A Bogotá por Trocha. Parte 1

¿Alguien sabe cómo ir de Bucaramanga a Bogotá a pie? Preguntó Nelson en el Facebook y sólo contesté ¡y porque no hacerlo en bicicleta! Así emprendimos el viaje con los nombres de los poblados y sitios que nos arrojó el Google Earth anotados en un papel, para esta travesía que no sabíamos cuantos días tomaría, pero sí que terminaríamos, sin batir records y con muchas imágenes de gente, poblados y muchos paisajes de nuestra tierra.

80% Mente, 20% Físico. Colombia 2013

Un par de llamadas telefónicas a Nelson y José, y una previa reunión de cuarenta y cinco minutos en mi casa para discutir el escaso equipo que deberíamos llevar fueron el punto de partida para una de las travesías mas entretenidas que he realizado en los últimos años.

El 3 de enero nos reunimos con Juanca otro compañero de aventuras para discutir la ruta y nos aconsejó viajar lo más ligero posible. Generalmente para este tipo de travesías le coloco las alforjas a la bicicleta, donde llevo estufa, comida, carpa, sleeping, caña de pesca y otra serie de equipo que puede sumarle unos 25 Kg adicionales al peso de la bicicleta, pero nos permite pasar la noche donde nos tome el camino. Dado el kilometraje que nos arrojaba el mapa decidimos recibir las recomendaciones de Juanca y viajar ligero. La idea era que él nos acompañaría hasta Villa de Leyva donde vive, y luego nos indicaría el camino hacia Bogotá, ruta que ya había realizado un par de veces. Finalmente, programamos iniciar al siguiente día para ir calentando y que Juanca nos alcanzara en Zapatoca.

 

 

El arranque

Llamada telefónica de cuatro de la mañana, todos respondimos al primer timbre, estábamos esperando ansiosos la partida programada para las cinco. Unos minutos antes de la hora acordada llegó Nelson a la cita establecida y dialogamos brevemente mientras esperábamos el arribo de José. Nos tomamos la foto de rigor de apertura de expedición y muy a las 5:30 am inició nuestro pedaleo rumbo a la autopista a Piedecuesta. Comenzamos suavemente, calentando piernas y cerebro para digerir nuestro intento. La primera parada en plena autopista, junto a la señal de prohibido el tránsito de bicicletas, con tráfico endemoniado de ciudad en época de fiestas de comienzo de año y pitada abrumadora de carros diciéndonos que les hacemos estorbo, que esa era su vía. 

Teníamos claro que esta sería una expedición fotográfica, de muchas paradas y muchas tomas. El segundo descanso fue bloqueado por la molesta respuesta de un cuidador de perros al tratar de fotografiarlo con sus canes.  —“No soy modelo” respondió con extraña actitud el personaje y ante el desaire continuamos la ruta por el valle de Guatiguara, pegados al contaminado río, donde alguna vez mi abuelo pesco sabaletas.

Vimos cómo los pobladores de la zona se ganaban la vida. Algunos metidos en esas insanas aguas paleando arena para vendérsela a los volqueteros, otros con diversos cultivos a lado y lado de la vía en este desértico sitio con muchos problemas de agua, pero lleno de campesinos emprendedores con ganas de sacarle fruto a sus entrañas, pero con la amenaza de terminar siendo el botadero de basura de los santandereanos en la vereda Chocoita.

Nuestro pedaleo continuó por una sofocante vía pavimentada hacia el puente de Zapatoca sobre el río Sogamoso. En contra de toda lógica y recomendaciones de otros compañeros comenzamos a subir a mediodía con demasiado sol para nuestro gusto, tomando agua bien seguido, pero pedaleando muy, muy lento. Sin ganas, asoleados y según el reloj de José, a tan solo 3.5 Km por hora, buscábamos cualquier excusa para tomar otro descanso. Tras un par de kilómetros paramos en una curva donde una apretada sombra cobijó a los mosqueteros y con pocas ganas de seguir con la tortura de pedalear bajo el inclemente sol, me propusieron treparme al Renault 4 amarillo que esta sobre una roca en la vía como símbolo de precaución por lo sinuosa y accidentada ruta.

Treinta minutos después decidimos seguir con el calvario y otras cuantas curvas más arriba, debajo de la incipiente sombra de un seco árbol sin hojas, con ramas quebradizas cayendo por la brisa, decidí sin consultar a mis compañeros pedirle aventón a una oportuna camioneta de estacas que subía hacia el pueblo. Subimos rápidamente sin darle oportunidad al cerebro de digerir el suceso, José ya en el carro se sintió un poco defraudado por lo ocurrido y a manera de predicción le dije que tan solo serían el 3% del recorrido, pues esos 16 Km de neutralización como los llamó Nelson, serían insignificantes para el resto de la travesía y que no valía la pena agotarnos el primer día.

Llegamos a nuestra primera etapa Zapatoca, dos horas después del mediodía, entumidos por el poco espacio en la parte trasera de la camioneta y bastante asoleados. Inmediatamente buscamos donde hidratarnos, regresamos unas cuadras hasta la tienda “El Amigo”, donde habíamos visto unos apetitosos bananos sobre el mostrador. Allí su propietario acongojado nos contó como poco a poco el supuesto desarrollo de la región había disminuido sus ingresos producto de la venta de productos en su modesta tienda.  

—Los foráneos compran casas las arreglan y las dejan desocupadas, dijo el tendero con razón, pues en su cuadra conté ocho predios vacios, ocho familias que ya no le compran productos y esto sumado a que cuando vienen de visita, traen el mercado de Bucaramanga, escasamente comprándole agua en bolsa.

Sabíamos que el servicio de agua estaba suspendido en el pueblo, “El Amigo” nos contó que parte de la problemática del agua, era por la creciente industria avícola en la región, pues los galpones gastaban parte del agua del pueblo y cuando llegan los turistas a los hostales a quedarse no pueden hacerlo por falta del preciado líquido.

“Zapatoca está sin agua” nos reconfirmo Don Leonel, un viejo amigo, padre del padrino de bautizo de mi hija, a quien visito cada vez que voy al pueblo. Nos comentó que la tubería del pueblo era muy antigua y que cuando reconectaban de nuevo el agua, la presión estallaba las tuberías, así que sería necesario remplazarla para solucionar parcialmente el problema. De camino a la casa de los papas de José donde pasaríamos la noche, compre el Ungüento 100 de uso veterinario, para darme masajes en mis adoloridas piernas por los calambres.

 

Entre la ducha y el baño de pozo

Charlamos toda la tarde y tuvimos que esperar hasta las ocho de la noche hora en que llegó momentáneamente el agua al pueblo para la tan anhelada ducha.

 —Corran a bañarse que llego el agua, dijo Juanita y uno a uno fuimos pasando.

Estábamos pegajosos, por el sudor y el polvo amarillo de esos sesenta y dos Km de pedaleo. Limpios y con la mente clara después del baño, decidimos antes de dormir, hacer una segunda revisión de equipo y dejar la herramienta repetida para aligerar la carga y mejorar el desempeño en el resto de la travesía.

Juanita y Don José -padre de José Fernando- nos ofrecieron fruta, jugo de naranja, desayuno y dos panelas en trozos para continuar el viaje. Nos despedimos hacia las 6:30 am, e iniciamos el descenso hacia La Fuente, por una ruta más sombreada que la del día anterior. Por el camino, un intrigado campesino de apellidos Durán Ortiz, con cara de querer acompañarnos, nos invito a tomar un atajo por su finca.

-Ahí esta la casa abierta, tomen lo que quieran —dijo el señor con un simple gesto de humildad.

Aceptamos la invitación de ir por el atajo a su casa vacía, de esos atajos que a veces demoran más en tiempo, pero reconfortan la vida. Descendimos por una empinada ladera con pasto alto y buena brisa, hasta su casa. Entramos, miramos, escarbamos como tratando de buscar el secreto de ese bondadoso hombre que sin conocernos nos ofreció su casa. Gallinas, frutas y los enseres básicos necesarios para sostener una apacible vida de campo.  Con unas cuantas mandarinas, y un poco mas de esa paz, decidimos continuar por este mágico atajo hasta la vía principal, donde un aviso de prohibida la cacería intentaba preservar la fauna del sector.

Avistamos La Fuente desde la carretera e iniciamos el rápido descenso hacia el parque principal, donde su Iglesia mostraba aún el perdido arte de las coloridas baldosas de cemento formando grandes reticulados de mosaicos en su piso. Tranquilidad absoluta, clima agradable por su arborización y oportunos helados de $ 500, vendidos por una sonriente señora que pasaba el pedido de helados una y otra vez en un pequeño y desteñido platón plástico, no sin antes recitar los sabores que debíamos probar por completo. -Salpicón, uva, maracuyá, chicle, leche y fresa. Y repetía como en propaganda radial, conservando el mismo orden y tono de voz al siguiente pedido, -Salpicón, uva, maracuyá, chicle, leche y fresa

Con la escusa de dejarle algunos helados a los lugareños, continuamos nuestro descenso, y tan solo a un par de kilómetros del pueblo encontramos la quebrada La Pao, cristalina, abundante, refrescante y con el infaltable paseo de olla que se acostumbra por estas fechas de comienzo de año. Nos zambullimos en sus aguas e inmediatamente pensamos en la situación de racionamiento del liquido vivida por los habitantes de Zapatoca pocos kilómetros atrás.             

En cuanto charco, río, quebrada o lago que pueda, siempre me sumerjo para bajar mi temperatura corporal, no pierdo nunca la oportunidad de hacerlo, independientemente de la ropa que tenga. En una charla de montañismo alguien alguna vez nos preguntó de cuanta ropa llevábamos para tantos días, y solo atine en decirle “la ropa se lava puesta” y esta salida no sería la excepción, pues tan solo llevábamos, dos Buzos, dos licras con badana, una licra larga y algo para ponerse en la noche en los pueblos.

Escurrí la ropa y me la puse de nuevo, para tratar de mitigar el agobiante calor que hacía, pero producto de esta refrescante parada, José pincho con alguna espina del borde de la quebrada. Probamos un parche frio para neumático, pero tan solo unos cuantos kilómetros más adelante después de una nueva quebrada, pincho de nuevo. Debimos repetir la operación y buscando acuciosamente logre encontrarle otra espina a su rueda.

Cada vez que nos encontrábamos con alguien en el camino, le preguntaba por la ruta, por el tiempo que faltaba para llegar al siguiente punto, todo ello como estrategia para tratar de socializar con los lugareños de esos poblados. Era curioso, pues siempre obteníamos respuestas diferentes, algunas veces con gestos de asombro y por supuesto las infaltables respuestas regionales: “a dos tabaquitos”, “veinte minuticos”, “Aquí nomasito”. De esas personas una de las que más recuerdo por lo acertada en sus orientaciones fue una señora, que le toco la acostumbrada pregunta de turno, y en la que, incluido el nuevo pinchazo, me indicaba que la población de Galán, se encontraba a media hora.

Infortunadamente para nuestro estilo, Galán estaba de celebración. Sus ferias y fiestas patronales; así que decidimos escabullirnos rápidamente de la música, los carros, el licor y solo compramos las bebidas y con ellas una gran bolsa de agua, la cual debimos terminar antes de partir. Por la ruta de salida, encontramos algo que no puede faltar en el preámbulo de una buena cabalgata, los mariachis en la estación de servicio del pueblo animando a los jinetes. Continuamos bajando por la vía hasta encontrar en plena vía un camioncito atravesado que debimos empujar para proseguir hacia el puente de Puntiadero sobre el río Suárez.

La cercanía al puente nos dio ánimo para hacer un apresurado descenso y allí observar el río, impetuoso y llamativo. Insistí en quedarnos allí, pero la falta de comida y la incertidumbre de poder o no pescar para comer, pesó más sobre mis compañeros y pudo más que mi insistencia. Entonces proseguimos el viaje y algunos kilómetros más tarde paramos en una hermosa playa sobre el Suárez a refrescarnos nuevamente. Sólo hasta después del baño, José se cuestionó sobre la calidad del agua pues estábamos aguas abajo de la mayoría de pueblos de la provincia comunera, a lo que solo podíamos decir, —“Olvídalo José”.

Proseguimos y las buenas ideas vinieron a mi mente al pasar junto a un camión parado frente a un corral, lograr un nuevo aventón para la subida en ese vehículo que transportaba marranos. Idea que abandonamos rápidamente por el deseo de la realización de una meta, la conciencia por la esperanza de culminar un sueño, peso más que nuestro cansancio y decidimos dejarlo partir para realizar la jornada completa.

 

La horrible noche

Llegamos a Baraya el caserío donde se juntan el río Fonce y el Suárez, donde nuevamente nos hidratamos en la tienda del lugar. Entonces planeamos subir ocho kilómetros, esta vez con dos condiciones difíciles, la dificultad de una carretera destapada y la oscuridad.  Llevábamos un motivador propio de la región y era un par de chirimoyas compradas a un campesino que esperaba transporte para el socorro.  Las cosas se ponían tan oscuras como el camino, porque cada vez que pasaba un vehículo por la ruta, levantaba tanto polvo que debíamos esperar a que se despejara la nube para que las linternas alumbraran la ruta.

El ascenso duró algo más de una hora hasta el sitio denominado Berlín, donde está ubicada la cárcel del Socorro y después de un nuevo refresco, debimos emprender nuevamente el camino hacia el Socorro, pero esta vez en otras condiciones de dificultad; por una vía principal, llena de buses, busetas, camiones, tracto mulas, etc. que nos determinaba un nuevo tipo de riesgo y con ello nos constituía un reto adicional. Por fin llegamos hacia las 8:30 de la noche, tras setenta y seis km de recorrido y debimos hospedarnos en la única y muy regular posada que encontramos con disponibilidad de camas. Amarramos nuestras bicis y nos dispusimos a tomar una ducha en el pequeño chorrito que salía del único baño compartido con otras tantas habitaciones.