En cable a Zapatoca

Muchas veces el espíritu y la moral es lo único que nos mueve a emprender rutas por donde no hay caminos. Llegar en Bicicleta a Zapatoca, es una ruta habitual hoy en día, pero veintiséis años atrás lo hacíamos atravesando el cañón del río Sogamoso amarrados a una polea sobre la guaya por donde pasaban nuestros campesinos llevando el poco fruto de esta agreste y árida zona de nuestro departamento.

Tierra de aventura. Colombia 1995

La difícil tarea de escanear las diapositivas 35 mm para organizar cada una de las viejas aventuras, hace que la mente recuerde un pasado en donde las condiciones de viaje y de voluntad eran distintas. Tuve que recurrir a Antonio y a Alex para que me ayudaran a recuperar las anécdotas del viaje a San Agustín y Tierradentro de hace más de dos décadas cuando iniciamos el trasegar de las aventuras en bicicleta.

El turno de escaneo le toco a las del viaje a Zapatoca en cable, y después de esperar los lentos minutos de digitalización de cada una, comprendí que hay cosas del pasado que definitivamente no se repetirán. La indelicadeza con la que tratábamos nuestras bicicletas gracias a los materiales de construcción, hacía que las apiláramos literalmente unas sobre otras, haciéndolas que pareciera la carga del camión chatarrero. El hecho de tener que cargar toda el agua que nos fuéramos a tomar durante el día, o el kilo adicional en el morral llevando la Canon F-1. Las aventuras tenían una planeación distinta, solo se decidía el destino y se programaba el regreso, lo demás quedaba al azar.

 

 

Nostalgia

La bicicleta era solo el medio de transporte que nos permitía llegar a un lugar, poco importaba su marca o su relación. Algunas tenían suspensión delantera y todas tenían controls, dos pequeños cachitos que nos ayudaban a asirnos mejor del manubrio en las subidas. La gran mayoría eran de cromoly, pero el peso de las mismas poco importaba, pues le sumábamos el de todo nuestro equipo, que llevábamos en el morral de la espalda, algunos más ligeros que otros dependiendo de que comiéramos, bebiéramos o vistiéramos. Nunca evitábamos el barro, es más me atrevería a decir que lo buscábamos, y en los terrenos agrestes de espinas en el cañón, nuestros pinchazos eran colectivos y resueltos con manos de sobra. El cargar las pesadas bicicletas en la espalda era una constante, pues sabíamos que para llegar a nuestro destino debíamos pasar por intransitables caminos que así lo demandaban.

Con un simple lazo de poliéster, armábamos un arnés provisional en forma de ocho para nuestras piernas, se lo colgábamos a la oxidada polea y sin más seguridad nos lanzábamos al caudaloso río Sogamoso, cruzándolo por la guaya de servicio de los campesinos en la zona. Muchas veces pellizcamos nuestras manos, cuando la gravedad hacía de las suyas en el centro de la guaya sobre el río, donde se acababa el impulso y teníamos que empezar a trepar colocando una mano después de la otra para ascender hasta el desembarcadero en la otra orilla.

La polea la recuperábamos halando de una fina cuerda roja, que muchas veces enredábamos por la poca agilidad para colocarla en los brazos del siguiente pasajero en turno. El proceso lo repetíamos una y otra vez. Unos con más agilidad que otros, dependiendo del temor, la experiencia y la mofa de los demás, gastando hasta cuatro horas dependiendo de la cantidad de ciclistas.

Después de la prolongada espera para el que decidió pasar de primero al otro lado del río, comenzaba el viacrucis por el camino de las cabras, con la incómoda carga a cuestas y sin tiempo de rezongar por el peso de la misma o por el lacerante pedal tallando nuestro costado. Debíamos ascender varios kilómetros por un rocoso terreno propiedad de las cabras de la zona, quienes se burlaban constantemente de nuestro tortuoso caminar. En la ruta no había agua, dependíamos del suministro en nuestros morrales y dependiendo de la cantidad que lleváramos, sumábamos más peso, un kilo por litro. Nuestra hidratación algunas veces se veía recompensada cuando conseguíamos guarapo en alguna de las casas de los apriscos llegando a la carretera inconclusa que por años quiso llegar al río.

La hora de llegada a Zapatoca siempre era incierta y dependía del número de participantes e imprevistos de la ruta, pero muchas veces fue a oscuras. Tocábamos la puerta de la Casa de Ejercicios en busca de hospedaje, donde afortunadamente podíamos hacerle mantenimiento a nuestros cuerpos y bicicletas. El día siguiente lo tomábamos con calma recorriendo el pueblo y bajando por sus empinadas escaleras, o haciendo la infaltable visita a la cueva del nitro.

El regreso lo hacíamos en la parte de atrás de una camioneta en una época en que las autoridades de tránsito lo permitían, sin importar el sobrecupo ni la cantidad de pasajeros que se pudieran sostener de ella. Las bicicletas eran acomodadas unas sobre otras y por los lados de la carrocearía teniendo la mínima consideración posible con su estructura. Nosotros viajábamos en medio de ellas y los morrales tratando de obtener el espacio suficiente para respirar y burlándonos mutuamente mientras hacíamos el recuento de la travesía.

Al desembarcar las bicicletas en Bucaramanga, siempre les encontrábamos una peladura nueva, producto del roce con sus hermanas de viaje y las dos horas de ruta destapada en la camioneta. Tensores torcidos, guayas sueltas, perdida de tacos, pero nada irreparable. No nos importaban las heridas de guerra de nuestros vehículos solo el que estuvieran listas con prontitud para afrontar una nueva travesía del Club Aventura.