San Agustín y Tierradentro

13 amigos de Bicicleta decidimos atravesar Colombia en dos rústicos vehículos para conocer uno de los patrimonios más importantes de nuestro país situado en el alto Magdalena, el parque arqueológico de San Agustín y Tierradentro. Por 15 días recorrimos Cauca y Huila fotografiando sus exuberantes paisajes, las esculturas monolíticas y los hipogeos de lo que fuera esta importante cultura.

Invaluable Patrimonio.  Colombia 1994

No por mucho madrugar, amanece más temprano, dice un viejo refrán que cumplió a cabalidad el pronóstico de nuestra salida. Apostados desde las seis de la mañana en la casa de Nelson Flórez en Floridablanca, debimos retrasar nuestra salida por un desperfecto mecánico del desteñido Chevrolet Bel Air 55 cuatro puertas. Tuvimos que recurrir a un taller mecánico para reparar la trasmisión del auto y salir después de las tres de la tarde por la vía sin terminar que atravesaba el Magdalena medio colombiano.

 

 

La indescifrable hora

Freddy estaba acoplándose a viajar en el vehículo con los compañeros de travesía, nos conocíamos, pero no habíamos realizado un viaje tan largo juntos. La polvorienta vía, los interminables retenes del ejército y el calor abrumador dentro y fuera del vehículo hacían agobiante la jornada. Preguntó la hora, a lo cual Papo contesto “faltan quince minutos para las tres y media”. Freddy le increpó por una respuesta clara, a lo que Papo le contestó “pues haga la cuenta”. Más adelante Freddy volvió a consultar la hora y Papo con su repentismo acostumbrado, la disparo nuevamente “faltan veinticinco minutos para las cuatro y cincuenta”. Todos nos reímos a excepción de Freddy, Papo sin querer fue proclamado como el hombre del reloj, dando la hora oficial cuando se lo solicitábamos y haciéndolo cada vez más seguido buscando algo de que reírnos dentro del vehículo, complicando la operación matemática de sumas y restas para saber la hora.

—¿Qué horas son Papo? —“faltan diecisiete minutos para las cinco y cincuenta y tres”

 

El amor después del amor

Alex conducía a mediana velocidad por una polvorienta vía del departamento del Huila rumbo a San Agustín. Los cassettes se iban intercambiando uno tras otro dependiendo del gusto musical de cada uno de los ocupantes del Bel air. Era difícil complacerlos a todos, Freddy y Nelson compartían sus roqueros gustos, Jejé se adaptaba con facilidad a diversos géneros, Papo soportaba cualquier tipo de música, pero en español y a mí era el único que le gustaba la Carranga de Jorge Velosa.

Sólo hasta que llego el cassette de Fito Páez, se logró tener un consenso general, a todos nos gustaba. Papo subió el volumen del “pasacintas” y todos empezamos a cantar El amor después del amor, la euforia colectiva contagio el acelerador del carro, levantando aún más polvo. Nos sentíamos los dueños de la vía respaldados por Fito, hasta que sorpresivamente apareció un gran bus intermunicipal en una curva, Alex dio el volantazo ágilmente dirigiendo el carro hacia el costado del barranco, esquivando el encuentro frontal con el pesado automotor.

Palidecimos todos de inmediato, paramos unos cuantos metros adelante a revisar la carga. El brusco movimiento hizo que se partiera la puntilla delantera de una de las bicicletas en el soporte. La remplazamos y continuamos nuestro viaje con un poco más de prudencia en estas desconocidas carreteras.

 

Que matachos tan bonitos

Llegamos hacia las cuatro de la tarde a San Agustín, logramos encontrar un extraordinario lugar de camping donde pudimos acomodar los vehículos y las carpas, dotado con un amplio servicio de baños y una buena manguera para lavar nuestras bicicletas. El servicio de restaurante estaba al lado y todas las condiciones estaban dadas para iniciar con el pie derecho la exploración de la zona.

Madrugamos a llegar al parque, comenzando el recorrido por los senderos demarcados y según la secuencia recomendada. Primero por la fuente ceremonial del Lavapatas, luego por el Bosque de las estatuas hasta llegar al sector de las figuras de gran tamaño. Papo estaba maravillado por las colosales figuras y exclamó con sentimiento y naturalidad “que matachos tan bonitos”. Inmediatamente Freddy, Jejé y Nelson lo increparon por su falta de cultura al llamar a las esculturas precolombinas matachos. Papo se disculpó diciéndoles que no conocía las palabras correctas para referirse a las figuras y señalo una diciendo “incluso ese matacho se me parece a un mesero, con la lanilla de limpiar la mesa en el brazo”.

 

El estrecho del Magdalena

Para el siguiente día se programó la visita al Alto de los Ídolos, cruzando el Estrecho del Magdalena. Bajamos en bicicleta las escaleras del camino que conducía al río, allí las debimos empujar sobre lisas lajas de piedra hasta la orilla. Tomamos fotos y en el lado más estrecho entre las dos orillas, de tal vez unos tres metros de separación, Toño se sentó sobre la roca mirando lo liso de la superficie, como tratando de calcular el esfuerzo necesario para saltar. Repentinamente escuchamos la sentencia de Rosita, “No se le ocurra saltar Antonio que me lo conozco. No me va a dar mal ejemplo a sus hijos ni a sus compañeros”. Nos miramos unos a otros, Rosita se retiró del lugar llorando y Antonio no tuvo más remedio que frustrar su intento.

 

La pérdida de Jejé

Regresamos con las bicicletas cargadas al hombro por las mismas escaleras en busca del camino al Alto de las Piedras y el Tablón. Desde el tope de la montaña podíamos divisar todo el valle y el serpenteante camino que podíamos sortear con la bicicleta. Al llegar al punto de encuentro faltaba Jejé, nadie lo había visto lo gritamos sin recibir respuesta, así que decidimos regresar a pie llamándolo hasta que escuchamos su leve suplica por ayuda. No lo veíamos, estábamos caminando por la cuchilla de la montaña con pasto y maleza a lado y lado del camino. “Ayúdenme, ayúdenme”, repetía sin que lo divisáramos. Jejé, se había salido del camino quedando atascado por el pasto en un hueco sin posibilidad de moverse con sus rodillas pegadas a la frente. La risa era incontenible, lo tomamos de pies y tobillos y lo halamos como quitando el corcho de una botella. No le había pasado nada, tuvimos que rescatar su bicicleta que se deslizó varios metros por la ladera de la montaña, afortunadamente sin daño alguno pudiendo realizar el descenso faltante.

 

Viacrucis

De San Agustín partimos hacia Palestina un pequeño pueblo con arca de Noé como atractivo central donde iniciaríamos el ascenso hacia la Cueva de los Guacharos. Nos habían dicho que el recorrido era de unas tres a cuatro horas, así que subimos dispuestos a bajar en el mismo día. Decidí llevar la bicicleta ante la   posibilidad de hacer unos tramos pedaleando, craso error pues el terreno era todo un lodazal y terminamos gastando más tiempo del presupuestado. Llegue con la bici a cuestas como procesión de Semana Santa en penitencia insensata. El hombre de la cabaña nos dijo que era la primera bicicleta que subía a la cueva, pero que no entendía para que lo había hecho y después del esfuerzo yo tampoco.

El hombre se ofreció de guía, saco su oxidada linterna del tigre de dos pilas y nos fuimos con él a la cueva. La tarde llego inexorablemente y con ella nuestra decisión de quedarnos. No habíamos llevado comida, ropa para cambiarnos y mucho menos artículos de aseo. La esposa del señor nos preparó arroz con lentejas pues era lo único que tenía y no esperaba tener que atender a trece turistas de improviso. Nos acomodó en el salón superior de su casa con tres cobijas teniendo que hacer grupos para compartirlas. Entre la incomodidad y las risas por la disputa de cobija, terminamos jugando gusano que consistía en pasar rodando en completa oscuridad por encima de los otros doce compañeros. El agotamiento del juego ayudo a conciliar rápidamente el sueño para emprender el regreso a la mañana siguiente.

Tomamos el camino bajando e hicimos el desvío hacia la Cueva del Indio, una larga cueva con muchas salidas que sin el equipo adecuado y con nuestras incipientes linternas de bicicleta pudimos explorar muy poco. El descenso en bicicleta había comenzado y con tal de no cargar más la bicicleta intente realizar todos los tramos posibles, tropezando, pasando obstáculos y cayendo infinidad de veces, pero haciendo una increíble escuela de aprendizaje en este tipo de terrenos para toda la vida.

 

Arroz con pollo

Atravesamos el parque nacional del Puracé, rumbo a Popayán donde vivía María Fernanda mi novia para ese entonces, quien sería la guía en la ciudad blanca. Después de arribar y organizar el hospedaje para el resto del grupo, María Fernanda nos indicó un lugar donde comer en Popayán, hicimos nuestros respectivos pedidos y mientras esperábamos, observamos que en una mesa contigua una joven pareja había pedido arroz con pollo. Al momento de ser atendidos por la mesera los jóvenes probaron el arroz, pagaron la cuenta y se marcharon del lugar. No entendimos lo que había pasado, Papo se cambió de mesa y sin pensarlo dos veces probo el arroz con pollo diciendo “pero si esta bueno”.

Papo invito a Rene y Erik para que lo probaran, quienes accedieron inmediatamente a comer, a pesar de las recriminaciones de Rosita. María Fernanda se puso furiosa conmigo, pues a ella la conocían en el restaurante y solo me decía lo que irían a pensar de ella con la clase de amigos que había llevado, comiendo de las otras mesas. Papo hizo caso omiso de las risas de unos y los regaños de otros terminando con tranquilidad su plato y pidiendo al final una bebida de sobre mesa.

 

El regreso

De Popayán salimos rumbo a Silvia y en la vía a San Andrés de Pisimbalá una nueva varada en el Bel Air nos retrasó. La tijera delantera de la rueda derecha se había roto, teniendo que retirarla y llevarla en el Daihatsu de Toño para repararla con soldadura en el pueblo. El único ornamentador del lugar soldaba con un alicate como porta-electrodo y un par de bobinas dentro de un caneco metálico lleno de agua. Nuestra incredulidad se vio golpeada ante la inesperada solución criolla de herramientas con las cuales pudimos solucionar temporalmente nuestro problema.

Una amable señora pudo dar albergue al numeroso grupo y nos dio la orientación para la visita de los Hipogeos de Tierradentro en la zona conocida como El Aguacate y Segovia. Los días se habían agotado así que partimos al día siguiente hacia Neiva y sus termales de Rivera. Faltaba un largo día de camino el cual decidimos dividir haciendo una parada adicional en el desierto de la Tatacoa, para fotografiar con calma el ocre atardecer y amanecer de su suelo en nuestra última noche de camping libre y cruzar en un resistente planchón por última vez el Río Magdalena.