeño morral rojo sobre el pecho. Era Luis Bohórquez, un guía de turismo madrugador y carnetizado que andaba en búsqueda de clientes. Sin perder un segundo, nos describió todas las actividades posibles para hacer, las distancias, el tiempo y los costos de su servicio.

Yadira, la propietaria de la tienda donde escampábamos, había llegado un poco tarde por la lluvia. Cuando abrió el local, invitamos a Luis a compartir con nosotros un helado como agradecimiento por su grata y extensa charla; en tanto, Erik le ayudó a Yadira a acomodar una vitrina coja en el entablado exterior.

A las diez de la mañana decidimos retornar al centro del pueblo. Se sentía en el aire de San José el penetrante olor a gasolina quemada proveniente de las decenas de plantas eléctricas dispuestas sobre la acera, frente a cada local, y que formaban un coro sin pausa que producía un ensordecedor ruido. Nunca en mi vida había visto tantas marcas distintas de plantas eléctricas y mucho menos que todas estuviesen encendidas al mismo tiempo.

El ruido era de tal magnitud que resultaba imposible comunicarnos, así que decidimos aplazar las compras y, literalmente, nos dimos a la huida buscando un poco de silencio. Patricia sugirió que fuéramos a ver los avances de la remodelación de la casa de su hermana, situada en inmediaciones del aeropuerto.  De camino, pasamos por su antiguo consultorio odontológico y Patricia se detuvo a saludar brevemente a sus excompañeros.

Al llegar a la casa en obra, Francisco, el cuñado de Patricia, dio un parte positivo sobre la salud Liliana y confirmó que su aislamiento era solo preventivo. Luego, nos mostró la obra —de cuyo diseño estaba muy orgulloso— con detalle, y explicó que le faltaban un par de meses para terminarla; después, nos invitó a una panadería cercana donde departimos un rato tratando de hacer tiempo mientras llegaba la energía eléctrica.

Tras despedirnos de Francisco, volvimos al hotel El Pórtico. Patricia, Erik y las niñas decidieron dormir un poco para recargar energía y acordamos reencontrarnos en la tarde del sábado, después de las cuatro, para hacer las compras pendientes.

En el listado de compras figuraba una hamaca extralarga para Erik, un par de ollas, platos plásticos, vasos, cucharas, y ponchos impermeables para las niñas. Nos encontramos el sábado, como habíamos acordado, y salimos en busca de los suministros, a los que adicionamos los encargos para nuestro guía en Carurú: unas baterías de celular y unas resmas de papel carta. Además, siguiendo sus  recomendaciones, compramos encendedores, cigarrillos, baterías grandes para linterna, anzuelos y barras de jabón Rey azul para entregar como presente en las comunidades.

Después de guardar las compras, decidimos conocer el norte del centro poblado, y luego, aceptando la invitación de Erik, cenamos en el restaurante Catumare, especializado en comidas amazónicas. Allí tuve mi primer acercamiento a las tortillas de casabe, hechas con la famosa yuca brava, servidas con una carne de intenso sabor. Entusiasmado, pedí conocer a Lilia, la chef, para felicitarla por tan sorprendente plato, hecho con sencillos ingredientes. Viendo eso, Erik vaticinó que me gustaría la comida en la selva.

 

Nuevo Tolima 

El plan del domingo inició muy temprano. Erik había coordinado desde la noche anterior el servicio de transporte en camioneta hasta la vereda Nuevo Tolima, a veinticinco kilómetros de distancia, con el objetivo de ver los paneles de las pinturas rupestres. Jhon, el conductor, recogió a Erik y su familia en el hotel y muy a las seis de la mañana pasaron por mí.

A instancias de Jhon nos detuvimos en la Lechonería Caliche, donde venden el típico desayuno dominical en San José. Patricia, la encargada del lugar, acomodó el enorme cojín de lechona sin cabeza y se dispuso a atender nuestro pedido cortando con tijeras el crujiente cuero tostado. Janet, su auxiliar, sirvió las porciones —bastante generosas— y las empacó para llevar.

Continuamos por la vía a Los Alpes, por terreno destapado hasta llegar a la caseta de acceso al predio Rupiguari, en la vereda Nuevo Tolima. Eran las siete y veinte de la mañana y no había nadie en el lugar, así que procedimos a disfrutar de un pausado desayuno, agradeciendo a Jhon su acertada recomendación.

Bordeando las ocho de la mañana, llegó Esteimar, el joven encargado de la finca, y tras abrir la caseta se dispuso a cobrar las entradas y registrarnos en el cuaderno de admisiones; luego, nos explicó que debíamos observar las pinturas a dos metros de distancia y nos pidió que no las tocáramos para evitar su deterioro. También insistió para que siguiéramos las flechas de señalización que nos conducirían directamente a las pinturas. Con las indicaciones recibidas, caminamos por el amplio sendero cercado a lado y lado por postes de concreto y alambre de púas hasta llegar a la base de la montaña, desde donde continuamos caminando por veinte minutos más, siguiendo las flechas, hasta encontrar el majestuoso panel de unos ocho metros de altura y veinte metros de largo.

Los dibujos eran similares a los que había visitado días atrás en Cerro Azul. En su mayoría, están hechos con pigmentos rojos que, según los científicos, provienen de óxidos ferrosos, pero, a diferencia de otros sitios, en Nuevo Tolima había pinturas superpuestas en color blanco, entre ellas la particular representación, de gran tamaño, de un caracol. Se podían observar muchas pinturas superpuestas y otras de tonos más rojizos, casi negros. Aunque es difícil definir con exactitud el periodo al cual pertenecen estos glifos debido a la naturaleza inorgánica de los pigmentos, la mayoría de investigadores coinciden en que fueron hechos en diferentes épocas, y han datado los primeros en unos 12.000 años de antigüedad y los más recientes en 1000.

Venados, jaguares, tortugas, aves, lagartos, figuras humanas, serpientes, alacranes e infinidad de figuras geométricas y utensilios hacen parte del inmenso panel en el que nuestros antepasados dejaron evidencia de su mundo, y sin lugar a dudas proporciona material suficiente para extensos trabajos de investigación científica. Nosotros solo le dedicamos un par de horas a admirarlo y especular sobre su origen, significado y similitudes con animales y objetos conocidos.

Descendimos por una ruta alterna que, aunque no tenía flechas de indicación, sí estaba trochada. Durante el recorrido observamos unos senderos incipientes, con escaleras elaboradas en gruesas varetas de madera que permiten acceder a otras rocas, cavernas y laberinto.

 

A buscar delfines

Bajamos hasta la base de la montaña y caminamos hasta el lugar donde nos esperaba Jhon. El plan era retornar a San José y tomar otra ruta de ochenta kilómetros hasta la laguna Damas de Nare, hogar de los delfines rosados. En el trayecto, nos detuvimos en la finca Ukunay, sede de un proyecto de yoga, meditación y terapias alternativas, pues Erik necesitaba entrevistarse con Amanda, una de las propietarias, para saber si podían atender, de manera bilingüe y fluida, a futuros clientes de su empresa. Tras una breve conversación en inglés, acordaron reunirse dos días después en San José, tras nuestro regreso.

Siguiendo el estupendo gusto gastronómico de Jhon, nos dejamos conducir a un asadero de carne a la llanera que derrochaba buena sazón y mejor atención, aunque, la verdad sea dicha, solo tuvimos el tiempo justo para comer, pues teníamos una cita a la una de la tarde en el embarcadero del caño La Fuga, donde nos estaban esperando para llevarnos a Villa Lilia.

En el punto de encuentro nos recibió Diego Cifuentes Olarte, un quindiano hablador y tomador de pelo que sería nuestro guía en Villa Lilia, un proyecto agroecoturístico familiar llamado así en honor a su madre, Lilia Olarte. Nos presentó al Paisa, el conductor de la lancha, quien nos organizó según nuestro peso: las niñas, más livianas, atrás y yo, el más pesado, adelante. El caño La Fuga, bastante crecido en ese momento, era la única vía de acceso en invierno. A lado y lado estaba bordeado por una gran cantidad de árboles que albergaban infinidad de aves de las que solo podíamos escuchar su canto, pues el radiante sol nos impedía verlas.

El paso rápido de una pava hedionda sobre nuestro bote y el sonido que emitían unos pequeños titís que vimos en las copas de los altos árboles confirmaban que estábamos entrando a la Amazonía. El Paisa esquivaba los innumerables árboles que crecían en el caño y atravesaba matorrales semisumergidos con la canoa. Al observar el indescifrable camino acuático y sus múltiples desvíos, confirmamos que era imposible llegar a Villa Lilia sin ayuda. Mientras comentábamos esto, el Paisa nos señaló su casa palafítica, situada a mitad de camino, y nos contó que después de dejarnos en nuestro destino tendría que regresar, ya entrada la noche, para dormir en ella.

Después de serpentear por varios minutos, el conductor apagó el motor y dejó encallar la canoa en el barro de la orilla. Estábamos a unos cien metros de las instalaciones de Villa Lilia. Diego llevó el equipaje de las niñas hasta el amplio quiosco rectangular que servía de restaurante, comedor y alojamiento. La única pared que había servía de respaldo para las duchas y los sanitarios.

Linda y María, las señoras encargadas de la preparación de alimentos, nos ofrecieron una refrescante limonada de bienvenida. Camilo, el técnico de paneles solares, instalaciones eléctricas y reparaciones constructivas de Villa Lilia, nos explicó que las luces se apagaban temprano para optimizar la carga de las baterías, pues estas son necesarias para mantener en funcionamiento las neveras y poder garantizar la adecuada conservación de los alimentos. Tras acomodar nuestras maletas y cambiarnos de ropa, seguimos a Diego por un enlodado camino durante media hora hasta el borde de la laguna, donde achicamos el agua del bote de madera que utilizaríamos para ir en búsqueda de los delfines.

Según nos contó Diego, de acuerdo con un estudio realizado por Fernando Trujillo, biólogo marino de la Jorge Tadeo Lozano, especialista en delfines amazónicos —a quien conocí en mi época universitaria—, había nueve delfines en la laguna: «dos varones, tres hembras, dos señoritas y dos bebés». Diego les tenía nombre a las juguetonas hembras: Sinforosa, Eulalia y Pámbila, pero para facilidad de todos insistió en que las llamáramos Tatis. Una y otra vez repetimos el llamado «Tatis», hasta que, cerca de las cuatro de la tarde, surtió efecto y los delfines empezaron a aparecer, casi siempre por el lado contrario del que estaban las cámaras.

Después de un rato de observarlas, Diego nos pidió que lanzáramos las cuerdas de la embarcación para hacer un poco de ruido y que ellas tomaran el extremo del lazo para halarnos, como perros juguetones, moviéndonos de lado a lado; luego, nos metimos al agua para hacer que se acercaran. Durante largo rato, las llamé insistentemente: «Tatis, Tatis, Tatis», hasta que una de ellas se metió por debajo de mis piernas, dándome tremendo susto, pues el agua turbia no permite verlas aproximarse y no se sabe cuándo van a llegar y por dónde. Volví a llamarlas y aunque estaba preparado para su salida, me sorprendí cuando empezaron a empujarme por la espalda, dándole golpes al chaleco salvavidas. Debíamos regresar, así que nos despedimos de los delfines y planeamos un segundo encuentro para la siguiente mañana.

Mientras organizábamos las hamacas para pasar la noche en Villa Lilia, Diego hizo de contador de historias y empezó con las de su proyecto familiar, que se remonta a la época en que su hermano Horacio conoció los terrenos, fue a la laguna y tuvo un mágico encuentro con los delfines. A partir de entonces empezó a planear un negocio de agroturismo, compró los terrenos y convocó a sus hermanos que estaban fuera del país para desarrollarlo. De las ciento veinte hectáreas que hoy poseen solo aprovechan veinte que fueron antes cultivos de coca, las otras las mantienen como reserva forestal. Diego había sembrado plátano, yuca y cacao, pero sus cultivos fueron arrasados por la creciente del río, así que en plena pospandemia quedaron a merced del desarrollo turístico.

A las cuatro de la mañana las aves empezaron a emitir sus estruendosos sonidos. Parecía que su misión era servir de despertador. No las podíamos ver, pero por los decibeles de sus cantos las imaginábamos gigantescas. Nos levantamos a las cinco de la mañana y comprobamos, maravillados, que con los primeros rayos de luz se silenció el despertador natural. Nuestro compromiso con Diego era tomar camino a las seis en punto para el segundo encuentro con los delfines.

Hicimos el mismo recorrido de la tarde anterior, con igual cantidad de barro, y llegamos a la laguna a las 6.40 minutos de la mañana, le ayudamos a Diego a inflar el kayak y lo amarramos a la embarcación. Habíamos avanzado unos cuantos metros cuando los delfines aparecieron; parecía que nos estaban esperando para jugar de nuevo, pues estaban en la orilla. El plan era que las niñas se montaran en el kayak y les tiraran la cuerda para que la atraparan. Dalia tomó el primer turno. Su nave era un Explorer amarillo que fue remolcado por la laguna a merced del delfín. Era una sensación increíble ver que el kayak se movía de lado a lado, como si tuviera un silencioso motor eléctrico. Entonces, Saskia nadó hasta el kayak para estar más cerca de los delfines, y yo me metí al agua para acompañarlas. Inmediatamente, sentí un fuerte piquete en mi oreja.

—Saskia, ¿qué tengo en la cabeza?

—¡Un alacrán! — exclamó sorprendida.

El minúsculo arácnido había pasado la noche en mi chaleco salvavidas y yo no había tenido la precaución de sacudirlo en la mañana antes de ponérmelo, así que, al contacto con el agua, se defendió. Había olvidado poner en práctica la regla básica de la selva: sacudir ropa y zapatos antes de vestirse. Superado el incidente, y con un poco de malestar, seguí llamando a los delfines para jugar, haciendo ruido en el agua con mis manos. Al igual que la tarde anterior, el delfín se metió bajo mis piernas, pero yo estaba preparado para su comportamiento y sabía qué iba pasar. Seguí chapoteando en el agua y nuevamente empezó a moverme hacia adelante, dándome empujones en la espalda.

Dalia saltó al agua para que Saskia subiera al kayak. Los delfines seguían con ganas de jugar y también la remolcaron. Desde la canoa, Erik y Patricia trataban de seguir a Saskia con sus cámaras, pero los delfines la fueron llevando más lejos. Cuando llegó el momento de regresar, Diego le pidió a Saskia que sacara la cuerda del agua. Dalia subió a la canoa y yo la seguí. Nos acercamos hasta el kayak para recoger a Saskia y regresamos a la orilla donde dejamos los chalecos salvavidas y las embarcaciones amarradas.

Diego tenía que llevarnos hasta el quiosco y luego regresar con un nuevo grupo de visitantes que llegaría en la mañana a Villa Lilia. Mientras caminábamos hacia la casa, íbamos comiéndonos el mucílago de las pepas de cacao que Diego nos había llevado para el camino. Después de desayunar, cambiamos nuestra ropa mojada y cargamos las maletas en el bote del  Paisa. Nos embarcamos y le pedimos que nos llevara despacio para tratar de observar un poco más la fauna y el entorno del lugar.

El Paisa se detuvo para mostrarnos su casa de madera de dos pisos, que estaba anegada, y nos contó cómo es el diario vivir en época de invierno: el nivel del agua estaba a setenta centímetros sobre el suelo y ningún cultivo sobrevivía. En alambres tensados en los árboles cercanos a su casa reposaba la ropa que había lavado la noche anterior y que colgó valiéndose de la canoa. Tareas tan simples como cuidar las gallinas, se complican. Debía tenerlas confinadas en un zarzo de madera a un metro del agua, con un plástico negro como techo y sin posibilidad de pastoreo, por cual tenía que alimentarlas de manera constante.

El Paisa no se quejaba de su vida, ni de sus quehaceres invernales. Como él decía, vivía en un paraíso; además, los colonos de la zona habían dejado de tumbar selva para sembrar coca y se habían concientizado un poco sobre la importancia de preservarla, y cazaban y pescaban solo lo necesario para la subsistencia.

 

Playa Güio

El Paisa nos dejó en el embarcadero del caño La Fuga. Allí nos encontramos a Linda, su esposo Víctor y sus hijas Sandy y Jazmín, les dimos las gracias por sus atenciones y estuvimos conversando hasta pasadas las once de la mañana, hora en que llegó Jhon para llevarnos hasta nuestro nuevo destino. Nos despedimos de Linda y su familia y emprendimos el regreso hacia San José, un viaje que nos tomaría cerca de tres horas hasta la desviación a playa Güio, distante nueve kilómetros de San José, sobre la vía pavimentada.

Jhon desconocía el estado de los seis kilómetros restantes hasta Puerto Arturo, el sitio de embarque. Las condiciones climáticas de los últimos días vaticinaban lluvias y el agua, lodo.

Tardamos cuarenta minutos en sortear infinidad de charcos y lodazales hasta llegar a la zona de embarque frente a Playa Güio. El sorpresivo aguacero escasamente nos dio tiempo de sacar los ponchos e indicarles, a los gritos, a los barqueros que estaban del otro lado, que necesitábamos embarcar.

Marcos Javier Melo, hijo del dueño de las cabañas y su actual administrador, acudió a nuestros gritos forrado en una bolsa de basura y con el bote inundado, y con rapidez nos llevó hacia su casa. Diana, su esposa, nos ofreció limonada sin disimular la sorpresa de conocer a los que habían hecho reservas en pleno invierno.

Todo estaba empantanado y no paraba de llover. Le pedí un kayak prestado a Marcos y fui a conocer los alrededores del lugar. Era complicado llegar a las cabañas donde pasaríamos la noche, las dos únicas posibilidades eran en kayak o caminando, con el agua a media pierna, pero para todos era parte de la aventura. Regresé a la casa, tomamos el otro kayak y junto con las niñas decidimos explorar un poco más lejos; también nos bajamos en una casa vecina a jugar con Thor, un amigable perro.

Doña Edilma, la cuidadora de Thor le ofreció a Erik un tinto mientras nos contaba lo extrañada que estaba del clima, pues los niveles del caño deberían estar más bajos para esa época. Luego, nos señaló la base de su lavamanos, en donde se podía constatar hasta donde había llegado el nivel del agua en una oportunidad. No obstante, ella vivía confiada, porque en la zona la creciente subía lentamente dándoles tiempo de subir los enseres para evitar su daño.

 

Animales en el cielo

Regresamos a casa en los kayaks para cambiarnos la ropa mojada e ir a instalarnos. El camino hasta las cabañas estaba inundado y era necesario hacerlo en chanclas. Diana instaló a Dalia y a Saskia en una cabaña y a Patricia y a Erik en la contigua, cuyo primer escalón de acceso estaba cubierto de agua. Luego, me pidió que la acompañara para instalarme en una cabaña con camarotes, la cual, aunque era más amplia, debía compartir con un grupo de murciélagos que pendían del cielorraso. Para protegerme, me dejó un toldillo y una sábana de coloridos elefantes.

Después de instalarnos y comer, decidimos hacer algo de tiempo antes de ir a descansar. Por votación unánime nos decantamos por jugar mímica con las niñas. Las reglas eran básicas: solo serían animales. Caballo, foca, pingüino, culebra, elefante, cocodrilo, tigre y un sinnúmero de animales más fueron desfilando ante nosotros gracias a nuestras capacidades interpretativas.

Después de varias rondas llegó nuevamente mi turno: un animal cuyo nombre estaba conformado por dos palabras, el cual le dije a Erik para que lo interpretara. Él hizo los movimientos necesarios y Patricia adivinó rápidamente: el pez volador. Luego, el turno fue para Dalia, que en secreto le susurró el nombre a Saskia, y ella, con cara de genuina sorpresa, le dijo a su padre que no sabía cómo interpretarlo. Erik la motivó a hacer su mejor esfuerzo y la niña empezó a brincar por el comedor mientras nosotros gritábamos ¡canguro!, ¡mico!, ¡sapo!, ¡rana! Saskia movió afirmativamente una mano indicando que habíamos adivinado la primera palabra y luego continuó haciendo movimientos y dibujos extraños, tratando de que adivináramos la segunda palabra, pero ninguno supo cómo asociarlos a la rana. El tiempo terminó.

—¿Cuál era el animal? —le preguntamos a Dalia.

—Rana nube —contestó.

Todos soltamos la risa y Erik le dijo que ese animal no existía, a lo cual Dalia argumentó, con total inocencia y naturalidad, que el pez volador tampoco. Le explicamos que ese sí, que era real, cosa que ella no sabía. Así terminamos el juego, entre risas y bromas que se prolongaron por varios minutos. Yo aproveché para invitarlos a ver los ejemplares de «rana nube negra» que dormían colgados del techo de mi habitación y por unanimidad bautizamos a Dalia «rana nube» por el resto de la expedición.

 

Río desbordado 

Los monos aulladores empezaron su ritual a las 5:20 de la mañana, y era tal la algarabía que daba la impresión de que estaban exactamente sobre el techo de la cabaña. Luego, su aullido se fue alejando hasta que el sonido fue reemplazado por el canto de las oropéndolas en sus nidos.

Nos encontramos en el comedor pasadas las seis de la mañana. Marcos atendió a sus huéspedes cafeteros con el respectivo tinto mañanero, y luego me llevó hasta donde un vecino para alquilar un tercer kayak que nos permitiera ir a los cinco hasta el río Guaviare. En el suelo de la casa había gran cantidad de champa, una fruta que solo se da en época de invierno y que según Marcos era sinónimo de inundación.

Abordamos los kayaks, Erik en uno, Patricia y Saskia en otro y Rana Nube y yo en el último. Navegamos durante unos veinte minutos, esquivando árboles de la zona inundada y remamos hasta donde pudimos. Después, arrastramos los tres kayaks hasta lo que percibimos era un camino trillado, los amarramos a un árbol y continuamos caminando por entre el agua hasta la finca de la mamá de Diana, donde fuimos recibidos por un gran número de gallinas felices de estar tocando el suelo después de varios días de inundación. Doña Deyanira nos señaló en la cerca de guadua hasta donde había llegado el nivel del agua y nos indicó el camino hacia el río.

Antes de echar a andar, le pedimos permiso para coger algunos frutos de su árbol de cacao y caminamos hasta los restos de una casa que aún mostraba los daños sufridos por el periodo de lluvias, en cuyo segundo piso se resguardaban las gallinas, que subían por una escalera de aluminio. Los rastros del agua sobre la platanera arrasada indicaban la fuerza del embate invernal. No había orilla. Caminamos hasta un tronco cortado en forma de silla, que presumimos era el embarcadero de esa finca. El río tenía mucha agua y según apreciábamos, en esa zona del Guaviare todo estaba inundado.

Regresamos a las cabañas a desayunar para luego embarcarnos en la lancha con motor, rumbo a la laguna. En el trayecto nos encontramos con la perra de Marcos, que nadaba rumbo a la casa, y de la que solo veíamos, en la distancia, parte de la cabeza y la cola erguida como periscopio de submarino. La travesía fue lenta y yo aproveché para tratar de fotografiar las pavas hediondas que se asoleaban en los árboles, algunas esquivas tortugas y al tití negro conocido como Lucifer.

Ya en la laguna contemplamos el paso de numerosas pavas, que agobiadas por la ausencia del sol buscaban un lugar donde calentarse. Después de una hora de contemplación y competencias de nado debíamos emprender el regreso. Marcos no pudo encender el motor, así que tuvimos que remar por turnos desde la parte delantera del bote de aluminio, por lo que tardamos cerca de una hora en llegar de nuevo a las cabañas.

Después de recoger nuestras pertenencias, nos despedimos de Diana. Marcos nos pasó al embarcadero del otro lado del caño, donde don Alirio Moya, el conductor designado por Jhon para llevarnos a San José, llevaba un buen rato esperándonos. En el camino le pedimos que se detuviera un momento para despedirnos de Javier Melo, el papá de Marcos, que vivía en tierra firme no inundable; él era el visionario hombre que había iniciado el proyecto Naturlog en Playa Güío.

Después de andar tres días con el calzado mojado y embarrado, regresé a casa de Rafael, en el barrio El Mosquito, en San José, a pedirle que nos reforzara los zapatos a todos para entrar a la selva. Mientras agarraba la lanceta que había fabricado con el radio roto de una rueda de bicicleta, Rafael me dijo que no podía aplicarles pegante pues los zapatos estaban húmedos, y que solo podía coserlos «a vuelta redonda». Mientras hablaba, un sorpresivo aguacero comenzó a elevar de nuevo el nivel del agua en su barrio, pero Rafael no se inmutó, se limitó a adentrarse en su casa y a correr mi silla para que no me mojara. Una hora más tarde el agua y el trabajo de Rafael habían llegado a su fin. Orgulloso, me dio pruebas de la excelencia de sus costuras dando fuertes tirones en cada uno de los zapatos, y me aseguró que resistirían hasta el final de la travesía.