De Cáchira a Cachirí. Parte 3
Salimos del hotel en Bochalema a las 7:30 am a tomar la ruta del nuevo día tomándome por sorpresa la decisión de Memo de continuar por pavimento. Decidimos encontrarnos más adelante de Pamplona para continuar el viaje. Me anoto su número de celular en un pequeño papel y nos despedimos haciéndonos fotos a dos cámaras.
Montañas, santos y agua. Colombia 2014
La primera indicación de Edwin para salir de Bochalema por su ruta de infancia era montaña arriba a buscar la hacienda el Bajial. A las ocho de la mañana emprendí la ruta por la salida de los pasos de un viacrucis que pronosticaba el duro ascenso por una ruta donde poco veían bicicletas. A medida que ascendía escuchaba el ruido de las motosierras de los aserradores sin ubicarlos para preguntarles por la ruta, que hasta el momento se tornaba con sombra suficiente para ocultarme de la soleada mañana. Cientos de Naranjas caídas en la insipiente cuneta de la trocha calmaron mi sed durante varios kilómetros. Una hora más tarde encontré al primer campesino quien me dijo que faltaba mucha trocha por subir.
El día del partido.
Ocasionalmente miraba a Bochalema en la base de la montaña, continuaba el ascenso y después de dos horas llegué a la vereda Sepulturas donde se desviaba el camino a Durania o Arboledas. Le pregunté al único y alicorado habitante del sector por indicaciones de la ruta y solo le entendí con su mano derecha la señal de bajar por una trocha. Unos kilómetros más abajo encontré una finca y al indagar por el Bajial me ratificaron que era esa finca. Le pedí al hombre con gigantescas manos que me tomara una foto, coloque los tornillos que había perdido del calapié a la bicicleta y continúe el descenso por entre las fincas aledañas. El camino no mostraba huellas de tráfico parecía la vía de comunicación de un potrero aledaño, hasta que en una cerca encontré un campesino de unos 80 años con una batata en la mano que me indico que siguiera bajando, que llegaría al rio Zulia.
En la ladera de la montaña de enfrente observé una trocha recién abierta y que parecía tenía muchos deslizamientos. Pasé unos cuantos portillos y quebradas hasta llegar a un incipiente puente de madera en un paso que ya mostraba su deterioro. Hacia la una de la tarde encontré un motociclista saliendo de una finca quien me dijo que no conocía la arenosa vía de esa montaña pero que debería llevar al rio, que no tenía gasolina para acompañarme así que siguió su camino a Bochalema. Seguí encontrando madera aserrada al borde de la trocha, lo que me indicaba que deberían sacarla de allí bajando en camionetas, así que más confiado proseguí el rápido descenso hasta encontrar una casa con una camioneta de placas venezolana donde sus sorprendidos habitantes me indicaron que bajara hasta el río y tomara el camino de la izquierda subiendo por la ribera del Zulia.
Llegué a la una y media al cruce de caminos después de bajar por unas pendientes huellas de cemento y piedra, tomé la subida por el costado izquierdo del río hasta llegar a un gran puente para cruzarlo. Arribé al desolado Arboledas a las tres de la tarde sin un alma en las calles por el partido Colombia–Japón en el mundial de fútbol. Llamé inmediatamente a Memo desde una panadería para indicarle que había llegado a Arboledas, pero me dijo que continuaría hacia Cachirí por el Alto del Escorial al día siguiente pues me quedaba más cerca que buscar Cucutilla.
Me instalé en el hotel de la plaza principal encargando la comida para la noche y después de cambiarme salí a tomar fotos del pueblo en el horario del partido. No había nadie en sus calles, el sonido de un volador precedido del grito unísono de la gente en sus casas anunciaba un gol para Colombia. Un campero parqueado al lado de un camión obstruyendo el paso en una de sus calles principales era el indicador más certero que todo el pueblo estaba cuadriculado frente a los televisores sin importar que pasara afuera.
Un desprevenido campesino que me vio tomando fotografías, accedió a acompañarme en una de ellas mientras me hablaba de los partidos del mundial del 90 y tres esposas que se habían marchado de su lado. Cuando me sentía un poco encartado escuchando sus relatos, su incoherente charla se vio truncada por un nuevo grito y otro volador, miro hacia el televisor y se concentró en las repeticiones del gol de Colombia. Salí disimuladamente del lugar y para cuando regresé al hotel habían sonado dos voladores más y pude constatar en el televisor de la habitación el 4-1 final a favor de Colombia.
Medio desayuno
Partí del hotel de Arboledas cinco minutos ante de las seis, no conocía el trayecto y debía asegurar el llegar con luz día a Cachirí. Mi parada inmediata era el corregimiento de Castro a una hora en bicicleta. Pregunte donde podría desayunar y me condujeron hacia una vieja casona a la salida de la vereda. Inicialmente la dueña del lugar me dijo que ya no tenía desayuno, tomé la bicicleta y me dirigí resignado hacia una tienda.
—¡Tengo caldito! —escuche detrás mío, era la señora de la casona que se había compadecido.
—No importa mi señora —le contesté y entré de nuevo a su casa.
Cerca de la cocina, donde estaban los hornos de panadería, una madre vendaba la muñeca de su delgado hijo de unos doce años, cuando le pregunte que tenía, me dijo que todos los días le amarraba firmemente su muñeca antes del trabajo, pues era zurdo y al “tirar machete” se la abría la mano.
La señora me sirvió una taza de caldo, dos empanadas de yuca, dos trozos de maduro cocido, una tajada de yuca asada y una pequeña porción de carne ahumada. Luego le dio la orden a su ayudante que me sirviera el café con leche y me fritara un par de huevos revueltos. Cuando le cuestione el porque me había dicho que no tenía desayuno me contesto que le daba pena ofrecerme tan solo ese medio desayuno. Abrí los ojos lo que más pude y miré de frente a Chano, el conductor de la flota Peralonso que se acababa de parar de la mesa.
—¿Medio desayuno? —le pregunte.
Él me ratificó, que mi “pequeña” porción era medio desayuno, que él si había tomado el desayuno completo. Jugué un rato con el perro, tome unas cuantas fotos mientras hacíamos bromas sobre todo lo que comían y que esa porción me daría de sobra para llegar a el Alto del Escorial, pregunte el valor del mismo y la señora cobró 3000 pesos por mi medio desayuno.
Chano me pronostico que tendría que bajarme muchas veces de la bicicleta, pues las subidas eran muy difíciles y la lechera que pasaba por allí día de por medio casi siempre se resbalaba en las cuestas. Llegué hasta un rustico trapiche accionado por un motor a gasolina, con tres calderos alimentados por leña y bagazo de caña de azúcar, tuve que seguir pues hasta en la tarde sacarían el melado para fabricar la panela.
El Dolor
La vía comenzó a tornarse complicada, Chano tenía razón y era solo el comienzo. Un fuerte aguacero enlodo la trocha y trataba de subir por los pequeños arroyos que se formaban en la misma. Mi mojado arribo a la Hacienda San Miguel se dificulto por el estado del terreno y decidí continuar para no enfriarme, estaba empapado y detenerme significaría perder un par de horas en cambio de ropas y esperar a que dejara de llover.
Hacia la diez de la mañana encontré al incrédulo de la jornada, un campesino que venía bajando con su ganado que me dijo que con esa agua que había caído no subiría, que me faltaba aún mucho camino hasta el Alto del Escorial. Minutos después de ese apoyo anímico, comencé a sentir una leve picada en la parte izquierda de mi espalda, la cual se fue incrementando hasta que me tumbo de la bicicleta, me aplique el ungüento Nº 100 veterinario, que no falta en estas travesías.
El dolor no cesaba, una hora después estaba vomitando en una escuela que me daba la bienvenida. Me metí en el helado y turbio río de paramo con la esperanza de que se me quitara el dolor, caminé a menos de media marcha hasta la Hacienda la Esperanza donde solicite ayuda. Doña Luz Marina, empleada del lugar me dio un coctel de pepitas de colores, primero amarillas y pequeñas y luego naranjas más grandes. No pregunte que eran me bote al piso a pasarlas con aguadepanela y decidí esperar.
La dueña de la finca llego, una santandereana entrada en años, pero con el temple de las matronas de campo que venía de los potreros de revisar su ganado, entablamos una corta charla y decidí hacia la una y media, proseguir el camino con un dolor disminuido. Quinientos metros más arriba encontré a su hijo con el ganado y me explico que la ruta era de siete kilómetros por la trocha o de solo cuatro por caminos. Ante la imposibilidad de levantar la bicicleta por el peso del equipo seguí caminando y recolectando agua para la cantimplora de las quebradas del camino. A la distancia podía observar el frio y nublado boquerón por donde tenía que pasar. A medida que subía encontraba pequeños tramos donde poder pedalear y las infaltables imágenes de santos al borde de la trocha.
Mi cara de satisfacción se engrandeció hacia las cuatro de la tarde cundo logre el objetivo de llegar al boquerón para iniciar el descenso hacia Cachirí, el dolor había desaparecido y solo pensaba en el descenso. La coincidencial imagen de una cruz en el piso formada con troncos arrastrados por el arroyo confirmaba mi dirección y ayuda celestial. Estaba indeciso entre seguir pedaleando al día siguiente o parar en Cachirí para tomar el bus rumbo a Bucaramanga, pero confío en las señales y ante la caída en el último arroyo y la mojada de todo el equipo supe lo que debía hacer.
Un campesino con un gran apio en la mano me indico que debía tomar la desviación a la izquierda para llegar al pueblo, comencé a sentir el cambio de clima y visualizar cultivos de zona templada. Me dirigí a la posada en el restaurante Las Delicias donde me cambié de ropa, organicé el equipo mojado en un costal y salí a tomar las fotos finales de la travesía en otro sosegado pueblo que se preparaba para celebrar las fiestas de San Isidro Labrador del 28 al 30 de junio. Con los últimos helados de palito confirmé el itinerario de salida del bus y la próxima ruta a hacer en bicicleta hacia Turbay.
El bus comenzó a pitar al descender por la montaña de enfrente regresando de Turbay a las cinco y media de la mañana. Ya en el pueblo se acomodaron quesos, combustible, encomiendas, productos agrícolas y mi bicicleta en el techo. Salimos treinta minutos después con pocos asientos libres que se fueron llenando en constantes paradas con gente que saludaba a cada uno de los pasajeros. El intercambio de pasajeros continuó todo el recorrido. Algunos bajaron en pocos kilómetros y otros llegaron hasta Surata y Matanza. Mi compañera de puesto y su hija durante las cuatro horas del trayecto me contaron los pormenores de la vida en la región, los vecinos, los cultivos, de su complicada vida en la gran ciudad, pero también del placer que sienten cada vez que regresan a visitar familiares a su natal Cachirí.