A Bogotá por Trocha. Parte 3

La dueña del hotel nos convenció de entrar a la cueva del Choco, que quedaba en la ruta hacia Arcabuco, y dada la buena experiencia de una laguna no programada en la ruta del día anterior, decidimos conocerla. Un desayuno encargado desde la noche anterior que quiso compartir conmigo el friolento gato de la dueña y las acostumbradas nubes de verano daban inicio al nuevo día de correría.

80% Mente, 20% Físico. Colombia 2013

Las acostumbradas preguntas a cuanto parroquiano que encontrábamos en el camino, acerca de cuanto faltaba para la cueva, nos hacía distraer temporalmente el trayecto hacia nuestro destino. Pero valió la pena porque muchas nubes blancas sobre un esplendoroso cielo azul nos hacían parar recurrentemente a fotografiarlas, hasta que encontré un niño de sombrero y ruana sobre una cerca esperando su turno de ordeño, que cuando le pregunte, me contesto tajantemente y con rapidez —“Ocho minutos”. —¿Y que distancia hay de la carretera a la cueva? —pregunté, y con la misma velocidad de la repuesta anterior contesto —600 metros. Pues efectivamente transcurridos los ocho minutos en bici llegamos a la entrada de la cueva el Choco.

 

 

La gran sorpresa

José se había pasado de la entrada, así que tuvimos que darle aviso con un motociclista que subía de alcanzarlo y decirle que regresara.  No tardo mucho, amarramos las bicicletas entre sí al borde de la vía y comenzamos a descender a pie por la ladera. Y efectivamente transcurridos los 600 metros la entrada a la gigantesca cueva. Tal vez unos veinte metros de alto como de ancho, con una pequeña quebrada hacia su interior, como invitando a seguir su cauce. Con nuestras linternas decidimos recorrerla hasta que unos 800 metros más adelante, el agua formaba un formidable pozo.

Tratando de establecer una comparación, era la mezcla de una corta aventura tipo “Indiana Jones” con final de la “Laguna Azul”. La exploración no podría culminar sin el acostumbrado chapuzón en sus frías aguas, según José por el paso sobre el largo trayecto de roca que robaba su temperatura. Esas fueron dos agradables e inesperadas sorpresas, más de lo que podíamos pedir en este viaje, por lo que decidimos continuar hacia nuestro destino Arcabuco. El acostumbrado “todo lo que baja, tiene que subir” y trepar lentamente por la ladera hasta la carretera donde estaban nuestras bicicletas.

 

Entrando a Boyacá

Continuamos el camino y muchos kilómetros más delante encontré una mujer con dos niños caminando hacia un pequeño poblado llamado La Palma. Me bajé de la bicicleta y decidí acompañarla un rato caminando mientras llegaban José y Nelson. Me conto que era viuda, que tenía cuatro hijos que vivió algún tiempo en Santa Marta pero que se aburrió por el clima y que decidió regresarse a su tierra y emplearse en una finca para nunca más salir de allí.

Debía caminar cuatro kilómetros hasta el poblado para comprar el maíz para unas gallinas de su patrón y devolverse.  Como no podía dejar solos a sus hijos, los llevaba en el camino. Le dije a la señora que acomodara al pequeño en la parrilla para acercarlo hasta el poblado, entonces se sujeto tímidamente a mi camiseta y a medida que veía que su mamá se alejaba más y más, quiso bajarse; entonces lo tranquilice y le mostré donde estaba el pueblo y que pronto llegaríamos ahorrándose una gran caminata.

Llegamos a La Palma otro pequeño pueblo en medio de la ruta Arcabuco-Gambita y dejé al niño en la tienda donde realizarían la compra del maíz; me dirigí hacia el parque donde Nelson me conto como la madre también se angustio de ver como poco a poco se alejaba su hijo y apresuro el paso hasta alcanzarlo. En este tranquilo y desolado poblado, de calles lo suficientemente amplias para estacionar en la vía y jugar mini tejo, con iglesia de buen tamaño y una surtida tienda frente a la cual hacían un trasteo, nos informaron que estábamos a un par de horas de Arcabuco.

Nos hidratamos, comimos algo de paquete y partimos. El largo trayecto faltante nos hizo parar una y otra vez. Primero en una quebrada donde campesinos rellenaban un gavión para proteger un puente, transportando la piedra en una simpática carreta y luego frente a un grupo de rajoneros que comían la típica pelanga, que no alcanzaba para nosotros, pero sí muy amablemente nos ofrecieron guarapo fresco.

Llegamos a Arcabuco, sobre la vía principal a Bogotá y a pocos kilómetros de Tunja hacia las 4:30 pm, después de treinta y seis kilómetros de recorrido, a comer las típicas almojábanas de este sitio. Teníamos la esperanza de que Juanca hubiera podido solucionar sus inconvenientes de viaje en Bucaramanga y ya estuviera en Villa de Leyva. Lo llamamos incansablemente, pero fue imposible la comunicación, así que decidimos quedarnos en el Hotel-restaurante-estación de servicio “Villa Amparito” sobre la carretera.

Negociamos una habitación de cuatro camas por $30.000 y procedimos a tomar la habitación solo que cuando la tomamos solo tenía una doble y una sencilla, después varios días de dormir en igualdad de condiciones y con el cansancio presente solo decidimos ducharnos y descansar. Salimos a comer en el restaurante y una hora más tarde nos tocan en la habitación los encargados del hotel diciéndonos que nos habían dado la habitación equivocada, que las cosas son como son y nos devolvieron $ 15.000. Ese gesto honesto mereció foto, risas y aplausos. Mi familia venía para Bogotá a vacaciones así que coincidimos en Arcabuco y tuve la rápida y sorpresiva visita de mi hija Lyn en el Hotel.

 

Juanca no llegó

Hacia las siete de la mañana partimos del hotel rumbo a Villa de Leyva por la vía pavimentada con un paisaje de cultivos, casas y nubes aun despertando. En el trayecto vi una roja flor que contrastaba con el cielo azul y cuando le hacia la toma, la propietaria de casa en un agradable tono de voz Boyacense me dijo, —“pa’que le toma la foto a una flor sola, venga y tómeme una foto a mi pa’que valga la pena, venga pa’ca pa’ este lado” y la señora se ubicó junto a sus flores amarillas le tome la foto y cuando le mostré las dos tomas me replicó —“si ve que era mejor conmigo”. Esta espontanea modelo contrastaba con lo que siempre sucedía en las salidas, que a muchos les incomodan las fotos y no se sienten cómodos mirando el lente de la cámara.

Llegamos a un desocupado Villa de Leyva, dispuestos a rehidratarnos y paramos en la casa de Juanca, que no había llegado aún. Así que decidimos seguir nuestro itinerario para tratar de llegar a Guachetá vía Sáchica, Sutamarchan, Ráquira.  Entonces, por recomendaciones de los transportadores de la zona tomamos la vía principal pavimentada para acelerar el paso a Ráquira pues a Guacheta era destapado y nos tomaría mucho tiempo.

Pedaleamos a buen ritmo hasta Sutamarchan, la gloriosa tierra de la longaniza y a buscar los consabidos helados de postre. Una hora más de pedaleo hasta Ráquira, hidratación, un par de fotos y las preguntas de rigor para saber cuál ruta era mejor.  Nuestras piernas pedían descanso, pero aun así reanudamos la travesía con un nuevo ascenso por una vía en no tan mal estado, pero con un sol radiante y sin mucha sombra.

Luego de un par de horas de pedaleo en esa desértica vía, escuche muy lejos el sonido electrónico de la “Lambada” y mi mente solo pensó en Helados. Busque la mejor sombra, pare y cuando llegaron mis compañeros a descansar, se burlaron de mi ofrecimiento “¿qué tal un heladito?”. Tomamos agua y un minuto después le hago señas a una rápida y vieja moto que venía impulsada por la cuesta. Por tan solo $600 la paleta más oportuna de la vida.

Esta corta y refrescante parada nos dio impulso para continuar, pues nos dijeron que tendríamos que llegar a las torres de comunicación en la parte alta de la montaña, pedaleamos y pedaleamos hasta ellas y pensamos que iniciaría la parte plana, hasta que otro poblador respondiendo la consabida pregunta le contesto a Nelson —“De aquí pa’rriba todo es bajando” así que seguimos bajando en subida como hora y media más.

Llegamos a Guachetá a las 6:30 pm tras noventa km de pedaleo en una de las jornadas másaburridoras de todas con los últimos kilómetros en medio de una polvareda de color negro producto del alto tráfico de tractomulas cargadas de carbón. Inmediatamente buscamos hospedaje nos quitamos el negro hollín y degustamos una buena comida en el restaurante “El Argentino” Los dueños de la posada se interesaron en nuestra ruta y nos plantearon la opción de ingresar a Bogotá por Ubaté.

 

El último empujón

El cuerpo y nuestras posaderas ya nos estaban pidiendo pista y en nuestra mente rondaba la idea de acortar la travesía por Ubaté el distrito lechero de Cundinamarca; sabíamos que sería una jornada de más de cien kilómetros, pero aún no lo teníamos decidido. Desayunamos nuevamente en “El Argentino” pero esta vez atendidos por la más risueña, atenta y jocosa propietaria, esta “pelamuelas” como la llamaba su marido, hacía sentir muy bien a sus clientes, nos contagió de su particular alegría para emprender los veinte km por vía destapada hacia Ubaté. Unas cuantas fotos a la salida del pueblo y tomamos la ruta programada bordeando las fincas lecheras características de esta región. 

El abundante trafico característico de los poblados cercanos a la capital y nuestras pañoletas en la nariz para evitar el polvo de estas rutas en verano, nos hizo considerar seriamente el trayecto de ingreso a Bogotá. Luego de un par de horas de pedaleo, arribamos a Ubaté y decidimos tomar la vía pavimentada a Bogotá.

Pedaleamos a buen ritmo cerca de una hora por un trayecto plano, emprendimos la famosa cuesta del alto de “Tierra Negra”, interminable, tediosa, congestionada de camiones que adelantan en doble línea sin consideración alguna con nosotros. O nos quitamos, o nos quitamos, no teníamos otra opción más que evitar ser tumbados en esta estrecha vía. Nuestras piernas estaban agotadas, Nelson y yo tuvimos que caminar por el borde de la vía, comer panela y montar de nuevo. José nos esperó en una de las pocas sombras de la ruta donde tomamos un buen descanso.

Me adelanté para tomar aliento poco a poco, y a un lado de la vía encontré un Renault 12 recalentado y el conductor al ver mi esfuerzo solo atinó a decir —“Usted también”.

Me bajé tome abundante agua y el señor me sugirió desviar entrando a Tausa para evitar el tráfico y la subida. Tomé otro impulso hasta el desvió y esperé a Nelson y José para indicarles la opción. Nelson al ver la gran bajada se dejó descolgar sin reproche. Busqué con anhelo una bebida helada en las tiendas cercanas y no la conseguí, compre unos bananos y se los lleve a mis cansados compañeros, nuestras caras tan solo indicaban el anhelo de llegar rápido a casa.

La vía destapada a Zipaquira por la represa del Neusa fue descartada luego de un par de preguntas a los conductores por el mal estado y el tiempo que nos tomaría. Nuestras piernas con poca fuerza, manifestaban el cansancio acumulado de tantos kilómetros y el deseo de llegar rápido a Bogotá nos alentó a tomar nuevamente la vía principal. Luego de una corta subida, nos descolgamos por muchos km desde los 3000 msnm a los 2600 msnm, un gran placer, sin pedalear, sin baches, más rápido que algunos vehículos; siendo el postre después de tantos días por vía destapada. Rápidamente llegamos al peaje, el primero que veíamos en ocho días de trayecto y vimos la señal que indicaba Bogotá a 26 km. Pedaleamos fuertemente en ese trayecto, hasta que diez km después encontramos otro que indicaba Bogotá 28 km, la matemática le falló a alguien y no fue a nosotros.

La angosta vía se había quedado atrás y se convirtió en una de doble calzada, con una línea blanca protegiendo nuestro andar. Pedaleamos intensamente hasta llegar al inicio de la ciclorruta, donde nos embargó la emoción pues ya nos sentíamos en Bogotá. Avanzamos, cruzamos un par de puentes y al fondo vimos la gran nube de humo de un incendio forestal en Cajica a causa del verano. El deseo de llegar a tomarnos la foto final superaba el cansancio acumulado y Nelson comenzó a poner su mejor ritmo de pedaleo. Nos tomó dos horas desde Chía el llegar a Bogotá y encontrarnos con el inmenso trancón de la autopista. Diría que fuimos perseguidos por la mirada envidiosa de muchos pasajeros de buses y busetas rumbo a sus hogares que veían como nos adelantábamos fácilmente a esta multitud de vehículos por el inexistente andén de la autopista. Este trayecto final entre gente, motos, ventas, huecos, basura y escombros, parecía la prueba final de una carrera de obstáculos con destino a nuestra última foto. Nelson continuaba pedaleando ansiosamente. Una foto en el portal de la 170 que no nos conmovió mucho y entonces decidimos hacer la foto final jocosamente en el monumento a los héroes. 110 kilómetros en una jornada desde Guacheta, ninguno de nosotros había recorrido esa cantidad de km en un solo trayecto. La felicidad nos embargo al cumplir nuestro objetivo y más al saber que recorrimos 497 km en ocho días de fotos.