Guacamayo a Socorro
La felicidad de Clare era innegable, por fin podíamos pedalear al otro lado de la cordillera donde el clima era benévolo y solo nos quedaban trochas por recorrer sin barro, teniendo la seguridad de llegar a los poblados destino sin dificultad, en unas condiciones más favorables para nuestras bicicletas con carga.
A buscar helados. Colombia 2017
Mientras esperábamos el almuerzo en Guacamayo, pusimos a secar nuestra ropa. Era emocionante el saber que la tortura del lodo había terminado. Alistamos presurosos nuestro equipo sobre las bicicletas. Partimos lentamente hacia Aguada a la una de la tarde con la extraña sensación de no oír a las bicicletas quejarse del lodo en su cadena. Solo debíamos pedalear sin contratiempos, bajar hasta el puente sobre el río y luego subir por el otro costado de la montaña.
Puente de Lata.
Estábamos cansados, por la madrugada y las siete horas en campero, así que decidimos quedarnos en Aguada, en el Hospedaje de doña Carmen, una amable mujer que conocí en un viaje anterior que tenía un asadero de pollo para el fin de semana y cómodas habitaciones donde vivían contratistas, profesores y la directora del hospital. Mike y Clare percibieron con agrado la limpieza del pueblo, la amabilidad de la gente y particularmente la inusual organización de los productos en los estantes de los negocios, en comparación a la de otros pueblos que conocían.
Nos despedimos de doña Carmen, agradeciendo su buena sazón y preguntando la ruta a los policías del pueblo, quienes nos mostraron la salida hacia Puente de Lata. Mike me preguntó el por qué les decían así a los puentes de hierro, ante lo cual le dije que debíamos esperar a verlo pues no lo conocía. Bajamos hasta el río, cruzamos un puente de concreto, fincas ganaderas, sembrados de caña y tras dos horas de suave pedaleo llegamos a Puente de Lata.
Era una vieja armazón de un puente colgante, pintada de amarillo intenso, cubierta con lámina metálica antideslizante, acondicionada para el pazo de vehículos livianos y que emitía un particular sonido con el golpetear de las láminas con la estructura a medida que pasábamos con la bicicleta. Mike sonrió y comprendió inmediatamente el nombre del particular puente.
Mejores los de Mora
El ascenso a San José de Suaita nos tomó otras dos horas, entre preguntas, campesinos, caballos desbocados y un amable finquero que nos compartió las mandarinas de sus árboles. Me dirigí a buscar los helados de palito que conocía, pero su propietaria con un trapo en la boca me contesto que la gripa no la había dejado hacer helados, que solo tenía de paquete, de los que traen de Bogotá, de los que saben a industria. Me dirigió muy cortésmente a buscar su competencia, los helados de Doña Azucena en la parte de arriba del pueblo. Tuvimos que preguntar varias veces, pues era un poco retirado de la plaza central, hasta que una vecina condolida de nuestro afán de helado de palito me acompaño hasta señalarme con su índice la ruta de acceso.
—Suba por ahí y cruce el callejón a la izquierda —me dijo retirándose de inmediato.
No había letrero en su puerta, era una vieja casona, acondicionada para vivienda por sus inquilinos luego de terminarse la fábrica de tejidos e hilados San José. Era un espacio acogedor y mientras probamos los de mora, maracuyá, chicle y mantecado, pudimos interactuar con doña Azucena y su esposo Manuel. No teníamos prisa, pues habíamos encargado el almuerzo y aun faltaban treinta minutos para las doce. Repetimos de mora, de mora y de mora hasta que llegó la hora de saborear nuestro encargo un par de cuadras abajo.
Gallina para Mike
El sitio para almorzar, fue recomendado por un policía del pueblo, era donde la señora María, quien les vendía la alimentación. Comida de casa, abundante, con sabor a leña y buena atención. La digestión la hicimos tomando fotos de las ruinas de la antigua fábrica de hilados, con dos naves más caídas desde mi última visita y creo no soportaran un nuevo invierno.
Salimos rumbo a la cascada de los caballeros a tan solo diez minutos de allí, queríamos refrescarnos y contemplar su gran caída de agua. Pasamos el portón con las bicicletas al hombro y las amarramos cerca de la entrada. Mientras Clare cambiaba su ropa, Mike atendía muy respetuoso la conversación de una pequeña mujer en un extraño idioma incomprensible producto del alcohol, al que solo se le entendió la palabra “cagada” agitando su mano y mostrándonos el camino a seguir para lograr un buen baño aguas arriba. Nos refrescamos por algunos minutos y de regreso mientras Mike esperaba a que amarrara mis botas, fue abordado por una mujer que de inmediato le ofreció un plato de piquete con gallina criolla, carne, yuca y papa.
Mike sorprendido, dijo que no al ofrecimiento pues ya había almorzado, pero yo le insistí que debía aceptarlo porque de lo contrario vería a una mujer Santandereana muy enojada por el rechazo. La dama me aclaro que eran de Chitaraque-Boyacá pero que eran casi santandereanos por estar en el límite de los dos departamentos.
Ella daba vueltas alrededor de Mike sin desistir en su propósito de ver al gringo comiendo gallina, sus familiares solo reían y tuvimos que explicarles que hacía unos veinte minutos habíamos almorzado. Los Ruiz, estaban de paseo con toda su familia, y su gesto de amabilidad para compartir sus alimentos con nosotros es lo que hacen que este tipo de salidas valga la pena.
Me ofrecieron refajo con guarapo, prohibido para estómagos no nativos, carne, yuca y nos empacaron en hojas de bijao el plato de Mike para el camino. A la salida del estadero se nos presentó la dueña del lugar, doña Fabiola Montero, ofreciéndonos para la próxima visita el servicio de camping en el lugar.
Las Gachas
Faltaba el último periplo del viaje, un nuevo baño en los pozos de las Gachas y dormir en Guadalupe. Desde el cruce por la vía hacia el Tirano, eran tres kilómetros de travesía fácil de realizar por el tiempo seco en la zona. Había gente en los pozos, ventas de refrescos y un par de paseos de olla. El nivel del agua era bajo lo que hacía que la gente se ubicara solo en los más grandes para refrescarse. Mike entro al agua y noto que uno de sus pequeños lunares rojos en las piernas le molestaba, decidió removerlo hasta percatarse que se trataba de una pequeña garrapata abusiva, tomando sangre de extranjero. Decidimos partir y tomar el camino de unos dos kilómetros que nos llevaba directo a Guadalupe, pero empujando las bicicletas.
Llegando al pueblo, intercambie momentáneamente mi bicicleta con la de una adolescente, que venía sufriendo al tratar de subir la pequeña cuesta pavimentada en su cicla, a la cual le sonaba hasta el aire de sus ruedas. Al montar en la mía su rostro cambio, solo increpo por lo pesada de la carga, pero se sintió complacida en el pequeño trayecto pues era más suave de pedalear que la suya.
Palabras Compuestas
Dejamos las bicicletas y maletas en el Hospedaje Santa Bárbara, después de un frio baño salimos a recorrer Guadalupe y buscar un sitio para comer. Cuando Mike pidió postre de la panadería del frente, el hijo del dueño estaba haciendo su tarea de nivelación de idiomas. Vi la oportunidad de poder colaborarle en la tarea, que era la búsqueda de palabras compuestas en inglés, y que mejor que con dos tutores expertos que le enseñaban de paso pronunciación. Así que después de algunas como housewife, sunrise, sunset, babysitter y otras 26 más, pues tenía que entregar treinta para el día siguiente, su amable padre nos entregó tres deliciosos croissants rellenos de jamón y queso como pago de la tutoría privada.
Arepa de maíz pelao
Dormimos como reyes, y amanecimos con el pesar de realizar la última jornada. Mientras Clare reparaba sus zapatos de montar, perseguí un niño que venía comiendo arepa amarilla en el parque. Entro en la carnicería y pregunte por el origen de las arepas, su hermana me dijo que las vendían en el restaurante Oripollo el de doña Gloria. Fui a buscar a mis compañeros de viaje y atendimos juiciosos a la mejor clase privada de preparación de la arepa típica santandereana a manos de la experta doña Gloria, eso sí haciéndonos la aclaración que estaban sin chicharrón, pues en la feria los visitantes habían acabado con todo el cerdo y las del día las tenía que sobar con lechecita pura de vaca. Doña Gloria consintió a los gringos, preparándoles el jugo de naranja y el café a su gusto, mitad leche y mitad café, caldo con huevos y una buena arepa amarilla recién asada y fotografiada.
La travesía llegaba a su fin, solo faltando por hacer el tramo pavimentado hasta el Socorro, con unas cuantas paradas por obras en la vía, paso de animales y charla con ciclomontañistas en sentido contrario. Nos despedimos con fruta y jugo de la plaza de mercado, esperando programar pronto la próxima salida.