A Bogotá por Trocha. Parte 2
La alarma de José siempre sonaba a las 4:30 am y entre preparativos y desayuno siempre partíamos después de las siete de la mañana, y en Socorro no sería la excepción. Desayunamos jugo y frutas en la plaza de mercado, visita obligatoria para quienes quieren comer bien a buen precio. Llenamos nuestras cantimploras para emprender la ruta con un nuevo propósito, llegar a Páramo.
80% Mente, 20% Físico. Colombia 2013
No queríamos retornar a San Gil para tomar la vía principal a Paramo, así que optamos por la ruta corta, una vía destapada al oriente del Socorro, por donde solo suben camperos. La característica especial de este tortuoso camino es una pendiente agresiva, con un comienzo empedrado para evitar el deterioro de la misma en época de lluvias, enmarcado con los pasos de un viacrucis al lado derecho de la vía y por supuesto con su respectivo número anunciando paso a paso el largo ascenso.
Acortando camino
Sin más calentamiento que mirar hacia arriba y recordar la frase solemne de una amiga “todo lo que nos hace falta, es lo que no hemos hecho”, comenzamos a trepar. Trepar y trepar por las siguientes horas fue la constante, en medio de casas, fincas, posadas, intersecciones de caminos a la izquierda, a la derecha, por el centro, múltiples opciones de ruta, que nos hacían preguntar constantemente si íbamos por el camino adecuado.
Pasamos por diversos cultivos, hasta bordear la entrada que conduce a la fastuosa hacienda del coronel Aguilar (Exgobernador de Santander), una inmensa construcción en predios de lo que fuera un antiguo trapiche, incomparable en lujo y tamaño frente a las humildes casas de campesinos encontradas en la ruta. Luego de muchas horas de travesía logramos iniciar el descenso hasta Páramo, el destino turístico de los feligreses que por vía pavimentada desde San Gil llegan a rezar y pecar comiendo las delicias gastronómicas del pueblo en las ventas alrededor del templo. Arepas, chorizos, empanadas de Yuca acompañadas de masato, chicha fuerte o chicha fresca.
Paramos en la primera venta donde encontramos la mayor cantidad de clientes y sucumbimos al placer de los aromas y colores obviamente respaldados por el esfuerzo físico realizado y de inmediato recordé un afiche en la cafetería de un tío, con la imagen de una gigantesca hamburguesa, que como pan tenía un balón de Fútbol, al lado de una botella de Coca-Cola con el eslogan “Haga deporte, coma y engorde”.
Dedo Morado
Eran como las 12:30 pm y decidimos tomar la salida hacia La Fuente de la Salud en Páramo. Encontramos la romería de feligreses caminando por la carretera y tomando un par de atajos por la congestión vehicular, para llegar a la pequeña ermita construida sobre la quebrada La Laja, a donde se va en busca de favores y salud. El particular sonido de los rezos hechos a destiempo, pues cada quien empieza el suyo cuando llega, hacen de música de fondo para el ritual de llenado de botellas de agua milagrosa; otros pegan agradecimientos en su muro, mojan sus partes enfermas, beben agua o bañan niños por protección.
Preguntamos al vendedor de helados a la salida del santuario por la ruta y emprendimos un nuevo ascenso hacia la vereda Juan Curí y posterior desvío a tomar la vía principal a Charalá. En nuestras cabezas teníamos el deseo de un frio baño en sus aguas y por lo duro del camino las ansias por parar y descansar en las cascadas. Bajamos tres kilómetros por una vía completamente maltrecha y empinada por donde difícilmente puede ascender un vehículo, hasta llegar a la vía pavimentada que va de San Gil a Charalá. Pedaleamos hasta la entrada, pero al llegar nos encontramos con una inmensidad de carros que nos hizo percatar de la fecha, 6 de enero, fiesta de Reyes y día del tradicional paseo de olla en Colombia.
Abrumados nuevamente por la cantidad de gente, descartamos la opción de entrar y entonces bajo el inclemente sol seguimos pedaleando hacia la desembocadura del río Pienta sobre el río Charalá donde tomé una decisión equivocada y fue la de bañarnos en un sector muy pedregoso y liso por el intenso verano que azotaba la zona. No pudimos disfrutar el baño en sus aguas por su difícil caminar, tronchándome un dedo del pie derecho y acortando nuestra estadía en el rio. Este incidente me hizo reforzar mi idea de usar siempre botas de caminar incluso para montar bicicleta, pues me permitieron ajustar lo suficiente el pie para mantener la hinchazón controlada.
Proseguimos nuestra ruta hacia Charalá y arribamos al pueblo a las tres de la tarde, después de recorrer una dura jornada, pero de tan sólo cuarenta km. Nelson reviso de antemano la calidad de la habitación en el hotel Florián en un segundo piso de la plaza principal y con un simple guiño supimos que sería mejor al de Socorro. Dispusimos las bicicletas debajo de las escaleras y tomamos la más reparadora de las duchas. Descansamos un par de minutos y salimos en grupo a recorrer el blanco pueblo con un intenso cielo azul en busca del piqueteadero recomendado por la dueña del hotel. Luego de una suculenta comida, nos dedicamos a indagar sobre la ruta del día siguiente concluyendo, después de preguntar a los transportadores de Charalá, que nuestro destino inicial a Gambita no lo podríamos hacer en una sola jornada.
Pasando por los Taos
La madrugada acostumbrada, mi dedo continuaba hinchándose, apliqué gran cantidad de ungüento 100 masajeándome y amarré mi bota fuertemente para disminuir el intenso dolor. Luego un delicioso caldo de costilla que recargaría nuestras baterías para unas buenas horas y tomamos la salida rumbo al Santuario de flora y fauna Virolín. Quince km de plana vía pavimentada nos dieron espacio para parar frecuentemente a capturar cada uno de estos hermosos paisajes de fincas ganaderas de la región. Pero la dicha no fue eterna y comenzó nuevamente el ascenso hacia el parque. Vía destapada con gran cantidad de recebo que resentían enormemente mis posaderas.
En la Primera tienda antes de llegar a Virolín, mientras dialogábamos con un par de campesinos que tomaban cerveza sobre la pavimentación de la vía, tuvimos una experiencia interesante, ya que fuimos objeto del primer escaneo por parte de un vigía de los Tao. Nelson no los conocía, ni había oído hablar de ellos y le conté sobre los inicios de esta comunidad en la zona cuando con sus enjambres de abejas hacían casi que imposible el paso por el lugar. Se apropiaron del parque a tal punto que sus construcciones estaban a lado y lado de la vía, con una gran carpa que cubría la carretera, haciendo que todos los usuarios de la vía Charalá-Duitama pasaran por el interior de su templo.
Dada la presión de los campesinos de la zona en el 2004 el gobierno tuvo que realizar un allanamiento con alrededor de 1000 hombres a su Templo Vegetal Sakroakuarius, sus guías espirituales desaparecieron y hoy son guiados por nuevos maestros que hacen lo posible para tener una relación armónica con sus vecinos, pero persisten en su paranoia de que les quieren hacer daño. No dejan tomar fotos, tienen radios de comunicación y avisan al asentamiento sobre los que se acercan a su comunidad.
Continuamos el camino y llegamos al caserío Virolín que es la puerta de entrada al parque de 10.000 hectáreas, donde no se ve presencia del gobierno y hay más casas abandonadas que habitantes, pues no existen fuentes de trabajo en la zona y los Tao solo utilizan a miembros de su comunidad para las labores en su territorio. Un nuevo río de los seis que nacen en este lugar y otro chapuzón para enfriar los músculos en las aguas teñidas de taninos vegetales del parque.
Me adelanté un poco de mis compañeros y algunos kilómetros después terminé en el campamento del segundo vigía de los Tao. Un hombre delgado, entrado en años, con el característico color amarillento en su piel de los miembros de su comunidad, con barba, una larga cola de caballo y de aspecto amable, que solo atinó a preguntar si mis compañeros venían lejos. Concluí que nos estaba esperando y le contesté que venían muy cerca. Le pedí permiso para tomar agua del rio y mojar por enésima vez mi ropa.
El indagó sobre mi conocimiento de los Tao, a lo cual contesté que había pasado muchas veces por su campamento, muy sutilmente me inculcó que escondiéramos las cámaras para no meternos en problemas más arriba. A la llegada de Nelson y José corroboró la información del vigía 1 y se tranquilizó un poco. Entablamos una charla sobre su percepción de la vida, sus maestros y sus necesidades básicas de vida sin dinero.
Se levantan a las tres de la mañana a ejercitarse con catas orientales, desayunan avena o arroz natural con cascara, almuerzan sopa de lentejas y básicamente no comen nada de origen animal, ni vegetal con uso de pesticidas ni agroquímicos, o sea muy poco. Nos pregunto hasta donde pensábamos llegar y nos ofreció un cambuche sobre el puente que están haciendo en la vía a Gámbita, pero pidió que no dijéramos que él lo había ofrecido. Con esa opción para pasar la noche proseguimos la jornada atravesando el campamento de los Tao.
Al fondo de la montaña se veía la construcción de su nuevo sitio de reunión, un gran domo en plástico verde, fuera de la carretera principal. Esta multitud de hombres y mujeres asentados a lado y lado de la vía, que solo duermen juntos para procrear, vestidos de sudadera, de pelo largo y barba frondosa, nos miraban con recelo al ver lo lento que vamos en nuestras bicicletas. Se escucha de fondo la multitud de parlantes con los mensajes de su maestro y más cerca el clásico ruido de los radios de comunicación avisando nuestro paso.
Por el cansancio debimos parar frente a unos vigías que estaban reparando sus motos y realicé la acostumbrada pregunta “¿cuánto falta para El Taladro?” a lo cual dijeron que media hora. Preguntaron donde dormiríamos y optamos por decir que en el puente. Atravesamos el campamento y rescatamos nuestras cámaras del fondo de la maleta. Cuatro kilómetros adelante del campamento de los Tao avistamos El Taladro, otro pequeño caserío compuesto por una iglesia desvencijada, sin una campana, con tréboles en su fachada y seis casas. Buscamos la única tienda y muy amablemente la abrieron para consumir del poco surtido que tenían, jugos, galletas y salchichón.
Nos preguntaron, contestamos, preguntamos y contestaron y en ese intercambio de información sobre nuestra procedencia y destino, aparecieron dos Jóvenes Tao en una moto a verificar nuestra posición, compraron un pequeño paquete de galletas como de porción infantil de lonchera, dieron media vuelta y regresaron. Yolanda insinuó hospedarnos en el centro de salud, yo fui a mirar las bancas de la iglesia, pero el padre de Yolanda quien atendía la tienda nos ofreció su casa. Don Israel, un lugareño, se ofreció a acompañarnos como guía hasta la laguna, debía madrugar para ir por unos caballos.
Aceptamos gustosos su ofrecimiento de partir a las siete de la mañana y para sellar nuestro trato le pedí que me tomara una foto con Yolanda. Revisamos el kilometraje de la bici de Nelson y nos dimos por bien servidos, cuarenta y ocho km. Desempacamos, nos duchamos y departimos por mucho tiempo, nos contaron sobre su fábrica “Velas San Carlos”, de cómo habían traído hasta allí toda su pesada maquinaria.
Yolanda nos preparó caldo con arepa, colaboramos en la cocina mientras don Pedro el esposo de Yolanda, antiguo mulero, nos divertía con sus historias y su particular manera de contarlas. Nelson grabo una donde Don Pedro cuenta jocosamente, como tuvo que darles albergue a dos amigos en la carrocería de su mula cerca de Pasto en Nariño a la una de la mañana, luego de que tuvieran que salir corriendo del Santuario de las Lajas pues el Padre que les dio posada quiso propasarse con ellos.
Laguna Sorpresa
Amaneció en El Taladro y unas esplendorosas nubes nos dieron los buenos días. Yolanda y los suyos se disponían a viajar a Charalá y nosotros a despedirnos de esta magnífica familia que nos acogió. Le colocaron el combustible dejado por el lechero la noche anterior al fiel Land Rover 72, que los transporta por esas trochas, que en documentos de gobierno ya aparecen pavimentadas dos o más veces.
Por casi tres horas nos dedicamos a perseguir a Don Israel en su mula. En algunos trayectos era imposible montar la bicicleta y teníamos que empujarla cuesta arriba. Cuando creímos que nada nos sorprendería en ese maltrecho camino escuchamos el rugido lento de un potente motor. Una Toyota Burbuja atestada de gente rumbo a Gámbita, nuestro siguiente destino a seguir celebrando alguna fiesta familiar. El guardafango trasero roto, sostenido por un lazo, y el golpeteo constante de la transmisión y la rueda suelta de repuesto contra las piedras no hacían aminorar la velocidad del conductor, quien paso a nuestro lado con una cara de satisfacción única por llevar a su familia de paseo por esa trocha.
Continuamos nuestro esfuerzo por alcanzar a Don Israel en su mula, quien muy amablemente nos esperaba en cada trecho que creía podíamos perdernos. Un rato a pie y otro montados hasta que llegamos a la parte alta de la montaña, donde seguía como él decía pura travesía, subir, bajar, plan, subir bajar, plan. Tomamos el desvío hacia la laguna El Palmar y comprendimos al verla, que había valido la pena el esfuerzo. Una hermosa laguna azul, que según Don Israel no estaba en su nivel máximo a causa del intenso verano, con una isla en el centro donde decidimos compartir nuestro atún con galletas del día. Don Israel nos comento el buen propósito de Don Benjamín Quintero, su empleador y dueño de los caballos por los que iba, de preservar estas tierras como reserva natural antes que exterminaran los pocos árboles que quedaban, pues nos contaba que todos los socavones de las minas en la cercana Paz del Río (Boyacá) fueron apuntalados con maderas finas de este sector. Allí caminamos, tomamos muchas fotos y finalmente despedimos a Don Israel que tendría que ir por los caballos. Tomamos la vía que nos indicó antes de partir y comenzamos un vertiginoso descenso por una trocha hacia unas cascadas que Yolanda nos recomendó que visitáramos.
Llegamos maltrechos al río Gámbita y mientras Nelson y José tomaban un refresco me dirigí a buscar la segunda cascada, lugar recomendado por una niña de la tienda para el baño del día. Bordeando el camino aparece un hermoso pozo de agua gélida donde los esperé sumergido unos minutos y a su arribo decidí vestirme para ir a buscar la cascada mientras ellos tomaban su baño.
Después de comer unos trozos de caña de azúcar iniciamos el acenso de la nueva montaña con una magnifica vista sobre el rio. Y como todo lo que sube, tiene que bajar nos descolgamos suavemente por una mejor vía hasta Gámbita. Hacia las tres y media de la tarde, hora de nuestra llegada, preguntamos a una de las profes del pueblo quien muy amablemente nos indicó donde comer y dormir. Miramos el recorrido del día y tan solo marcó treinta y tres km, pero de paisajes y espíritu, más de cien.
Después de un apetitoso almuerzo de $ 4.000 y mientras llegaba la dueña del hostal donde nos quedaríamos fuimos a recorrer el pueblo, su iglesia construida con diferentes materiales en su fachada y robustas vigas de madera en su techo, su pequeño y acogedor parque y una que otra empinada calle. Tomamos fotografías y terminamos comiendo helados de $ 200 en la casa de Don Uriel, un valiente discapacitado con una enfermedad degenerativa que no ha hecho mella en su deseo de sacar adelante su familia, elaborando objetos pirograbados en madera. Muchos helados después y contagiados del espíritu de superación de este superhombre nos dispusimos a buscar nuestro alojamiento, pero su dueña aún no llegaba. Nos cuestionamos el por qué no habíamos averiguado en otro lado y seguíamos esperando allí y decidimos dejarlo al destino. A eso de las 5:30 apareció una conservada señora en sus cincuenta y tantos, pero en cuatrimoto, contándonos que estaba desvarando a un amigo y que le diéramos tiempito que ya nos arreglaba la habitación. La buena sorpresa fue que nos tocó habitación separada con baño privado para cada uno. Valió la pena la espera.