Carrilera…era. Parte 2

El ventilador se apagó a las cuatro de la mañana producto de uno de los comunes cortes de energía de la zona. Debíamos estar dispuestos a la salida antes de las seis, para aprovechar el aventón en volqueta que iba hacia Puente Sogamoso. Con nuestras linternas y algunas velas procedimos a alistarnos y a recoger el toldillo, sabanas y colchones de la cama franca.

Siguiendo el riel. Colombia 2014

Calentamos nuestro caldo con costilla y la última arepa santandereana del camino. Mientras esperábamos a la volqueta, Nelson colocó en su teléfono música para mamás, de la de antaño, de las que solo se saben ellas y cantan todas las canciones. La volqueta se retrasó unos treinta minutos, pues debían cargar el trasteo en la oscuridad, fue más demorado al no encontrar las cosas y su dificultad de acomodarlas sobre el platón a oscuras. Los primeros rayos de luz aceleraron el proceso de cargue y a su arribo a la casa, William nuestro conductor, nos ayudó con la acomodada de las bicicletas en la parte trasera del platón, muy al final del trasteo.

El momento de partir había llegado y Jaime nos tomó la foto de grupo junto a mis padres, la respectiva despedida e infaltables bendiciones para continuar nuestro recorrido. Nelson se metió en un pequeño espacio entre la nevera y las bicis y al no haber más lugar, debimos acomodarnos con Jaky arriba del trasteo sobre la cabina de la volqueta junto a doña Yaceidis, de extraño nombre, pero buena con las empanadas y sus hijos.

 

 

Día 3 Pénjamo- Puerto Parra

William decidió hacer el cambio de filtro de agua de la volqueta a último momento y dada la delicada carga, hacer la ruta por la vía larga pavimentada, dándome la oportunidad de mostrarle a Jaky y Nelson los cultivos de palma devastados por el PC con una óptica muy buena, desde la altura del trasteo sobre el platón de la volqueta. Palmas y palmas erradicadas a ambos lados de la vía fue el panorama visto hasta nuestro arribo a Puente Sogamoso.

Descargamos nuestras bicicletas y solicitamos en el único puesto de frutas un refrescante jugo de naranja recién exprimido. Pasamos nuestras bicicletas a pie, buscando los niños que habían salido en las noticias el día anterior lanzándose al agua desde el puente, pero era muy temprano. Decidimos tomar ruta hacia Barrancabermeja paralelamente a la carrilera por la vía, debido a que no teníamos camino junto a los rieles y la distancia de las traviesas de concreto y su altura nos impedía pedalear sobre ella.

Un puente en mal estado, con traviesas en madera, nos aclaró el porqué de su remplazo por las de concreto y nos hizo pensar en la riqueza forestal que tuvo nuestro país para colocar cada cuarenta centímetros una parte de estos árboles a lo largo de la vía férrea, que, según mis recuerdos de infancia, podía llevar pasajeros de Bogotá a Santa Marta en la ruta del “Expreso del Sol”.

Camiones, motos, la consabida pregunta de “cuánto falta para llegar a Barranca” y las miradas de quienes nos contestaban, hicieron nuestro pedalear más llevadero ante el inclemente sol. Solicitamos permiso en la estación de bombeo de petróleo para fotografiarnos junto al Machín. El hombre que pintaba la malla eslabonada del cerramiento con una escoba y pintura plateada, nos dijo que estamos muy cerca del Llanito, el balneario de los Barramejos. Pedimos agua helada de un dispensador junto al puesto de celaduría de la estación y pedaleamos hasta el desvío de la entrada de este corregimiento. Encontramos las primeras casas coloridas y contrastantes de la Colombia que no le tiene miedo al que dirán; una vaca ciega con personalidad de perro llamada María, que seguía a su dueña por instinto y se dejaba consentir de todos los lugareños; y el cauce casi seco de un afluente de la ciénaga, a tal punto que el chapuzón terminó convertido en un corto baño a “potados” de agua y el desayuno de dos pescadores con un sólo bocachico, producto de su faena de pesca al borde de la ciénaga afectada por el inclemente verano.

La poca cantidad de agua del balneario fue suficiente para dañar el teléfono de Nelson, olvidado en el bolsillo trasero de su camiseta. Infructuosamente lo secamos, lo sacudimos, lo colocamos al sol, pero no revivió. Nos habíamos quedado sin reportería.  Nos cambiamos y fuimos hacia el malecón del puerto donde Nelson dio instrucciones a un niño para que nos tomara la foto grupal, sobre una desvencijada estructura metálica, con pocas maderas de soporte que hacían ver simple el pasar los puentes de la carrilera.

Nos despedimos muy lentamente de este acogedor corregimiento para llegar a las inmediaciones de Barranca, haciendo las preguntas de orientación a los motociclistas sobre la ubicación de la estación. Muy amablemente uno de ellos me dijo que lo siguiera y nos llevó sin dudarlo hasta su ubicación. Dos enormes bodegas de ladrillo a la vista y cinco líneas de férreas, denotaban lo que fue esta estación en sus tiempos gloriosos de intercambio de mercancías en este puerto cerca al río Magdalena. Preguntamos al vigilante sobre la posibilidad de seguir pedaleando junto a la vía férrea y nos dijo que era imposible hasta Puerto Berrio, que mejor tomáramos la vía panamericana.

Pasado el medio día le preguntamos a la tosca despachadora de tiquetes, la posibilidad de continuar la ruta y ella solo atino en comunicarnos el itinerario de los carromotores, una especie de locomotora a escala provista de un ruidoso motor diesel, que tenían un horario establecido y estaban afiliados a la cooperativa a la que ella pertenecía. Diez ex-empleados de la Empresa de Ferrocarriles Nacionales, se asociaron para comprar ocho viejos vagones y tres carromotores de Ecopetrol, con los que hacían mantenimiento a la vía férrea. Con ellos montaron este sistema de transporte para el Magdalena medio, pero no nos vendió los tiquetes ante la imposibilidad de asegurarnos puesto. Faltaban dos horas para que saliera el que iba hasta Puerto Parra, así que tomamos algunas fotos de las motogarruchas que Jaky no conocía. Una simple estructura de madera con balineras en su parte inferior, que logra adaptar e inmovilizar una moto para ser impulsada con la tracción de la rueda trasera. Buscamos almuerzo en un parador cerca a la estación e intercambiamos la “sim card” de los teléfonos para que Nelson pudiera seguir escribiendo y subiendo fotos del viaje.

Una hora después pudimos adquirir el tiquete que por $9.000 pesos nos llevarían a Puerto Parra. Aseguramos nuestros puestos con los cascos y el Camelbak y en cuestión de minutos todos los puestos fueron ocupados. Toloza, uno de los miembros de la cooperativa que hacía de conductor, mecánico, intercambiador de vías y cargador, nos dio vía libre para subir las bicicletas en el planchón de carga. Cebollas, plátanos, mora, carne, una nevera, una estufa, una cama, un “chifonier” y la infaltable cerveza, serían los compañeros de nuestras bicis hasta Puerto Parra. La partida había llegado y fue la hora de conectar el carromotor a los vagones con una incipiente unión en varilla corrugada, digna de nuestra tecnología criolla en busca de soluciones rápidas, eficientes y económicas.

Inició el viaje con el patinar de las ruedas del carromotor sobre los aceitados rieles, por culpa de las motogarruchas, que van dejando rastros de la valvulina que aplican como lubricante a las balineras.  Le ayudamos a Toloza a empujar la máquina mientras el depositaba arena y triturado sobre el riel para mejorar la tracción del vehículo. Mientras nos alejábamos lentamente de la estación, el apreciado Toloza es saludado por un sinnúmero de habitantes de la zona. Es quien lleva los encargos, las razones y los pasajeros de esta comunidad del Magdalena medio.

Recogimos más pasajeros en el camino acomodándolos en la cabina del carromotor para mejorar la tracción sin resultado alguno, las pesadas ruedas metálicas se seguían patinando. Toloza se acomodó junto con un pesado pasajero sobre el sistema de unión de los vagones y los más corpulentos viajeros intercambiaron sus puestos para ir adelante en la cabina principal. Ante la imposibilidad técnica de continuar así, decidieron regresar a la estación para cambiar de carromotor, no sin antes ser adelantados por otras motogarruchas, que debían bajar a sus pasajeros, alzar la moto, sacarla de los rieles, adelantar nuestro vehículo y acomodarla nuevamente delante nuestro para seguir a su destino.

Tres kilómetros en reversa a velocidad de tortuga hasta la estación. Las caras de desconsuelo de los pasajeros y la embestida de un toro cebú o mejor dicho Doña Ana, una descomunal mujer que sin mediar palabra se abalanzó sobre mi puesto por la ventana para mirar si ya había llegado a su punto de desembarque, hicieron del difícil regreso en ese sauna móvil, una eternidad.

Hacia las cinco de la tarde llegamos como los cangrejos a la estación. La gente se bajó y corrió rápidamente a buscar hidratación, mientras el sudoroso Toloza manipulaba el cambia vías para el intercambio de máquina. Cinco minutos después estábamos partiendo a una velocidad razonable que se iba incrementando poco a poco, hasta que la cara de alivio de los pasajeros que conocen el servicio, demostraba que llegaríamos al destino. Nelson se dedicó a tomar fotos del atardecer, mientras Doña Ana me contaba sobre su vida, su viudez, sus hijos, su trabajo como profesora de preescolar y de la tranquila vida que llevaba en su pueblo.

El carromotor hacía sonar su silbato, haciendo paradas en sitios estratégicos donde los campesinos de las fincas salían a recoger sus encomiendas. La mayoría de los alimentos se quedaron en las paradas antes de Puerto Parra, llegando sólo los grandes enseres y nuestras bicicletas. Toloza nos recibió apresuradamente con una cerveza y se dispuso a organizar el viaje de regreso a Barranca en la madrugada.

Cansados por el extenuante calor y el divertido viaje, buscamos alojamiento en lo primero que nos recomendaron muy cerca de la estación, la posada de Don Fabio. Tomamos la única habitación disponible, básica para viajeros o inquilinos de amor fugaz, pues la zona estaba rodeada de cantinas con música a todo volumen, especialmente vallenatos del recién fallecido Diomedes Díaz, ídolo de estos trasnochadores. Don Fabio muy amablemente nos solucionó la comida encargándosela a Carmen, su vecina dueña de uno de esos “bebederos” como ellos los llamaban. Planeamos la salida del día siguiente hacia Puerto Berrio en las motogarruchas de línea que partían a las seis de la mañana. Cenamos y caminamos un poco hacia el interior del pueblo donde encontramos otro hotel más silencioso que visitaremos en otra oportunidad.

 

Día 4 Puerto Parra – Cabañas

Fue una mala noche debido al calor y el ruido. La ropa que lavamos aún estaba húmeda. Mientras recogíamos nuestro equipo, tocaron fuertemente a la puerta. Una mujer en recio tono nos dice que debemos sacar las bicicletas. Busqué la llave de la guaya con la que todas las noches las amarro y fuimos hasta el último cuarto de la casa a retirarlas. Las metimos al cuarto y rato después, la cara malgeniada de la desconocida mujer cambio de semblante, se había equivocado de habitación. Su sutil disculpa a las 5 am sólo hizo que nos apuráramos a salir de allí rumbo a la estación.

Dos motogarruchas estaban listas para partir. Hablé con el más corpulento de ellos que era el dueño de ambas y por $ 7.000 pesos nos llevaban a cada uno con bicicleta. Intentamos sin éxito acomodarlas paradas, pero debimos hacerlo una sobre la otra para ajustarlas bien al entablado. Colocaron otro entablado adelante con algunas yucas, plátanos y un cilindro de gas propano como silla. Partimos diez minutos antes de las seis de la mañana. En el camino recogimos una pasajera, dejamos un encargo en una finca, hicimos malabares para cambiarnos de silla en movimiento a causa de la lluvia y paramos a recoger la leche que estaba junto al riel frente a un potrero. Hasta ese momento comprendí lo que puede significar el rehabilitar el tren, pues todas las fincas de la zona desarrollaban su actividad en torno al transporte ofrecido por estos vehículos, que prestaban el mejor de los servicios de mensajería, con recogida de paquetes y entrega casi a domicilio pues no todas las casas están cerca al riel.

Paran donde la gente lo solicita y acomodan hasta carros según me cuenta el conductor en unas mesas especiales. Mesas me pregunto yo y ante la cara de incomprensión el conductor me señalo el entablado en el que rodábamos. Al cambiar de departamento nuestro eficiente transporte cambio de nombre a motomesa, y si era un poco especulativo, podría decir que alguien le corto alguna vez las patas a una mesa le coloco balineras y rodó por el tren.

Si algún extraño día del futuro, el gobierno que hace promesas restaura el servicio de tren, toda esta gente quedara parcialmente incomunicada. ¡Vaya paradoja!, pues las grandes maquinas no se detendrán a recoger, leche, pasajeros, maletas, productos agrícolas y las motomesas tendrán que salir de funcionamiento ante el peligro inminente de encontrarse una locomotora de frente.

Paramos en el centro de servicio de motomesas, una improvisada estación con casas a ambos lados de la vía. Una de ellas era de nuestro conductor que dio las órdenes a sus empleados para reacomodar la carga, cambiar la moto por una más potente, amarrar las mesas entre sí, ajustar la silletería, abastecerse de combustible y lubricar las balineras. Con una motomesa delante de nosotros continuamos el trayecto hacia Puerto Berrio, recogimos pasajeros de las fincas cercanas, y algo de carga hasta que otra motomesa en sentido contrario con trabajadores, tuvo que detenerse para sacarla de la vía y darnos paso pues eran solo tres y sin carga.

Llegamos a un caserío con doble carrilera, donde se bajaron unos, se subieron otros y observamos un par de motomesas atestadas de carga. Continuamos nuestro trayecto viendo ya muestras de civilización. Torres eléctricas, la subestación, un par de puentes en nuestra cabeza y una fastuosa casa fuera de tono. Eran las nueve de la mañana y estábamos llegando a nuestro destino. Tomamos las bicicletas y nos dirigimos a buscar la gran locomotora que sirve de monumento en Puerto Berrio. En ese momento se nos acercó un militar y nos pidió el favor de no tomarle fotos por seguridad a la guarnición militar de la decimocuarta brigada detrás de la locomotora, una hermosa y antigua construcción de dos pisos con balcones con vista a la ribera del Rio Magdalena.

Un par de fotos después, averiguamos por el sitio de desayuno y todos los habitantes nos dirigieron sin dudarlo a las ventas de pescado. Bagre frito con consomé de pescado, limonadas y un leve reposo antes de buscar agua para las cantimploras.  A Nelson le traqueaba la bicicleta y notamos que había perdido un tornillo de la parrilla. Lo remplazamos y tomamos la salida a buscar de nuevo los rieles para la estación Grecia.

Algunos nos decían que siguiéramos por el riel y los más cuerdos que saliéramos a la panamericana, pero como el viaje no era de cordura sino de aventura, tratamos de seguir el riel. Trayectos fáciles y otros más complejos por la cantidad de triturado sobre la vía, a ratos montados y otros a pie, tratando de establecer el mejor método de caminar sobre el riel. Grecia está muy cerca de Puerto Berrio y es la estación depósito de todo lo que quedó del tren en esa zona. Una multitud de grandes vagones de carga oxidados y a la intemperie, esperando la orden gubernamental de chatarrizar o restaurar.

Ante la imposibilidad de avanzar mucho por la carrilera, tomamos un desvió veredal hacia Malena, la siguiente estación. Encontré en el camino a otro ciclista y le pregunté para donde iba. Sólo me contesto que, para adelante, tenía cara de futbolista en bicicleta prestada, muy pequeña para su tamaño. Le dije que nos acompañara a Medellín y me contestó que estábamos por la ruta equivocada.  Yo le explique que estábamos siguiendo las estaciones del tren e inmediatamente se ofreció en indicarnos el camino hacia Malena. Su nombre era Gustavo, militar activo, criado en esas tierras y en vacaciones. Había salido muy bien bañado y vestido en la mañana de su casa, su mujer le gritó que si iba para donde la “moza” (entiéndase amante), se enfureció y fue a visitar a la mamá, tomó prestado zapatos, pantaloneta, camiseta y bicicleta, por eso la pinta extraña con la que salió a pedalear.

Llegamos hasta el portón de una finca que lo hizo dudar sobre la ruta, pues recordaba que por ahí era el paso, hasta que llegaron unos motociclistas de paseo a preguntar lo mismo. Pasamos las bicicletas por la cerca omitiendo el aviso de propiedad privada, con el consentimiento de una trabajadora que nos indicó que sus patrones no estaban pero que continuáramos el camino. Una vía destapada en buen estado que atravesaba la finca, según Gustavo, de un único dueño. Paramos en un nuevo portón donde Gustavo se despidió de nosotros indicándonos el camino, el cual seguimos por muchos kilómetros con cierta incertidumbre, sin casas y mucho menos a quien preguntar. Le pedí mi teléfono a Nelson y decidí que me adelantaría por esa ruta.

Llegué hasta una hacienda sin habitantes, pero con muchos equipos grité muchas veces sin resultados y lo más extraño, sin perros. Decidí continuar hasta un nuevo aviso de propiedad privada y lo llamé al teléfono de Jaky para contarle la ruta a seguir. Continúe avanzando tratando de buscar una casa para pedir indicaciones, hasta que vi una camioneta que no pude alcanzar, pero pude avistar varios techos colina abajo. En la primera casa pregunte y me dijeron que era Malena. Bajé al caserío para intentar llamarlos sin lograrlo y decidí regresar a buscar señal arriba de la colina. Entrecortadamente les expliqué la ruta y regresé a encontrarlos con el aliciente que muy pronto llegaríamos y tendríamos baño de río.

En Malena, nos refrescamos, descansamos y pedimos sancocho de tienda para proseguir la ruta destapada hacia Calera, la siguiente estación. Mientras tomábamos las fotos de la iglesia, una angustiada señora se me acercó para preguntarme si tenía parches de neumático, debía salir urgente y la motomesa de su marido estaba pinchada. Le di varios parches y le expliqué el uso del pegante, pues las reparaciones las hacían con pegante instantáneo “pegaloca” como ellos lo llaman. Gracias a este regalo recibimos la más grande y larga de las bendiciones de esta señora que estaba seguro nos alcanzaría hasta Medellín.

Tratábamos de no perder de vista la carrilera, pero algunas veces el camino se desviaba por fincas o por carreteables secundarios. Encontramos un incipiente aviso con una flecha que seguimos para pasar por muchos portillos, arroyos y quiebrapatas. Encontramos de nuevo la carrilera y al paso de unas motomesas, vimos el camino a Calera y allí su estación en una antigua casona de finca.

Con cierta incredulidad nos indicaron el camino a seguir hacia la estación Cristalina sin una ruta clara, por la finca, por un potrero, pasando una quebrada y un pastizal. Llegamos a una finca donde nos indicaron el camino y ya al final de la tarde después de una hora y media con ayuda de linternas, vimos la luz amarrilla de una casa y al pedir indicaciones nos dimos cuenta de que era la misma finca, Jaky tenía razón habíamos montado y caminado en círculo.

Mi risa y la de los habitantes de la casa ante el simpático hecho era grandiosa, les decía jocosamente que no contaran la historia de los santandereanos perdidos en bicicleta que le dieron la vuelta a la finca buscando el riel. Nunca me había pasado algo así, Jaky estaba nerviosa por tener que seguir caminando de noche y ante el no ofrecimiento de hospedaje en la finca continuamos caminando por la carrilera. Sabíamos que adelante estaba Cristalina, pero empujando las bicicletas gastaríamos el doble del tiempo que caminando. Pensábamos en la falta de toldillo para simplemente tirarnos al lado del potrero y amanecer, pero Jaky estaba asustada por no conocer la zona y pensar en los antiguos paramilitares que comandaban Antioquia.  

Angustiada siguió empujando su bicicleta y sólo le decíamos que se preocupara por los pumas que comían ganado y niñas pequeñas. Una hora y media nos llevó empujar las bicicletas sobre el riel a luz de linterna esos 4.5 km hasta Cristalina.  Allí nos rodearon los niños y nos preguntaban que hacíamos a esa hora por ahí, de donde éramos, cuando salimos etc. Compramos unos refrescos y al indagar sobre hospedaje una señora que vio nuestra pinta y nuestro estado muy amablemente nos ofreció su casa. Nos disponíamos en ir a ver cómo nos acomodábamos pues tenía muchos invitados de vacaciones en su casa, cuando llegó un motomesa por la vía que habíamos caminado. Jaky sólo murmuro el que hubiera pasado una hora antes para ahorrarse el susto.

De donde vienen, para donde van, súbanse y ya a estábamos montados en una nueva motomesa a toda velocidad a las ocho de la noche con destino a Cabañas. Íbamos con poca iluminación, lo que daba la farola de la moto, que de curva en cuando apagaba para ver que no viniera otra en sentido contrario. El ruido de la moto se dispersaba con el constante golpeteo de las balineras de la mesa contra el riel, acentuado por la oscuridad al no ver paisaje.  Mi bicicleta estaba apoyada sobre la unión de dos mesas, pero yo la sostenía firmemente, cuando de repente sentí que quedé con la bicicleta en las piernas. El conductor paró, alumbró, acercó suavemente su moto a la mesa donde iba Nelson y Jaky, la amarró de nuevo. Le expliqué a Nelson lo que había pasado y que afortunadamente íbamos en subida pues de lo contrario, aún estaríamos persiguiéndolos como en las películas del tren cuando se sueltan los vagones.

Fueron los veinticinco minutos más rápidos de motomesa, arribamos a la estación Cabañas, desembarcamos y nuestro rápido conductor sólo pidió para la gaseosa, buena señal. Preguntamos por alojamiento y allí sin más solicitarlo Don Alirio el jefe de estación, nos ofreció una habitación sin cobro alguno. Nos bañamos, lavamos nuevamente la ropa y la extendimos en una improvisada cuerda en la oficina de la estación. Después, salimos a comer un atún que llevábamos por si las moscas y a entablar un ameno diálogo con Don Alirio y sus familiares.