Un gringo en San Eduardo

Como dirían los abuelos, las cosas deben llamarse por su nombre y San Eduardo en Boyacá se ganó sin discusión alguna el título del pueblo más hospitalario de Colombia. He conocido muchos pueblos, pero hasta el momento ninguno ha superado el grado de amabilidad y servicio de sus ciudadanos para los visitantes.

Gente que sabe a gente. Colombia 2016

Partimos de Berbeo Boyacá a las cuatro de la tarde, tan solo faltaban quince kilómetros para llegar a San Eduardo, pero Alí estaba extenuado de pedalear en subida con su inapropiada bicicleta, se había golpeado fuertemente con el pedal y le recomendamos tomar un frio baño en la quebrada. Cubrimos su herida con ungüento 100 veterinario y convertido en mula se puso a pedalear.

 

 

Gran acogida

Faltaban unos nueve kilómetros de terreno destapado hasta San Eduardo nuestro destino, Alí se estaba quedando rezagado rápidamente, Juanca escucho el fuerte ruido de una camioneta, así que optamos por pedir ayuda. Era un carro de la policía que iban rumbo al pueblo, le explicamos la situación y con solo escuchar el extraño acento de Alí, comprendieron que no era Boyacense y se lo llevaron gustoso hasta la estación de policía. Tardamos cuarenta minutos en completar el trayecto y Clare fue a buscarnos para indicarnos el sitio de alojamiento.  Zulma, la amable encargada de La Quinta Maravilla, nos recibió con un fresco vaso de te dándonos la bienvenida y contándonos de lo alegres que se hubieran puesto sus patrones de habernos recibido.

Nos retiramos con Juanca a nuestra habitación a quitarnos el olor a ciclista y a ponernos algo limpio cuando escuchamos en la cocina del hotel el murmullo de una impaciente mujer al teléfono, tratando de conseguirle a Alí la llanta que necesitaba con sus amigos del pueblo vecino, era muy tarde y todo estaba cerrado. La diligente mujer era Giovanna, la Gestora social de San Eduardo, algo así como la mano derecha de la alcaldesa. Nos dio la bienvenida y se colocó a nuestra disposición y continuaba haciendo llamadas para buscarnos comida, indicarnos el sitio donde debíamos probar el jugo de chamba en la mañana, visitar el monumento de los caídos y presentarnos efusivamente su municipio.

Después de comer en el pequeño restaurante cerca a la plaza, ya era más que notable para los lugareños la presencia de los gringos en el pueblo. Caminamos media cuadra hasta el parque donde nos rodeó el equipo femenino de fútbol a darnos la bienvenida oficial junto con María Elisa su alcaldesa. Hablamos con ella y le manifestamos nuestra admiración ante la calurosa bienvenida dada por todos. Le contamos nuestras experiencias vividas en otros pueblos donde la sobreexplotación del turismo hace inmanejable las hordas de visitantes y el plácido contraste con el apacible San Eduardo. Le rogamos para que no le hiciera publicidad al pueblo y de ser posible que no le pavimentaran sus vías de acceso, para que se quedara tal cual es, aislado, calmado y familiar, perfecto para llevar una vida tranquila.

Caminamos un rato y con un joven jugador de pelota conseguimos una llanta usada rin 29 para tratar de colocársela infructuosamente a la bicicleta de Alí. Mientras reparábamos la antigua coraza, Alí me manifestó su extrañeza ante la gran cantidad de saludos e invitaciones para que nos quedáramos a conocer el pueblo. Se sintió muy halagado y al compartir el mismo sentimiento grupal decidimos quedarnos un día en San Eduardo.

Zulma despertó a los complacidos gringos con el aromático olor de una buena taza de café, no teníamos prisa y era día de descanso. Cumplimos la cita impuesta por Giovanna de no irnos del pueblo sin probar el jugo de chamba preparado por Yorley a partir de pulpa congelada, pues no era época de cosecha. Su sabor hizo que repitiéramos la dosis sin dudarlo y aprovechamos para desayunar en el lugar.

Yorley nos contó brevemente de los momentos difíciles que tuvo San Eduardo, donde la presencia de todo tipo de verdes desato una época de violencia infernal a mediados de los años 90, que la obligo a huir con sus pequeños hijos para la capital del país, después del asesinato de su padre y la desaparición de algunos amigos. Tras la recuperación del Municipio por parte de las autoridades, regreso años después a buscar futuro en su pueblo natal, donde fue construido el monumento a los caídos. Una pequeña pero moderna capilla construida en concreto y pintada de color blanco y amarillo ocre donde están albergadas las placas de acero inoxidable con los nombres de los habitantes desaparecidos y asesinados en la época del conflicto armado, visita obligatoria para contrastar la buena vida que llevan hoy con el sacrificio hecho por sus habitantes para lograrlo.

Nos dirigimos hacia el palacio municipal en búsqueda de la alcaldesa y mientras subíamos al segundo piso escuchamos el murmullo de alguien diciendo “llegaron los gringos”, las funcionarias salieron rápidamente de sus oficinas a ver a los monos de acento extraño y a pedir que esperáramos un momento mientras se desocupaba la alcaldesa.

María Elisa como primera autoridad del municipio nos atendió diligentemente en su despacho y dispuso un operativo relámpago para que Josué su esposo, nos llevara a conocer la Laguna Negra, con Olga como guía y Gulver como director de embarcación.

 

Día de actividades

Josué condujo ágilmente por la sinuosa carretera unos 45 minutos, descendimos de su vehículo y caminamos por un bosque verde, virgen, brumoso y con olor a humedad hasta encontrar la primera laguna que solo tiene agua en época de invierno y bien bautizada Laguna Seca. Atravesamos el tapete de fina grama para cruzar otra parte del bosque hasta llegar a la Laguna Negra de aproximadamente tres hectáreas de extensión, rodeada en su totalidad por arboles como protegiendo su ubicación.

Vestimos los chalecos y procedimos a navegar en el bote de madera. En el primer viaje Gulver junto a los tres extranjeros, y el segundo turno para los criollos acompañando a la nerviosa Olga, quien dudando de nuestra capacidad de remado gritó un par de veces para tranquilizarse. Las risas fueron el común denominador de la grata experiencia en un hermoso paisaje a salvo de la depredación, que no soportaría el turismo masivo. El descenso tomo igual cantidad de tiempo. Agradecimos a Josué su amabilidad y nos despedimos para ir a almorzar y a descansar al hotel.

La tarde coincidió con actividades del colegio fuera del plantel, en las calles y el parque principal. Los niños por fin conocieron a los gringos de Canadá e Irán. Les indagaron, fotografiaron y jugaron rana con ellos. Los menos tímidos trataban de usar su básico inglés haciéndoles preguntas sobre su edad y procedencia. La fluida profe bilingüe del colegio aprovechó el desorden y mostró sus habilidades en una extensa conversación con Mike, Clare y Alí. Organizamos una improvisada actividad de juegos en ingles en el parque y todos nos divertimos a expensas de los extraños profesores.

Decidimos visitar el restaurante “mí hoyito” sugerido por Zulma a las afueras del pueblo, un lugar acogedor decorado con cachivaches propios de la vida en el campo y atendido por Michel su propietario quien luego de vivir por años en la capital del país, decidió regresar a sus orígenes y hacer comida experimental con los ingredientes de la zona. Regresamos al parque a ver el partido de fútbol de la noche y a compartir con la familia de Gulver mientras él jugaba. La repentina lluvia canceló el segundo partido e hizo que nos resguardáramos en el quiosco del parque donde preguntaban a los gringos sobre las costumbres de Canadá e Irán. Nuestro placido día en san Eduardo había terminado y nos despedimos de los nuevos amigos de este poblado.

 

Salida en bus

Debíamos cubrir 66 km en ascenso hasta Aquitania con dos bicicletas dañadas, pues la de Mike perdió los frenos y no pudimos conseguir las pastillas de remplazo. La opción era tomar transporte para salir de San Eduardo. A las ocho de la mañana estábamos desbaratando las bicicletas para subirlas a la buseta roja con destino a Sogamoso, ruta que llevaba un mes de inaugurada. Los marcos ocuparon las dos filas traseras junto con las delicadas ruedas de Clare y Mike.

Salimos solos del pueblo y a medida que ascendíamos, los campesinos llenaban momentáneamente la buseta y comentaban lo felices que estaban de poder acceder a este transporte. Paramos a esperar más usuarios en San Juan de Mombita un pequeño caserío con su iglesia a medio construir y un par de tiendas. Hablamos de lo duro del trayecto y definitivamente de la imposibilidad de haberlo logrado en bicicleta en un día, las difíciles condiciones del camino, sumado al lodo y el clima habrían sido una tortura.

La ruta continuó lentamente sorteando todos los obstáculos del difícil camino y haciendo muchas paradas. Subían y bajaban perros, cilindros de gas, bultos de papa, de frijol, garrafas de miche (aguardiente artesanal), campesinos, niños, ancianos, incapacitados, parte de un trasteo y hasta cerveza en botella para refrescarse de las largas caminatas desde sus veredas para poder utilizar el transporte.

Nuestros gringos estaban contentos de compartir con la gente y responder preguntas. Tuvieron la oportunidad de cambiar de puesto infinidad de veces en el trayecto de siete horas hasta Sogamoso. La travesía en conjunto había llegado a su fin. Bajamos del funcional transporte interveredal, armamos bicicletas y montamos morrales. Yo debía llegar a Corrales a buscar la ruta hacia Santander y ellos buscarían los repuestos de las bicicletas para seguir al día siguiente hacia Villa de Leyva. Nos despedimos rápida y efusivamente con la consigna grupal de regresar pronto a San Eduardo.