Laguna de Ortices a Pescadero
La salida de comienzo de año fue programada en una visita a la casa de Memo –antiguo compañero de travesías- con su simple exclamación: “Las ceibas barrigonas del cañón del Chicamocha se están muriendo”. Su acongojado rostro mostraba la preocupación de una visita anterior al lugar y la impotencia ante la situación pues no sabía a quién echarle la culpa, a las cabras, al clima o al intento fallido de carretera sobre su hábitat natural.
País adentro. Colombia 2015
La flota Cachira salió del terminal del centro de Bucaramanga treinta minutos después del mediodía rumbo a la laguna de Ortices, con pocos pasajeros, pero con muchas encomiendas. Al preguntar al conductor la hora estimada de arribo, me contestó con una mueca de desgano, que probablemente a las ocho de la noche. Y no se equivocó. Varios grupos de contratistas estaban realizando trabajos de mantenimiento en la vía a Málaga, pero la velocidad promedio de viaje no superó los veinte kilómetros por hora.
Aunque recibimos otras ofertas de transporte en camioneta doble cabina, escogimos el servicio de bus, pues este es imprescindible para la comunidad sobre la ruta y al no usarlo las empresas optan por redirigir sus buses a otras rutas más rentables. Sus usuarios toman tramos cortos de una vereda a otra sobre la vía, reclaman y entregan paquetes, alimentos, animales, saludos y hasta razones amorosas. Llegamos a Ortices solo los cinco que salimos del terminal con tiquete comprado a alojarnos en el hotel de doña Mery en cama de $ 7.000 pesos la noche. Como Doña Mery solo esperaba al conductor, tuvo que prepararnos comida y encargar los tamales para el desayuno del día siguiente.
Día de Laguna
El saludo de despedida de doña Mery al conductor que iniciaba su ruta de regreso hacia Bucaramanga a las cuatro de la mañana, daba el inicio de actividades para los lugareños que estaban en labores de corte de caña de azúcar para alimentar los tres trapiches paneleros del pueblo. Decidimos salir a ver el ascenso de la neblina desde el borde de la laguna y saludar a don Helber -amigo de Memo- pues años atrás le había facilitado parches y pegante para botes. Don Helber en un pequeño parador busca el sustento de su familia alquilando los botes inflables a 5.000 pesos por persona. Me mostro su ingeniosa “mariposa” de recursiva fabricación local con la imagen de un escapulario del atlético nacional olvidado por un despistado turista y un triple de anzuelos anudado con nylon y silicona.
Nos despedimos momentáneamente de don Helber pues debíamos ir al hotel a buscar el desayuno. Convencimos a la familia que había llegado con nosotros de ir a la laguna y rentar un bote. Alejandro, Mary y el pequeño Daniel se cambiaron de ropa y emprendimos el regreso. De camino encontramos a un lúcido y charlador abuelo tomando el sol en la cerca de piedra de su casa. Don Clemente Hernández esperaba con ansias la semana santa pues el 25 de marzo -viernes santo- cumpliría sus cien años. Al preguntarle por su fórmula para la longevidad, solo nos dijo poca comida, paz y tranquilidad.
En el parador, don Helber nos entregó los chalecos y bajamos el bote a la orilla. Iniciamos con unas pequeñas instrucciones de remado a nuestra familia amiga y nos dedicamos a dar el recorrido perimetral de la laguna por alrededor de dos horas, sin afanes, solitarios y apreciando con placer otro fabuloso destino de nuestro departamento. El final no podía ser mejor, baño charlado en la cálida laguna y después alimentación de peces a cargo de Daniel. El regreso al pueblo se vio momentáneamente trancado con el desfile de una gran cantidad de mulas que venían del trapiche de dejar la caña. Recorrimos sus calles y tiendas para comprar algunos suministros, haciendo un poco de tiempo para el almuerzo. El plan era bajar temprano para llegar al borde de río y dormir allí.
Al encuentro de las ceibas
Daniel convenció a sus papas de acompañarnos hasta el mirador del cañón, allí se devolverían. Alistamos nuestra pesada maleta y comenzamos el descenso por el tortuoso camino. Polvo, tierra y piedra suelta fueron nuestro acompañante bajo el intenso calor del cañón. Tomábamos agua con mucha regularidad, la incómoda maleta del bote maltrataba insistentemente los hombros, nos la turnábamos y parábamos con frecuencia. Un deslucido aviso de venta de vikingos en un camino por donde pasan muy pocos campesinos nos hizo parar en la casa de una pareja y sus animales.
Charlamos un buen rato, no nos querían dejar partir de nuevo. Insistían en que pasáramos allí la noche, pero nuestra meta era llegar temprano a tomar fotos de las ceibas barrigonas. Debimos reanudar nuestra marcha y pasados treinta minutos nos encontramos con Jorge William, un reconocido fotógrafo documentalista que ha hecho varias denuncias sobre el atropello que cometieron al destruir el camino y las raíces de los pocos arboles de la zona al tratar de hacer una carretera que se destruyó con las primeras lluvias.
Jorge William venia subiendo de hacer sus acostumbradas tomas fotográficas, insistió en que nos quedáramos en la casa de Bernardo su amigo de la vereda El Embudo, nos contó que era súper hospitalario y que tenía siempre un par de camas disponibles. Continuamos nuestra ruta tomando algunas fotografías hasta que nos encontramos a un hombre con dos arrobas de yuca sobre sus hombros subiendo, tomó un breve descanso. Tuve la impresión de que era Bernardo, le pregunté y contestó afirmativamente. Le contamos de nuestro encuentro con Jorge William e inmediatamente nos ofreció las llaves de su casa para quedarnos allí, le contamos que aún no sabíamos si iríamos pues nuestra idea era llegar hasta el río Chicamocha.
Él estaba haciendo la avanzada de su carga hasta el punto más lejano que pudiera subir, pues debía regresar por otra arroba y media de papaya que tenía comprometida para el mercado del domingo, solo que no podía subir con algo más de cuarenta kilos de carga en un solo viaje. Le planteamos la probabilidad de vernos más tarde en su casa y prosiguió el ascenso con su carga.
Encontramos un par de ceibas barrigonas florecidas, Memo me llevó a ver una de las más gruesas de la zona. Cinco brazadas y veinticinco centímetros de perímetro aproximadamente. Afortunadamente ubicada fuera del lugar donde pretendieron hacer la carretera, salvándose del daño de sus raíces. Para mí era increíble ver el crecimiento de estos árboles en unas condiciones climáticas tan hostiles y nos quedó la incógnita del saber si las cabras también ayudan al deterioro de su hábitat, pues no encontramos ceibas pequeñas por ningún lado. No sabemos cómo se reproducen y de hacerlo si las pequeñas plántulas sirven de alimento para los cabros.
La descripción del Paraíso
Hacia las cinco de la tarde, al borde del camino encontramos sobre un árbol seco un letrero de madera que ofrecía gaseosa y cerveza. Desviamos hacia a una humilde vivienda sobre el río Guaca llena de niños, pero sin surtido de bebidas o comestibles. Todo lo deben bajar a lomo de mula desde la laguna de Ortices a una vereda donde hay poco intercambio comercial.
El cansancio nos venció y optamos por aceptar la invitación de Bernabé a pernoctar en su casa. Nos dirigimos a esperarlo a su vivienda construida en ladrillo y tejas de zinc. Él llegó a las seis de la tarde, puso cara de alegría de tener visitantes para charlar, quito los candados de las puertas e inmediatamente saco su inservible ventilador para que se lo arreglara y de esa manera poder prestárnoslo para lo noche. Afortunadamente fue cuestión de poner en su lugar un par de componentes y conectar algunos cables. Lo pusimos a ventilar la habitación de huéspedes con dos camas ofrecida por Bernabé.
A la casa llegó Luis Alberto, un espigado niño guajiro descalzo de once años vecino de la zona. En sus pies se podían ver las huellas de estar acostumbrado a caminar sin zapatos. Vivía con un familiar y muy convincentemente decía que vivía en el paraíso. Nuestro desconcierto fue total y le pedimos que nos explicara su paraíso a lo que rápidamente contestó sin titubear: —Tengo agua.
Luis Alberto nos relató los días en su lejana, árida y olvidada ranchería en la Guajira (al norte de Colombia), cuando vivía con su abuela y lo mandaba por agua. Debía aperar los burros y amarrarles las pimpinas para ir hasta los posos salubres a varias horas de su casa. Nos relató que cuando el agua del pozo se dañaba o se secaba por el verano o la sobre explotación, debían escavar más profundo o buscar uno más lejano llegando a veces al medio día con el preciado líquido, que solo alcanzaba para algunas labores domésticas y una vez a la semana limpiarse el cuerpo con una toalla húmeda.
Luis Alberto irradiaba felicidad en la vereda El Embudo en la mitad del cañón del Chicamocha, por poder tener en su casa una manguera de polietileno de media pulgada, de la cual salía un diminuto chorro, pero constante llenando el desvencijado tanque azul de su humilde casa y además de eso poder bañarse todos los días, cuantas veces quisiera en el río a un par de minutos bajo el puente colgante, ese era su paraíso.
Memo volteo a mirarme y sin decirnos nada comprendimos una realidad de vida diferente, la de un niño encontrando la felicidad en un poco de agua. Bernabé nos contó algunas historias de sus cincuenta y seis años de vida en esa calurosa zona, de sus hijos y su placida soledad, del vivir de unos cuantos papayos y yucas para poder intercambiarlo cada domingo en el pueblo por sus alimentos básicos. De cómo cada viernes a la madrugada en el acostumbrado sacrificio semanal en el cual colabora, don Alirio Quintero el dueño de la venta de carne de la Laguna de Ortices le regala todas las vísceras y el las aprovecha cocinándolas e intercambiándolas con sus vecinos de la vereda. Cada vez que Bernabé necesita algo, solo lo obtiene después de una larga caminata hasta el pueblo, y esa rutina de subir dos o tres veces por semana al pueblo lo mantiene dinámico y con buen estado de salud.
La comida mágica
De nuestros morrales sacamos comida para compartir y entre ellas una ración para una persona de frijoles con Chili liofilizado de las que usan los astronautas. Se la entregamos a Luis Alberto quien desconcertado miraba las instrucciones en inglés para su preparación. El paquete era muy liviano, mientras Luis Alberto jugaba con él lanzándolo al aire, pusimos a calentar la taza de agua solicitada en la etiqueta.
Cuando el agua estaba hirviendo, abrimos la bolsa por la parte superior y le pedimos a Luis Alberto que mirara al interior de ella. La describió como harina pasada, como granulada. Pusimos el agua dentro de ella y la sellamos nuevamente esperando cinco minutos. Luis Alberto no dejo de mirar el paquete durante este tiempo. Tomamos una cuchara y le dimos a probar primero. Su cara de sorpresa fue absoluta, no podía comprender como de esa harina y esa agua había podido salir la mejor comida que había probado en su vida. Bernabé fue el siguiente, con menos sorpresa, pero asintiendo con su cabeza a manera de aprobación del sabor.
Nos tocó de cucharada y media para cada uno. Luis Alberto abrió la bolsa con un cuchillo y la lamió hasta el último de los bordes para no desperdiciar nada de ese especial sabor. Decidimos no trasnochar más a Bernabé, pues debía emprender camino antes de las cuatro de la mañana con sus papayas y recoger la yuca que había dejado en el camino para estar antes de las seis en el pueblo. Nos compartió su número de teléfono celular, nos despedimos y reiteró muy amablemente la invitación para venir a visitarlo de nuevo a su casa.
Otras prioridades
En este tipo de salidas, es donde aprendemos a valorar las necesidades de los demás y sus prioridades comparadas con las nuestras. Lo que para unos es un tormento o una tierra invivible para otros es un paraíso y una placida vida. Un cuento demasiado largo, solo para decir que no había papel higiénico en el baño. En la mañana Memo me pregunto si tenía papel y le dije que no, que ahí estaba el agua, cerca al baño en el tanque. Me acorde de una vieja charla veinticinco años atrás con un paisa emprendedor que coloco una tienda en Jordán Sube, un desolado pueblo de Santander y al preguntarle cómo le había ido en su negocio, me dijo que muy bien. Me fije sobre el estante y en la parte superior había una gran cantidad de rollos de papel higiénico. Sorprendido le pregunte por qué tenía tantos a comparación del demás surtido de su tienda. Me contó sin reparo que los tenía desde el comienzo de la tienda, que en seis meses solo había vendido tres rollos.
La noche anterior Bernabé nos había contado que un ladrillo para una reforma costaba $ 2.000 pesos puesto en la vereda, tres veces más que el valor normal en una ferretería de ciudad con buenas vías de acceso. Que la nevera que tenía la había bajado amarrada a una vara haciendo turnos de dos con sus vecinos de la vereda. La pregunta a responder es cuántos de nuestros compatriotas en este país de desigualdades deben priorizar entre comprar un rollo de papel higiénico o una panela, o entre una vela y un jabón.
Luis Alberto llegó a despedirnos a las seis de la mañana. Corto en tajas la papaya que nos había dejado Bernabé pues sabía que saldríamos temprano. Memo le obsequio su linterna, con la insistencia de que estudiara, de que tenía que buscar un futuro diferente. Nos tomó la foto y nos preguntó si habíamos sentido salir a Bernabé a la madrugada a lo cual dijimos que no.
Pasamos de nuevo el puente colgante y tomamos el lecho del río hacia el Chicamocha, una hora y media más tarde estábamos en la desembocadura del río Guaca. Procedimos a alistar el equipo e inflar el bote, amarrando nuestras pertenecías en el centro. Sobre las ocho de la mañana comenzamos a palear en un río con poco caudal. Nos turnamos la dirección del bote y parábamos cerca de las parejas de pescadores. Un par de sustos después llegamos al puente colgante que lleva a la vereda San Miguel y proseguimos nuestro descenso inflando de nuevo el bote hasta pasar por el puente metálico sobre la vía a Cepitá. Tuvimos un par de caídas y encallamos varias veces, pero básicamente sin muchos contratiempos. Llegamos relajados tras cuatro horas de paleo a nuestro destino el puente Pescadero –sobre la vía a Bucaramanga- pero con la certeza de que habíamos dormido en el paraíso.