Rumbo a la Sierra

Siempre me causo curiosidad el mapa de Colombia en alto relieve en la oficina de mi padre. El pequeño triangulo que tenía en la parte superior era una montaña nevada, solitaria, cerca al mar, apartada de nuestras cordilleras, pero vetada para los caminantes. Quise recorrerla durante muchos años y se dio la oportunidad de planear una extensa caminata con un carnet como respaldo.

Imágenes del alma. Colombia 1991

Decidí desempolvar mi primera crónica de viaje en la cual no puedo mostrar un gran estilo de escritura, pero si los apartes de un diario improvisado que quise iniciar y no concluí. Los nombres aquí plasmados son reales y no los cambié por tratarse de un escrito histórico donde algunos de sus personajes fallecieron violentamente, y otros aún tienen vigencia en nuestro país. Lo consignado en este intento de diario hace parte de la travesía a la Sierra Nevada de Santa Marta realizada en el año 1991 y el relato contado por campesinos que amablemente nos hospedaron en este recorrido, por lo tanto, no puedo dar fe ni testimonio de sus comentarios. Ofrezco disculpas de antemano a quien se pueda incomodar por la publicación de los apartes de este escrito, pero solo quería compartir los apuntes que debí haber hecho de cada una de mis travesías, en las que siempre pudo más el lente de la cámara que el lápiz.

 

 

El comienzo

Arribé a la ciudad de Santa Marta pasadas las seis de la mañana del viernes 5 de julio después de una jornada de diez horas en bus desde Bucaramanga.  Retiré el equipaje de las bodegas del bus y me dirigí hacia el edificio de los Bancos situado en inmediaciones al parque Simón Bolívar donde debía cumplir la cita de encuentro con mis compañeras de viaje. Llegaron cerca de las ocho de la mañana con un apetitoso mango maduro cortado en tiras como presente. Sus miradas se dirigieron inmediatamente hacia los morrales.

—¡Si, llevo 45 kilos de peso! —les dije.

Aida Farfan era una buena amiga del grupo de montañismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano en Bogotá y su compañera de tesis de Ingeniería Geográfica era Diana Correal. Me ayudaron con el morral de asalto y caminamos hacia el hotel Roca Mar donde habían hecho la reservación. Tomé una rápida ducha fría para quitar el cansancio del viaje y alistarme para acompañarlas a la oficina de la Fundación Pro Sierra Nevada de Santa Marta a tres cuadras del hotel.

Fuimos cordialmente atendidos por el personal ejecutivo de la fundación, hablamos con algunos de ellos y conocimos a Juanita, una antropóloga egresada de la universidad de los Andes y encargada de liderar el proyecto en Santa Marta. La Fundación era una organización no gubernamental encargada de la preservación del patrimonio ecológico y cultural en unas zonas de conflicto en el vasto territorio de la sierra.

Aida y Diana le explicaron el propósito del viaje que consistía en la verificación de la parte alta de la cuenca hidrográfica del río Frío hasta la laguna de Chubdula para su proyecto de grado. Ayda me había pedido acompañarlas en la travesía que estimaban en un mes de trabajo de campo, pero dada la complejidad de orden público en la zona, por lo cual había sido avalada un par de días atrás en una entrevista personal en Bogotá con Juan Myer el director general de la fundación. Juanita nos brindó su colaboración para la rápida expedición de los carnets de la fundación con nuestras fotos para poder identificarnos en la zona de montaña. Concretamos partir al mediodía siguiente en compañía de algunos miembros de la oficina.

Decidimos tomar una relajada mañana por la ciudad mientras se acercaba la hora de subir a la Sierra. A la una de la tarde del sábado, cuando estábamos en la playa, llegó Juanita, José y Richi, un fotógrafo de la fundación. Inmediatamente sacamos nuestros morrales del hotel para que vieran cuan cargados íbamos.  Acomodamos todo en el campero y nos montamos los seis.

 Por el camino Richi compró Ron Tres Esquinas, una famosa marca de la costa colombiana y con una mano en la botella y la otra en el volante del Jeep Willys Modelo 80, nos dirigimos hacia el campamento de la fundación en la sierra. Por el camino recogimos dos funcionarios más, Adriana y Alejo que también iban hacia el campamento.

La primera parte del viaje la realicé sobre el capó del campero, pues faltaba peso adelante, éramos ocho personas más los morrales.  Subimos hasta el sitio llamado Parranda Seca e hicimos la primera parada. Tomamos refresco y le quitamos las puertas al campero para amarrarlas sobre él. Amarramos en la defensa delantera, el marrano que mandaban para el almuerzo de la reunión con la comunidad al día siguiente. Seguí sobre el capó del carro otro rato, pero el marrano ocupaba toda mi superficie de apoyo en la defensa y no podía sostenerme. Tuve que acomodarme en la parte delantera del campero, cuatro personas adelante -algo incómodo- con una pierna adentro y otra por fuera.

Llegamos a la parte alta del camino, donde se divisaba la cuenca del rio, tomamos unas cuantas fotos y nos ofrecieron bollo limpio, una masa de maíz blanco cocido, típico del Caribe colombiano. Apareció sorpresivamente un muchacho delgado, de unos veinte años, armado de fusil y demás equipo de combate. Saludó a Juanita y a Richi, quienes luego de estrechar su mano nos presentaron ante el guerrillero. Él pensó que nos habíamos varado y vino a ver si necesitábamos algo.  Nos despedimos y seguimos subiendo hasta pasar la parte alta de la carretera. Arribamos a Corea una finca donde estaban reunidos unos veinte guerrilleros de ambos sexos, bajamos la cuesta y paramos el carro para que nos conocieran.

Juanita y Alejo comenzaron a presentarnos pues ya conocían la zona y el protocolo de manejo con la guerrilla quien ejercía control absoluto y no permitían el acceso de gente extraña. Esgrimimos nuestros recién expedidos carnets, pues se notaban con mucho recelo ante mi presencia. Mi apariencia no les daba confianza y mucho menos mi aspecto, pues tenía corte de pelo muy bajo al estilo militar. Nos entrevistamos con su comandante, “Ciro” encargado del decimonoveno frente de las FARC. Un hombre delgado pero atlético, amable y muy accesible con quien fue fácil entablar conversación y presentarnos. Me conto que provenía de los sindicatos de cultivos de palma africana en la zona de Puerto Wilches (Santander) y que llevaba cuatro años de comandante de Zona. Estábamos departiendo con él un poco de política nacional cuando abruptamente comenzó a llover.  Nos despedimos rápidamente, pues debíamos continuar el camino sobre una carretera de tierra amarilla lisa y lodosa, decidí irme atrás del campero para empujarlo junto con Alejo en las cuestas que se patinaba el carro.

Entre resbalada y empujada llegamos hasta nuestro temporal campamento, La Quiebra. Salimos corriendo a resguardarnos bajo techo y junto con Alejo fuimos a desamarrar los morrales pues se estaban mojando. Terminamos de bajar todo el equipo para poder dedicarnos a liberar al marrano. Lo desamarre de la defensa, pero no podía caminar, tenía las patas amarradas entre sí y dentro de un costal para que no pudiera salir corriendo. Richi llego y lo amarro por atrás, lo bajo arrastrado hasta el campamento, donde lo desato por completo. El marrano se acostó inmediatamente en el inmenso lodazal que se había formado frente a la cabaña, disfrutando del agua y el barro sin presentir que sería su último día.

Eran la siete de la noche, yo estaba completamente mojado, pero no tenía frio, me ofrecieron un poco de Ron el cual rechacé. Richi estaba un poco embriagado, había conducido de una manera increíble y se enorgullecía de eso. Nos quedamos charlando con todo el grupo por un par de horas y les ofrecimos unas rodajas de salchichón y ellos a cambio, una cerveza. Richi y Juanita tuvieron una fuerte discusión, estaban levemente embriagados y hasta ese momento supimos que eran pareja, decidimos bajar a la zona de dormitorios en el Congo, pasadas las nueve de la noche. Alejo y Adriana iban adelante, José, Richi, Aida y Juanita atrás. Diana estaba caminando lentamente, nerviosa por la oscuridad y el resbaloso camino, la acompañe, pero ante la demora le plantee el devolvernos, pero me recordó que Juanita había dicho que no era conveniente quedarnos en ese sitio. Le quite peso a su maleta y decidimos apurar el paso hasta alcanzarlos.  En el camino nos encontramos con Richi y Juanita, trastabillando por el alcohol tratando de bajar sin linterna, entonces los acompañamos hasta dejarlos en el primer bohío, buscamos a Aida y nos fuimos hasta el centro de salud donde nos acomodamos para dormir.

Era domingo de desenguayabe, silencioso y con poca actividad. Preparamos los materiales para realizar la presentación formal del proyecto en el Congo, pero a las once de la mañana, Marcelo, un bogotano que trabajaba con la fundación nos informó que el comandante Ciro quería vernos a los tres en Corea, lo entendimos como una citación, de esas que no se puede evadir.

Nos acompañó las dos horas de caminata hasta Corea, cuando llegamos había empezado el partido de futbol, habitantes de la vereda Vs botas de caucho. Cada equipo con 8 jugadores por el espacio tan reducido. Tenían que jugar con 3 balones, por la topografía de terreno la bola siempre rodaba hacia una quebrada y había que ir a buscarla perdiendo mucho tiempo.

Nos condujeron a la cocina a tomar limonada, había unas setenta personas en total, dos vigilantes seguían mis pasos muy de cerca, me moví a mirar el partido desde diferentes puntos, pero siempre los tuve al lado. Ciro jugo en el equipo donde todos tenían las armas cortas dentro de sus botas de caucho. Le pregunte a uno de mis vigilantes si no era peligroso, que se disparara la pistola por una patada, pero el en un tosco tono me contesto que era más peligroso estar sin un arma en la zona.

Ciro decidió entrevistarse con nosotros a eso de las tres de la tarde, vestido con su limpio camuflado y el armamento completo. Le realizo un guiño a mis vigilantes y estos se apartaron a una distancia prudencial sin dejar solo al comandante. Nos habló del movimiento subversivo, de la causa, de sus ideales, de las entrevistas que en Caracas estaban dando los jefes guerrilleros y luego aprovechando la aparente confianza generada, me atreví a preguntar por la financiación del movimiento en la zona.

–Hacemos dos o tres trabajitos por año –contestó Ciro.

Ante mi cara de incertidumbre, me explicó que se trataba de un par de secuestros de extranjeros, por los que recaudaban cerca de un millón de dólares por cada uno.

Procedimos a hacer la presentación formal del proyecto de Aida y Diana, le preguntamos por caminos de llegada a la laguna de Chubdula y a Río Frío y muy amablemente nos dio algunas indicaciones, le contamos que si nos quedaba algo de tiempo nos gustaría llegar a la parte nevada por este sector. Frunció su seño en forma de preocupación y nos explicó, con autoridad de quien conocía a la perfección la zona lo complicado de la campaña, pero a su vez nos dio ánimo para hacerlo. Dijo que uno de sus muchachos nos acompañaría, y se despidió cortésmente para retirarse a ver el partido de Colombia en televisión.

La imposición de este acompañante nos causó sorpresa, pero no nos atrevimos a musitar palabra en el campamento. A las cuatro de la tarde mientras caminábamos de regreso al Congo pasaron los jugadores de la fundación en el campero junto con Richi y Mónica una antropóloga que trabajaba en la fundación, los saludamos y continuamos a pie. Para cuando llegamos a La Quiebra los jugadores se habían tomado un par de cervezas, nos presentaron a Juancho y Lanza, dos campesinos que vivían mucho más arriba de donde estábamos, quienes ofrecieron su ayuda para cuando subiéramos hacia Siberia y la Reserva, dos caseríos situados alrededor de los 1.500 m.s.n.m.

 

Planeando la partida

Era la mañana del lunes, revisamos la cartografía de la zona, charlamos del proyecto con Mónica y ella dijo que nos acompañaría, no podíamos negarnos a su auto invitación pues estábamos en terreno desconocido. Nuestra meta era salir el miércoles, hicimos una nueva revisión de provisiones las cuales habíamos comprado en un supermercado de Santa Marta para tres personas y el grupo seria de cinco, le dimos una lista a Mónica para que comprara las provisiones faltantes para los quince días de ruta. Nos despedimos de Yadira, una alegre samaria encargada del puesto de salud y de otros trabajadores de la fundación, quedábamos muy pocos en el Congo, así que nos subimos a charlar al bohío donde dormía Juanita. Conversamos hasta entrada la madrugada, y decidimos quedarnos en ese Bohío, unos en hamaca y otros en cama.

Desperté alrededor de las siete de la mañana, desayunamos e hicimos revisión de equipo, salimos hacia una tienda comunitaria en un sitio llamado Chimborazo, pasando nuevamente por La Quiebra. Subimos a la tienda para entablar conversación con Gilberto su encargado y con Salustiano un trabajador de la región. Hablamos de la salida y el camino a seguir, brevemente nos contó la historia de cómo hace muchos años en la época de la bonanza marimbera había estado en la laguna del helicóptero, cerca de los picos nevados, que pasaban por allá en la ruta hasta la Guajira llevando su mercancía y que no volvió hacer el recorrido por el intenso frio.  Pasadas las cuatro de la tarde, bajamos hacia el Congo, jugamos parques un rato, nos quedamos hablando en el comedor y después en el bohío como en la noche anterior.

A las seis de la mañana, Marcelo estaba arreglando su maleta para salir temprano junto Adriana y Alejo, pero estaban aperezados, pues se regresaban a Santa Marta. Depuramos nuevamente el contenido de los morrales para llevar solo el equipo indispensable. Salimos a dejarlos en La Quiebra para tratar que en un campero o una mula nos lo subieran hasta donde fuera posible. Los carros que transitaban por esta vía, habían subido muy temprano y habían dejado parte del mercado para la fundación. Llegamos a la Quiebra con los morrales más pesados y Marcelo con un niño que pasaba logro que nos subieran los morrales hasta la tienda comunitaria en Chimborazo. De regreso a La Quiebra ayude a bajar un bulto de arroz, otros la papa, los huevos, plátanos y demás comestibles, por lo cual llegue completamente extenuado a dormir a cabalidad.

Nos levantamos a las ocho de la mañana, Mónica había llegado la noche anterior, después de caminar siete horas, pues el campero no la había recogido y ella quería ir con nosotros a las lagunas.  Desayunamos y emprendimos la jornada rumbo a La Quiebra. Mónica tenía que recoger parte del mercado que lo subiría el campero de Dinael, con quien habíamos contratado la subida hasta Siberia por 4.000 pesos, por una vía en muy mal estado donde extrañamente encontramos un buldócer arreglando tramos. Arribamos alrededor de las diez de la mañana, descargamos los morrales y le pagamos a Dinael lo convenido, le encargamos recuperar la cuerda, pues en el agite de salir rápido se nos había olvidado en el Chimborazo. El panorama general de Siberia era muy triste, se veía a primera instancia el abandono, la miseria de su gente y un puesto de salud sin droga para atender a sus pacientes, todo esto debido a la recrudecida violencia que había azotado esta región.

 

Algo de Historia

Caminamos un par de horas según las indicaciones del día anterior, hasta un frondoso árbol a unos veinte metros del hogar de Juancho Bareto, una pequeña casa de tabla y techo de zinc oxidado con las mínimas comodidades para que viviera un hombre solo, pues al igual que Juancho Bareto, su hermano Rodolfo, Henry (apodado Chicharon) y Luis Antonio (Pipa) eran hombres que vivían solos. Las mujeres no abundaban en esta región y a las que trataban de enamorar para convencerlas de formar una familia, al nombrarles la vereda La Reserva salían huyendo.

Entablamos conversación después de la comida en un pequeño cuarto de los dos que tenía la vivienda.  Había una angosta cama en un rincón donde se acostó Pipa (50 años), y a su lado se sentó Chicharon (20 años). Rodolfo (30 años) y Juancho Bareto (34 años) se acomodaron en unas sillas junto con Mónica y comenzaron a relatarnos la historia de la marihuana en la región, cuando gente del interior del país (como ellos se llaman) emigraron de sus ciudades por el hambre y vinieron a trabajar como jornaleros y a colonizar la sierra, tumbando montaña para la siembra de la marihuana.  

Nos contaron de la corta bonanza vivida, cuando en el año 1974 pagaban 170.000 pesos por el quintal (50 Kg) de marihuana, que por cada mil mulas que bajaban cargadas de marihuana, subían dos cargadas de billetes cafeteros, el de 200 pesos, los de más alta denominación para la época.  La ambición de la gente empezó a dañar el negocio y llevo a hacer una tala indiscriminada de bosques para el cultivo de marihuana. La sobreoferta llevo a que el precio del quintal fuera de tan solo 18.000 pesos para el año 1980.

Se empezaron a crear Combos –agrupaciones al margen de la ley–, dedicadas a proteger los intereses particulares de algunos propietarios de fincas. Hablaban de alrededor de 5000 miembros en la zona, algunas de las cuales optaron por el camino fácil, esperar a que pasaran los demás, con sus mulas de dinero, para matarlos y robarlos. De esta manera empezó el río de sangre en la zona de la Reserva. En la conversación surgió el nombre de Hernán Giraldo según Juancho Bareto uno de los más grandes compradores de marihuana en la zona y quien organizo estos Combos para beneficio Propio. Juancho Bareto nos comentó, que en muchos de sus viajes las mulas se detenían abruptamente en los caminos por culpa de los muertos atravesados teniendo que quitarlos del camino para poder seguir. Creían, según sus cuentas, que estos años de violencia dejaron más de 50.000 muertos en la zona.

–El ejército de Santa Marta arribo a la zona en 1982 de la mano de Hernán Giraldo –relató Juancho Bareto, –Esta tierra se convirtió en un camposanto, pues los militares no le hacían nada al cultivo, solo a los campesinos.

Juancho Bareto y Rodolfo continuaron el relato con la llegada de los americanos (DEA) como antinarcóticos a hacer la verificación de cultivos, para 1983 empezaron los planes de fumigación de la sierra con Glifosato y otros venenos tan poderosos que a los quince minutos de haber pasado la avioneta esparciéndolos, las hojas de los cultivos se partían cristalizadas. Estas fumigaciones no solo afectaron a la marihuana, también a los bosques, las cañadas de los ríos, los cultivos de pancoger como maíz, yuca y frijol, animales y niños afectándoles su sistema nervioso, según nos contaron.

Los campesinos empezaron a tomar conciencia del futuro esperado de continuar así, y crearon juntas de acción comunal para convencerse entre ellos mismos que lo que tenían que sembrar era comida. Hernán Giraldo volvió a escena según Juancho Bareto, cuando regresó a convencerlos para que le sembraran nuevamente marihuana, que él la compraría y así tendría el control total del negocio. Al ver el poco resultado obtenido trajo consigo a los primeros grupos paramilitares en la zona financiados por el mismo y su consiguiente baño de sangre.

–“La revolución como mucha gente piensa no inicia porque sí, siempre ha tenido sus bases y por justa causa. Todo en la vida tiene su límite y hasta el más débil se subleva, ya no aguanta más el campesino y comienza a reclamar sus muertos, teniendo como respuesta balazos, y entonces nuestra única opción fue el combatir fuego con fuego”, –relató Rodolfo.

El decimonoveno frente de las FARC se introdujo en la zona apoyando inicialmente a estos campesinos, Rodolfo nos manifestó su completa desilusión por haber entregado todo al gobierno. Dejaron de cultivar marihuana, sus cultivos de pancoger no prosperaron por los efectos secundarios de las fumigaciones aéreas, esperaron por mucho tiempo el cumplimiento de promesas como el de la paz tan anhelada, jamás llegaron los medicamentos para los puestos de salud, vías en mal estado y escuelas sin maestros. Ese abandono manifiesto, hizo que temporalmente apoyaran a los guerrilleros, quienes muy a su estilo los defendían de los paramilitares, pues cansados de la persecución indiscriminada, decidieron defenderse en el territorio que había sido su hogar por muchos años. Juancho Bareto y su hermano Rodolfo fueron perseguidos, asaltados y baleados, pero como ellos mismos dijeron, hasta el momento no les ha llegado su día y podían contar su historia.

En la Reserva se respiraba cierta calma, la gente intercambiaba animales y cultivos, el excedente lo bajaban a Ciénaga para venderlo. Los campesinos estaban preparando más terrenos para sembrar lulo, caña de azúcar y café, pero no tenían el dinero para comprar las semillas, y los bancos no prestaban dinero para esta zona por ser de complejo orden público. Me embargó un profundo pesar, el pensar en la cantidad de profesionales mal pagos, luchando por trabajar en las ciudades disputándose el poco trabajo, mientras estos compatriotas necesitaban apoyo médico, capacitación agrícola y comercial, y por supuesto orientación para su futuro.

Juancho Bareto y Rodolfo defendían con orgullo su bien más preciado, su dignidad y verraquera para seguir trabajando, decidieron no dejarse de nadie y por eso siempre estaban armados, así fuera en su casa, no por gusto, por necesidad como lo manifestaron. La simple necesidad de vivir en estas difíciles condiciones de zozobra, hacía que tuvieran comportamientos completamente defensivos y de sobrevivencia, como el que nos contagiaron al escuchar fuera de la casa unos ruidos extraños y pedir que nos tiráramos rápidamente al piso. Con linternas y velas apagadas dentro de la casa, procedieron a salir sigilosamente, Rodolfo cubriendo a Juancho, con las manos dentro de sus sucias mochilas arhuacas color tierra y el dedo junto al gatillo de sus mini UZI. Diez minutos después regresaron a tranquilizarnos, pues era una manada de saínos o marranos de monte que había pasado cerca a la casa. Después del susto, nos insistieron a que pasáramos la noche en su humilde casa.

Como ellos vivían una gran cantidad de campesinos en la zona, a los cuales la guerrilla les había armado al papá e hijo mayor de cada familia y en caso de confrontación podrían reunir algo más de cuatrocientas personas. Juancho Bareto y Rodolfo a lo que menos le tenían miedo era a la muerte, pues seguían viviendo en sus tierras, las cuales querían compartir con nosotros, como cuando ellos colonizaron esa montaña, entregándonos parcelas sobre la carretera de 250 metros de frente, por lo que pudiéramos tumbar de montaña de fondo, con la única norma por parte de la guerrilla de sembrar cuatro hectáreas de comida por cada hectárea de marihuana. Juancho Bareto soñaba con un próspero futuro, lleno de paz y tranquilidad, con la esperanza de que algún día una mujer compartiera lo que para ellos hasta ese momento había sido su vida.

 

Días de hambre

En la madrugada llego Harold, un joven de escasos 25 años, era el guerrillero escolta impuesto por Ciro el comandante de las FARC como acompañante y vigía. (Requisito para dejarnos hacer nuestro trabajo), no traía maleta y afortunadamente tampoco armas, se saludó con sus amigos, nos presentamos mientras hacíamos el desayuno y nos tranquilizó pues conocía parte de la ruta. Después de partir de la casa de Juancho Bareto, Lanza el presidente de la junta de acción comunal nos ofreció su casa para hospedarnos, una casa grande de tabla como la mayoría de la zona y nos acomodamos en un cuarto compartiendo las camas en nuestros sleeping. Al día siguiente alguien de la zona me preguntó que como nos había ido en la casa de las pulgas, a lo cual hice un gesto de interrogación pues no había sentido ninguna molestia. Al indagar con mis compañeros de viaje, la sola expresión de su rostro me había dado la respuesta y este sería el comienzo de una correría de quince días adicionales en la montaña, verificando la cuenca del río Frio hasta Chubdula.

Caminábamos interminablemente por la quebrada topografía de la sierra, subiendo y bajando días enteros, en las tardes después armar las carpas, Harold me invitaba a grimiar, que era simular pelea con machete utilizando un par de palos. Su torso y espalda estaban llenos de cicatrices queloides, las tenía organizadas en su mente, y nos entretenía contando la historia de cada una de ellas, no todas conseguidas en enfrentamientos a machete como pensábamos, algunas las más irregulares producto de esquirlas de granada de los enfrentamientos de su frente en la Sierra.

Durante este tiempo la ración de tres personas la tuvimos que compartir con Harold, armado con un apetito voraz y Mónica, que al final nunca llego con mercado, solo cigarrillos pielroja sin filtro y papel higiénico, nos dijo descaradamente que no necesitaba más para caminar que le gustaba viajar ligero. Llegamos al punto de compartir una lata de frijoles fría para los cinco como ración de todo un día.  Mónica raciono meticulosamente sus cigarrillos sin filtro para mitigar su hambre.

Finalizado el trabajo de investigación, arribamos muertos de hambre a San Pedro de la Sierra. Mónica se fue como llego, tomo su escasa maleta los cigarrillos restantes y se subió a un campero sin despedirse hacia Santa Marta. Harold estaba temeroso en el pueblo, creía que los policías lo tenían identificado, se escondió donde unos amigos a la entrada del pueblo con el ánimo de salir en la noche según las indicaciones de su comandante.

Nos hospedamos en la única casa hotel del montañoso pueblo sin energía eléctrica, en la habitación de un segundo piso. Don Juan, tenía restaurante, pero su nevera de petróleo no funcionaba y no podía guardar sus víveres. Revisé el desperfecto y le pedí que me consiguiera thinner, lijas, algunas llaves, masilla o resina para sellar huecos y algún tipo de pintura. Presuroso me dijo que si, y entusiasmado por darle solución a su problema, me prometió me daría tres días de comida si se la hacía funcionar. Dedique toda la tarde a repararla, limpiarla y aplicar anticorrosivo en sus oxidadas partes, debía esperar doce horas de secamiento del tanque para poder cargarla de combustible.

La probamos a la mañana siguiente con rotundo éxito, don Juan cumplió su promesa y efectivamente mientras cobraba mi alimenticio pago de tres raciones diarias por tres días, Diana nuestra compañera se dedicó a comer todo lo que se la atravesaba sin compasión. Esos quince días de régimen, le habían desatado un apetito peor que el de Harold. El regreso a Santa Marta lo hicimos en campero como de costumbre, pero con un capitán de la policía como compañero y las inquisidoras preguntas sobre nuestra procedencia, destino, profesión y trabajo que estábamos realizando. Solo hasta llegar al nuevo hotel Diana comenzó a sentirse incomoda y a pedirnos que la acompañáramos al hospital.

 

Adiós a la Sierra

En la oxidada cama número cinco, de una gigantesca habitación compartida en el hospital municipal de Santa marta, con baldosas en sus paredes a punto de caer sobre sus pacientes, lloraba incansablemente Alfonso, un niño de siete años que pensaba que quedaría solo en la vida pues el techo de tejas de barro de su vieja casa se había desplomado partiéndole el brazo y no sabía nada de sus padres. Lo acampanábamos con Aida, dándole consuelo mientras Diana dormía. Nuestra compañera de viaje estaba en la aún más destartalada cama tres, con una botella de suero que según la enfermera era el tercer litro desde la noche anterior.

Contamos al médico lo sucedido con nuestros quince días de escasa alimentación y posterior desquite alimenticio de Diana, que comió sin parar durante los tres días que estuvimos en el pueblo, ante el inminente diagnóstico, de que a su aparato digestivo se le había olvidado trabajar y sufría de un severo taponamiento intestinal. Diana tuvo que quedarse un par de días más en el hospital después que su cuerpo EVACUÓ.

No queríamos regresar sin organizar la información y ante la congestionada ciudad por la celebración de las fiestas del mar, decidimos partir hacia el parque natural Tayrona, a esperar a la recuperada Diana y despedirnos del increíble viaje por la Sierra.