Entre Hijuepuerca y Sumercé

Definir el límite entre los departamentos de Boyacá y Santander sobre la cordillera oriental en una vía terciaria sin señalización, es una tarea compleja. La topografía, viviendas rurales y vestidos de su gente son los mismos. La diferencia solo puede ser apreciada al degustar sus costumbres culinarias y el notable cambio de acento.

Iguales pero distintos. Colombia 2016

El denso ambiente producto de la humeante siderúrgica de Paz del Río, marcó el inicio del no muy placentero pedalear en una vía pavimentada con residuos de arena y carbón sobre su superficie. Había mucho tráfico de tractocamiones y debía recorrer tan solo veinte kilómetros planos desde Sogamoso para alcanzar a llegar antes del anochecer a Corrales, un pequeño pueblo que me habían sugerido para pasar la noche.

La amable dueña del hospedaje, me acomodó y presentó en sociedad, al policía, al constructor del pueblo, a la enfermera, al de la tienda, a sus amigas de aeróbicos, a dos sobrinos y por último a las encargadas de preparar la alimentación a los policías del pueblo. Solo hacían alimentos por encargo, pero ante la resumida historia contada de la travesía en bicicleta de Zetaquira a San Eduardo, decidieron conmovidas quitando un poquito de allí y de aquí (de la comida de los policías), armarme un plato con arroz, papa, unos pequeños trozos de carne y agrandarlo con crispetas.

 

 

Carne, tripa y secretos

Después de la oportuna comida, salí a recorrer las calles del solitario pueblo. En la única esquina bulliciosa del parque, se escuchaba la chillona voz de una mala cantante interpretando corridos mexicanos. Los pocos habitantes que transitaban a esa hora lo hacían por el sector opuesto del parque tratando de evitar el sonoro espectáculo y uno de ellos en su rápida huida me señalo una casa con la puerta abierta y solo dijo, —Genovas. 

Doña Rosa Helena atendía el lugar, heredado de su familia con cincuenta años de tradición culinaria preparando las mismas bolitas de carne sin variar la receta. Ni siquiera me pregunto qué quería, solo tomo del mostrador su cuchillo, corto del largo rosario una de las genovas y me dijo, —Pruebe las frescas. Mientras degustaba lentamente el preciado manjar, doña Rosa cambio de cuerda y cortó otra más pequeña. –Y ahora pruebe las secas.

Tenían razón los corraleños de estar orgullosos de sus genovas, en su suave sabor percibí algo de pimienta con lo cual le pregunté a doña Rosa que ingredientes tenia. Me tomo de la mano y me llevo al interior de la vivienda hasta su cocina, destapo la gran olla y levanto otro largo rosario de genovas, corto una y con un orgulloso gesto dijo, —Ahora pruébelas calientes, que es como más me gustan.

Doña Rosa solo sonreía al ver el gusto con que las comía, le repetí la pregunta saliendo de su cocina, me llevo de nuevo hasta el aparador de su negocio, me empaco dos más, me pidió cinco mil pesos y concluyo la charla diciendo, —“Sumercé, solo carne, tripa y secretos”.

 

El abuelo ciclista

Partí de Corrales en la mañana luego de tomar el trancado desayuno encargado desde la noche anterior. A una hora de pedaleo encontré el tranquilo Busbanzá donde dos ciclistas iniciaban su jornada y me invitaron a acompañarlos hasta Tobasia el siguiente Poblado. La ruta era pavimentada y no muy exigente. Llegamos al parque principal, tome un par de fotos y emprendieron el regreso. Cuando les pregunte por qué se regresaban tan rápido, me contestaron, —Es que no nos gusta subir.

Al salir del pueblo y pedalear unas cuantas curvas, logre entender a lo que se referían. Una prolongada cuesta me esperaba. Luego de cinco kilómetros de duro ascenso, encontré en una parada técnica a don Pedro Pacheco, le pregunte que le pasaba y solo me señalo su pecho diciendo —Años y el corazón. Tenía 82, montaba en su bicicleta turismera con suave y constante paso. Ante la ausencia de automóviles pudimos pedalear y hablar lado a lado.

Me contó de su finca, de sus hijos y de su inseparable bicicleta. No se acordaba de cuantas había tenido, pues las iba regalando a sus familiares y luego compraba otra Burrita (nombre popular en algunas regiones para la Bicicleta). Toda su vida había usado bicicleta y no se le notaban ganas de dejarla, aún con su avanzada edad. Era quien hacia los mandados de su familia y ese día le tocaba pagar el recibo de la energía eléctrica, pero estando más cerca de Santa Rosa de Viterbo prefería ir hasta el otro pueblo, pues se esforzaba más. Paramos en un desvío donde debía tomar el camino hacia su finca, debía subir dos kilómetros más y con un gran gesto de victoria hecho con su mano derecha, se despidió diciendo, —Mañana bajo a pagar el del teléfono y más tarde voy por el pan.

 

Frontera invisible

Santa Rosa de Viterbo, Cerinza y Belén quedaron atrás, debía tomar el desvío en la vereda Paramo para tomar camino hacia Onzaga y aún faltaban treinta kilómetros de trocha. La robusta señora a la que le compré las frutas y usuaria de bicicleta, me había dicho que era posible completar la jornada que ella la había hecho de joven, pero hacia las cuatro de la tarde comencé a dudar. Percibí el grito de un campesino preguntando hacia donde iba. Paré en la entrada de su finca mientras el hombre bajaba de la pequeña casa.

—¿Falta mucho para Onzaga?  —pregunté.

—En esa burra baja rápido —contestó sonriente.

Me tranquilice y hablamos un par de minutos. Don Reynaldo quería armar una bicicleta baratica y tenía un amigo en Bogotá que le estaba ayudando. También la quería con parrilla para poder llevar sus herramientas. Al sugerirle que la comprara armada y ya lista para montar, don Reynaldo respondió –Esas hijuepuercas son muy caras y no sirven para lo que las necesito.

Con ese animoso hijuepuerca Comprendí que había salido de Boyacá, había pasado un par de montañas, muchas fincas y trabajadores del campo que, aunque seguían usando ruana Boyacense, estaba seguro que esos paisanos ya eran de los míos.

 

Quesos y chorizos

Llegué sobre las seis de la tarde a Onzaga, muy tarde para las fotos y solo tuve tiempo de buscar hospedaje y comida. La jornada había sido larga, así que decidí madrugar a conocer el pueblo. En la mañana, con muy poca gente en las calles, encontré a doña Luz con los quesos en la mano entregando sus pedidos a las tiendas del pueblo. Me pidió que la acompañara a conocer su modesta fábrica.

La microempresaria estaba preocupada por el monto invertido en su pequeña industria, pues por culpa de las autoridades sanitarias, había tenido que dejar su cómoda finca donde fabricó con su familia por años los clásicos quesos Onzageños. Debió radicarse en el pueblo, invirtiendo todos sus ahorros y un préstamo en la nueva fábrica, una pequeña casa con cerámica en piso y paredes que le habían hecho construir para poder dejarla vender sus ricos quesos y seguir dándole sustento a los suyos.

Me despedí dándole ánimo a doña Luz y después de un clásico desayuno de pueblo con caldito, arepa y carne, pedaleé dos horas hasta San Joaquín en busca de sus apetecidos chorizos.

Era día de mercado en el pequeño pueblo, así que fue fácil obtener ayuda con la gente para ubicar el modesto restaurante. Aunque la apariencia de los chorizos era muy parecida a las de las genovas de Corrales y utilizaban ingredientes similares, su color y sabor era completamente distinto.  Le pregunte a su propietaria sobre el secreto de su fórmula y me dijo que ninguno, que solo era carne de buen cerdo y tripa con algo de condimentos, pero por supuesto, cocinados a fuego lento en aguadepanela para acaramelarlos y servirlos acompañados de Yuca y buen picante.

 

La comunicativa

Me tomo una hora y media subir de San Joaquín al alto de los Cacaos, por una polvorienta y soleada vía, para luego descender hasta Mogotes, donde decidí salir de la ruta principal que conduce a San Gil. Tomé un desvío por el corregimiento de Pitiguao tratando de buscar Cantabara, una vereda en jurisdicción del municipio Aratoca donde Toñito -un amigo ciclista de Bucaramanga- y Rosita tenían su finca.

Nunca había ido, pero sabía que estaba sobre la ruta a Aratoca. Empecé a pedir indicaciones y a sentirme confundido por no saber si era Cantabara alta o baja. Seguía preguntando y pedaleando, preguntando y pedaleando hasta que llegue a una amplia tienda, sobre un viejo patio de secar café. Compré una gaseosa y comenzamos a dialogar.

—¿Conoce a don Antonio Curcio?

—Sí señor, está en la finca con su esposa Rosita —replico la tendera, y continúo diciendo: —Llegaron hace dos días, pero no se van a demorar, pues tienen que viajar rápido a cumplir un compromiso en Bucaramanga, para recoger en el aeropuerto a su hijo que viene de viaje desde Australia con su esposa y el nieto.

Ante la completa y precisa información llame a Toño y le pregunte donde estaba y me dijo que en la finca. Le conté que estaba en la tienda y presuroso me dio las indicaciones de encontrarlo un kilómetro más arriba en un cruce donde estaría con la camioneta. Cuando llegamos a la finca le conté a Rosita lo específica que había sido la información dada por la tendera antes de llegar. Rosita no me creía, pero yo no podía saber toda esa información y sabe que su amado es muy reservado con esas cosas. Le tomé el pelo muchas veces esa noche repitiendo la información dada por la auxiliar de turismo de la zona, nos reímos hasta el cansancio, pero creo que desde ese día Rosita hará las compras en otra Tienda.