De camino a Zetaquira
Cuando doña Alba se marchó, pidió ser enterrada en Zetaquira, su pueblo natal. Había quedado sola con sus hijas después de haber sepultado a su compañero de toda la vida, don Abdenago. Su última voluntad fue comunicada reiteradamente a su hijo Ricardo, mi cuñado, quien pudo cumplirla a cabalidad.
En su tierra. Colombia 2016
Muchas veces escuche el nombre Zetaquira en la casa de Ricardo, sabía que estaba ubicado en Boyacá, que quedaba muy distanciado de Tunja y por mala carretera. Era el pueblo de sus padres y no tuve la oportunidad de conocerlo con ellos. El nombre Zetaquira dio vueltas en mi cabeza por mucho tiempo, así que decidí programar una travesía por Boyacá para conocer sus paisajes y visitar la tumba de una vieja amiga.
La programación del viaje estaba hecha desde el comienzo de año, le había pedido a Juanca quien vive en Villa de Leyva que me acompañara, pues de allí iniciaría el recorrido. La salida debió posponerse un par de veces para atender compromisos, pero el 12 de abril muy después del mediodía, había llegado a su casa en el parque principal tras pedalear 25 kilómetros desde Arcabuco.
Los invitados
Era fin de semana, Villa de Leyva estaba atestada de gafas de sol, cerveza, cámaras fotográficas, parlantes, políticos, pólvora y pintas extrañas. Espere a Juanca un par de horas quien venía de Bogotá con su novia Laura. Él le había comentado del viaje a muchos de sus compañeros de bicicleta y entre ellos a Alí, un iraní vegetariano que no comía nada que tuviera ojos, jubilado de 63 años residente en el municipio quien también nos acompañaría.
Alí tenía unos amigos canadienses también biciviajeros, que pasaban los seis meses del gélido invierno de su país pedaleando en el nuestro, teniendo como base Barichara y que venían a nuestro encuentro para unirse a la ruta. Nos conocimos el domingo en el bar de Juanca. Con solo verlos se podía apreciar su experiencia. Delgados, en bermudas, de piernas firmes y el clásico color blanco rojizo de todos los extranjeros nórdicos expuestos al trópico. Mike de 60 años, alto, con estampa de hombre Marlboro y difícil de camuflar entre los boyacenses, y Clare su pareja, una menuda mujer de 57 con sonrisa permanente.
Preguntaron por el plan de viaje y les conté la misión específica de mi visita a Zetaquira y la posibilidad de modificar el resto del trayecto dependiendo de lo que encontráramos interesante en el camino. Observaron la hoja impresa con el nombre de los pueblos de la ruta, Sora, Soracá, Viracachá, Ciénega, Berbeo, todos municipios desconocidos para el grupo al igual que las condiciones y tipo de vías.
—No problema —dijo Mike y la salida fue programada para las 7 de la mañana del siguiente día después de desayuno desde el almacén de bicicletas de un amigo de Juanca.
Una de estas cosas, no es como las otras
Mike había recorrido Asia y junto a Clare habían pedaleado Canadá de extremo a extremo. Con Juanca habíamos salido en infinidad de ocasiones y conocíamos nuestro ritmo. Alí había cruzado Norteamérica pedaleando 5000 kilómetros, pero solo al momento de partir supe que lo había hecho con su bicicleta de turismo. Inmediatamente le manifesté mi preocupación a Juanca y el me tranquilizo diciendo que ya había salido muchas veces con él y que siempre llegaba.
Los primeros kilómetros fueron por la vía pavimentada hacia Tunja, Clare siempre adelante, con paso firme y los demás persiguiéndola. En la primera parada el dueño de la tienda de bicicletas que nos acompañaba hasta el punto más alto del trayecto, aprovechó para ajustar la posición de las palancas de freno de la bicicleta turismera de Alí. Clare fue prudente en su andar y realizaba paradas en puntos estratégicos para lograr la reagrupación.
Alí siempre llegaba, pero después de tomar la vía destapada hacia Sora empezó su calvario. Debíamos atravesar el pueblo y hacer un ascenso de seis kilómetros. Su relación de cambios no era adecuada para subir, tenía que hacer demasiado esfuerzo teniendo que bajarse a caminar en las duras cuestas. Surgió la opción de buscar cambiar en Tunja los platos de su bicicleta por unos pequeños que le hicieran más suave su pedalear. Juanca nos condujo hasta un almacén de bicicletas, donde le realizaron un breve ajuste a la mía y nos indicaron el sitio del otro taller donde se reacondiciono rápidamente la de Alí.
El pedaleo de Alí mejoró considerablemente con su nueva relación, al realizar menos esfuerzo podía ir junto al grupo. Llegamos a Soracá 45 minutos después del almuerzo, a la hora de salida del colegio. Unos helados después salimos del pueblo rumbo al siguiente destino Viracachá, por una ruta terciaria con poco tráfico, empolvada y con gran cantidad de cultivos estropeados por la falta de agua. No había hotel en el pueblo, pero los desinteresados propietarios de la tienda complacidos por los extranjeros, ofrecieron su casa para hospedarnos, nos regalaron un mapa, nos explicaron la ruta y tomamos la decisión de seguir hasta Ciénega el siguiente pueblo a seis kilómetros de distancia donde pasaríamos la primera noche.
País de Vírgenes
Clare estaba maravillada con la imponencia de las iglesias de estos pequeños pueblos de Boyacá. Su relación de habitantes vs el tamaño del templo nunca le cuadraba y mucho menos la gran cantidad de figuras religiosas encontradas en el camino. Junto con Mike había recorrido una buena porción de la Colombia rural en sus bicicletas, incluso perdiendo el camino, pero conociendo vías, pueblos y corregimientos que algunas veces no aparecen en los mapas.
Muchas de las indicaciones de ruta dadas por la gente a Clare, hacían referencia a una virgen, pasando la virgen, antes de la virgen, en la virgen, cruzando por la virgen, virgen, virgen. Para ella encontrar una más en el camino era todo un acontecimiento gestual, la señalaba, la miraba y algunas las capturaba con su cámara. Por culpa de esas coloridas imágenes erigidas en diversos puntos estratégicos de nuestra geografía nacional, Clare nos llamaba el país de las vírgenes con sus dos millones doscientas veintidós mil doscientas veintidós en los caminos de Colombia y no sería la excepción antes de llegar a Zetaquira.
Las Aguas Turmales
Aunque el español de Clare es fluido, su extraño acento hacía que la gente en el camino se quedara viendo su extranjero rostro y no atendiendo a sus preguntas por indicaciones en la ruta. Ella tomó un desvío hacia la casa de una campesina a unos 300 metros de la vía. Fue a preguntarle por la entrada hacia las aguas termales antes de Zetaquira y la campesina no supo dar razón. Clare regreso sin respuesta alguna, pero minutos después la campesina también.
—¿Ustedes están buscando las aguas calientes? -preguntó la anciana.
—Sí. Respondimos al unísono.
Ella nos dijo que después de la virgen estaba el desvío. Así que con Juanca increpamos a Clare sobre lo que había preguntado, haciendo mofa sobre su acento y diciéndole que había preguntado por “aguas turmales”
La abuela comenzó a reír desparpajadamente, Clare no entendió el chiste, hasta que le explicamos con malicia colombiana la diferencia entre termal y turmal. Mike y Alí reían en inglés, mientras Clare repetía insistentemente, que ella había preguntado bien que dijo termales, no turmales, ni tamales.
Encontrar la tumba
Llegamos a buscar almuerzo a la hora de las noticias en el televisor. En las limpias calles de Zetaquira no había mucha gente, era un pueblo pequeño, tranquilo, con algunos almacenes comerciales. Preguntamos en la plaza por el restaurante y tras atravesar el vacío salón social lo encontramos. Pedimos cuatro corrientazos del día y uno con huevo sin sopa para Alí, por aquello del suculento hueso con el que la cocinan para darle sabor.
Después de almorzar dejamos las bicicletas al cuidado de Alí y Mike. Caminamos lentamente un par de cuadras hacia el cementerio, su oxidada puerta metálica estaba abierta. Las indicaciones dadas por mi sobrina, sobre el lugar del entierro me llevaban hacia arriba a la derecha del lugar. Preguntamos al sepulturero y nos dijo que los muertos recientes estaban arriba. Doña alba había muerto cinco años atrás, síntoma de la poca actividad funeraria que tenía Zetaquira. Subimos con Clare hasta la parte alta del cementerio. Juanca preguntó de nuevo por el nombre para cerciorarse.
—Alba López de Rojas —contesté.
—¡La encontré! —gritó emocionado.
Una sencilla construcción en ladrillo frisado y pintado de blanco con cal, un poco deslucida por efecto de la lluvia. Su lápida tallada en mármol color gris sepulcral estaba al lado de la de su padre. Era el panteón familiar, con espacio para algunos más y estratégicamente ubicado para mirar hacia el valle y el pueblo.
Después de algunos respetuosos minutos frente al panteón salimos del cementerio a encontrar a Mike y Alí en la plaza principal del poblado. Debíamos proseguir con nuestro plan hacia Berbeo y San Eduardo, pero no sabíamos que nos esperaba en la ruta, para todos era incierto lo que venía por delante pues ninguno conocía la zona, le dije a Clare que podíamos disponer del resto de la travesía a su acomodo pues mi misión del viaje a visitar la amiga en su descanso final había terminado.