¿Qué va a hacer a Arauca?. Capítulo I La Ruta Libertadora en bicicleta

Doscientos años atrás un grupo de valientes venezolanos y colombianos emprendieron la difícil tarea de ir combatiendo paso a paso sobre una inhóspita ruta. Tras cuarenta y seis días de movilización y batallas por los poblados de nuestro país, ganaron la gran batalla del Puente de Boyacá el 7 de agosto de 1819. Nada mejor que rendirles un homenaje a estos valientes hombres en su proeza que hacerlo a nuestra manera, en bicicleta repitiendo la ruta.

Bicentenario de la libertad. Colombia 2019

La decisión de viajar en avión para evitar las dieciséis horas en bus desde Bucaramanga hasta Arauca (vía Pamplona y Saravena) era sabia, pero por el tamaño del aeroplano era imposible viajar con la bicicleta.  Así que tuve que desbaratarla, embalarla y buscar una empresa transportadora terrestre para su despacho. Al llegar a la empresa de carga sobre la atiborrada carrera quince de Bucaramanga, el hombre encargado de la oficina regional escuchó el destino de mi paquete, se levantó lentamente de su escritorio, me apartó del mostrador donde no pudieran oírnos sus curiosos empleados e inmediatamente me interrogó sobre la necesidad que tenia de ir a Arauca. Le conté sobre nuestro plan de hacer la Ruta Libertadora en bicicleta e insistiendo me preguntó si tenía familiares en Arauca. Las cosas según el hombre no eran fáciles allí y debía llegar donde personas conocidas. Etiquetó el paquete, prometiéndome que en tres días hábiles estaría en el destino, con la advertencia de no andar solo por la ciudad.

 

 

Presentación en sociedad

Blanca, mi amiga de infancia, era la persona que me recogería en el aeropuerto. Vivía hace veinte años en la zona y era conocedora de como sortear nuestra permanencia en un territorio ajeno al centro del país. Me había recomendado el no tomar taxi y esperar a su llegada. Tras cincuenta minutos de vuelo en un avión para cincuenta personas con poco equipaje, aterrizamos el viernes 5 de abril a las nueve de la mañana en la calurosa Arauca. Blanca me recogió junto a Carlos su esposo y me llevaron al centro de la ciudad donde trabajaban. Según ella estábamos en el anillo de seguridad de la ciudad donde estaba el comercio, las entidades públicas, los bancos y el comando de la policía.

La convencí de caminar un poco bajo el inclemente sol de su tierra adoptiva a tan solo 125 metros sobre el nivel del mar. Unas cuadras abajo el alboroto de la gente nos hizo detener. Motos de policía y un carro fúnebre daban inicio al chisme del día en la ciudad. Alguien había muerto, pero de manera natural, de edad, de sabiduría, de tiempo vivido, como siempre debiera ser. Continuamos caminando hasta que Blanca me pidió que la acompañara a su rutina diaria de salud en la casa de Martica, vendedora regional de suplementos nutricionales, quien me recibió amablemente con fruta y le fue dando a Blanca una serie de batidos con intervalos de treinta minutos, tomándonos cerca de dos horas el desayuno saludable, algo impensable para quienes viven en las grandes ciudades donde el que manda es el reloj.

Un poco antes del mediodía llegó a la casa Ramón Odilio Gutiérrez, el ferviente gestor cultural de la ciudad a través de su emisora y canal de YouTube, con quien había hablado telefónicamente en varias ocasiones para pedirle información sobre su ciudad. Se identificó como un «Guate», palabra usada por los raizales para identificar a los araucanos de adopción y me compartió la historia de los primeros «Musiú» (extranjeros blancos) en la ciudad.

De regreso al centro, caminamos en busca de Carlos y Ana María -su hija universitaria- para ir a almorzar. A unas cuantas casas de su sitio de trabajo, en un restaurante típico araucano, un grupo llanero pregonaba un poema digno de la temperatura del mediodía: “Hoy que te vuelvo a mirar, laguna vieja, vengo a pedirte un favor, quiero bañarme en tus aguas, me está matando el calor”.  Esperamos un rato a que bajara la temperatura en casa. Ana María me dio las indicaciones del hotel Las Tres Palmas donde podría hospedarme. Salí en busca de orientación sobre la Ruta Libertadora en los entes gubernamentales y culturales de la ciudad sin lograr ayuda alguna; se estaban preparando para la celebración del bicentenario y nadie tenía hechos históricos acerca de él. Con algo de frustración fui al hotel a separar habitación para dos días y luego a buscar mi anhelado paquete el cual demoró cuatro días en llegar por derrumbes en la carretera, teniendo que tomar la vía por Tame

La noche se tomó Arauca y con ella una agradable temperatura que hacía que sus pobladores salieran a departir a los parques y sitios históricos de la ciudad. Mi sorpresa nocturna estuvo dada por la aparición sorpresiva y poco perceptible de un comando jungla con camuflado color arena del Ejército Nacional en la plaza donde comíamos. La gente completamente acostumbrada a su presencia no reparó en ellos y siguieron con sus actividades de viernes en la noche. Carlos me presentó a Osbert Lancaster -el dueño de la panadería Trigo Pan- un entusiasta de la bicicleta y patrocinador de mis consabidas Pony Maltas. Osbert a su vez, llamó telefónicamente a sus compañeros ciclistas contándoles nuestro propósito y me invitó a hacer la salida organizada el domingo por la tienda Bikecenter de su amigo Julián a las seis de la mañana con acompañamiento policial y de la Defensa Civil. Nuestra partida no podría ser mejor, Nelson Cárdenas – Fotógrafo Santandereano- venía en camino, saliendo de la terminal de Bogotá junto a sus mujeres, así que lo llamé para informar sobre los avances de nuestro periplo.

 

El profesor Alberto Sabogal

Mientras departíamos en la panadería, Osbert le preguntó a uno de sus clientes si podríamos visitar a su padre el profesor Alberto Sabogal, el hombre respondió que estaba en el rancho del cazador -como hacía llamar su casa- pero que era mejor hacerlo temprano en la mañana. El Profe era la persona encargada de los preparativos de la celebración del bicentenario en Arauca. Carlos y Blanca decidieron acompañarme temprano a buscarlo. Entramos al lote de su propiedad a las siete de la mañana, tomamos su número celular de uno de los avisos en la pared y nos pidió esperarlo veinte minutos mientras llegaba de un reconocimiento de ruta en el río.

El Profe era un recio hombre de Fusagasugá, pero más llanero que cualquiera, vistiendo pantalón corto, alpargatas y sombrero, respirando a Bolívar por cada uno de sus poros y escupiendo saliva impregnada de Chimó. (una pasta hecha de hojas de tabaco molido utilizada por los llaneros para evitar el cansancio). Había llegado a Arauca cincuenta y dos años atrás, siendo fundador del Colegio Bolívar y de la emisora la Voz del Cinaruco. Le conté brevemente nuestras intenciones y comenzó a hablar con propiedad, mostrándome sobre los afiches clavados en las paredes la altimetría de la Ruta Libertadora, los pueblos a su paso, con toda la sabiduría y logística de quien ha realizado en tres ocasiones la caminata.  La primera treinta y siete años atrás y este año iba por su cuarta con un estimado de setenta y siete días. El Profe no paraba de hablar, contaba sus anécdotas de viaje, incluso las desagradables como la muerte de un policía víctima de un atentado del ELN en la del 2009 a tres días del comienzo de la caminata.  Cada vez que se acordaba me daba recomendaciones de viaje. Le mostré nuestro posible itinerario impreso y me hizo un par de sugerencias para cambiarlo las cuales corroboraríamos en la tarde en una nueva charla cuando llegara Nelson. Me entregó teléfonos de sus contactos en los pueblos por donde pasaríamos e indicaciones de desvíos en la vía para poder optimizar nuestro tiempo en la travesía.

Nelson, su hija Laura y María Johana Cadavid -su esposa antropóloga- llegaron hacia el mediodía después de unas doce horas de flota climatizada al agobiante calor del momento. Nos encontramos en el hotel y fuimos rápidamente a un asadero de pollo a un par de cuadras, debíamos cumplir una cita en el almacén de Julián para ajustar los frenos de la bicicleta de María Johana. Julián nos obsequió el servicio y un tarro de aceite para la travesía.

 

Perdidos en la historia

Bolívar inició la Ruta Libertadora el 23 de mayo de 1819 en la Aldea de Setenta con 2.500 hombres venezolanos. Pasó el río Arauca el 4 de junio con sus tropas a territorio colombiano a pelear por nuestra libertad. 200 años después Arauca es otra Colombia, donde se vive con la incertidumbre de un vecino indeciso y terco que hace migrar a su pueblo a enfrentarse a una realidad diferente donde el rebusque prima sobre la formalidad. Nuestros vecinos “amigos” están pasando a Colombia para tratar de sobrevivir a una nefasta realidad, pero ya no los consideramos hermanos de lucha sino un problema social.

Ir un poco hacia la frontera colombo-venezolana sobre la “ribera del Arauca vibrador” es hacer un poco de patria, donde por obvias razones políticas estaba prohibido el paso a colombianos por el puente. Era impensable arrancar la travesía desde el punto de partida original, teniendo que conformarnos con la salida desde Arauca. Sobre el río se movilizaba constantemente la guardia venezolana en sus lanchas rápidas apuntando ofensivamente sus metralletas hacia nuestra costa. Los únicos que pasan son venezolanos en chalupas venezolanas, llevando comida, mercancías y pasajeros venezolanos hacia el Amparo, población vecina al otro lado del río. La zozobra diaria del cambio monetario los atormenta, las negociaciones con bolívares son impensables, el dólar es lo único estable en la frontera, obligando a nuestros hermanos a tomar la decisión de caminar para atravesar Colombia rumbo a diferentes destinos de Suramérica, o para quedarse en el camino en cualquier poblado para subsistir el día a día.

Un par de horas más tarde y luego de unas cuantas fotos en Arauca, pasamos a visitar al profesor Alberto para repasar los pormenores del viaje. Nos enseñó parte de su material bibliográfico condensado en “El Bicentenario” un periódico coleccionable editado por él.  Laura recibió una llamada sobre un trabajo fotográfico de improvisto en Santander, debía regresar de inmediato sin acabar de digerir el pollo del almuerzo. Llamé a don Orlando Bulla -el mototaxista que me había ayudado con mi bicicleta- para que auxiliara a Laura y la llevara de regreso al terminal. Muy a las siete de la noche la recogió en el hotel, terminando así su intento libertador.

 

La partida Libertadora

El día inicial había llegado. Seis de la mañana en la bicicletería de Julián, algo más de cien ciclistas, ejecutando en grupo ejercicios de estiramiento y observando de reojo a los desconocidos. Recibimos las últimas recomendaciones de ruta, información de puntos de hidratación y a rodar por carretera plana, plana, plana, pavimentada y caliente rumbo a Puente Lipa. Nos quedamos atrás para no entorpecer el desarrollo de la jornada con nuestras constantes paradas a tomar fotos del paisaje sabanero y su fauna.

El llano terreno de la sabana tiene solo dos estaciones, el abundante invierno que inunda toda la llanura haciéndola un lodazal gigante y el intenso verano que hace se resquebraje el suelo y muera gran cantidad de animales de sed. Los kilómetros iniciales los realicé junto a Osbert a muy buen paso, después de vencer la inercia de la bicicleta cargada con mi equipaje y un poco de peso extra, gracias a la incredulidad de los compañeros de Karen, una de las socorristas de la Cruz Roja, quienes sorprendidos por nuestra aventura decidieron obsequiarnos un paquete de ayuda humanitaria con: dos latas de sardinas, tres de atún, tres de salchichas, dos barras de bocadillo, tres botellas de agua y cuatro barras de granola que supimos aprovechar al máximo. Osbert muy amablemente decidió acompañarnos hasta Panamá de Arauca donde nos invitó a almorzar mientras lo recogía su esposa a las dos de la tarde. Debíamos continuar un par de horas más hasta Pueblo Nuevo donde pasaríamos la primera noche.

Infortunadamente, la tensa calma de la zona hace que los paisajes cercanos a las trincheras militares sean infotografiables por órdenes superiores. Sobre el puente del río Ele estaba la trinchera del comando de la policía. Uno de los uniformados recibía una encomienda de comestibles y productos de aseo de un mensajero en moto. Le pregunté al oficial en el puente sobre el caso y me dijo que estaban atrincherados a la entrada y salida del pueblo, con barricadas de control para los usuarios de la vía, pero tenían prohibido entrar al pueblo por razones de seguridad.

Con algo de incertidumbre llegamos a Pueblo Nuevo, después de atravesar la barricada. Era una bulliciosa población reubicada por inundaciones anteriores en un sitio donde se congregan los habitantes de los poblados vecinos a hacer su intercambio comercial dominical. Pueblo Nuevo es largo, con una sola calle comercial, atestada por ambos lados de ventas de todo tipo de mercancías, enseres, herramientas, alimentos, megáfonos recitando promociones y parlantes en guerra entre vallenatos y música llanera; pero, ante todo, un pueblo sin presencia policial o militar.  La displicente atención a un foráneo sudado, en bicicleta y lycra de colores en el primer intento de hotel, hizo que continuáramos hacia el centro del pueblo encontrando la posada de conductores y comerciantes, El Sazón de Sonia, atendida por santandereanos y que ofrecía una cómoda habitación sin baño de 2.50 x 2.50 metros.

Sentados afuera de la posada, mientras esperábamos la comida, se acercó un venezolano, Elías Parada (alias Pedro, pues así se me presentó inicialmente) con dieciocho años, duplicados en apariencia por las arrugas y el tostado color de su rostro por los años de ajetreo comercial, quien después de tres años de contrabandear productos entre Colombia y Venezuela decidió quedarse en nuestro país y trabajar para un jefe mayorista quien le daba vidrios protectores para celular bajo comisión de ventas. Después de mucho insistir y ayudarle a regatear a María Johana, logró vendérselo por unos cuantos pesos y un par de jugos de guanábana para él y su hermano. Por nuestra mesa pasaban decenas de insistentes vendedores como en un pequeño mercado persa, exhibiendo sus productos, buscando arañar cualquier posible ganancia que asegurara la subsistencia del día. Calzones, relojes, medias, correas y perfumes de precios susurrados al oído de Nelson para que no se espantaran los posibles interesados.

 

La batalla en Santo Domingo

Sin necesidad de despertador, los compañeros de posada comenzaron su ruidosa faena de alistamiento desde las cuatro de la mañana. Desayunamos rápido en uno de los puestos de empanadas atendido por una niña de escasos trece años, que no sabía nada de Bolívar, ni de la Ruta Libertadora, pero sí de responsabilidad, pues estaba mandando con sus compañeros las tareas del colegio al no poder asistir por atender el puesto de su madre enferma.

Después de unas cuantas aves, vacas y paisajes a un par de kilómetros de la salida del pueblo, fuimos alcanzados por un vigía en moto, quien paro abruptamente frente a las bicicletas. El hombre, con sombrero de tela amarrado a su quijada, vestido con ropa de trabajador agrícola y botas de caucho negro, pasó a hacernos un escaneo completo. Miró nuestras caras, las bicicletas y nuestro equipo. Preguntó sobre nuestra procedencia y destino. Mientras le contestábamos sacó su celular para tomarnos una fotografía y creemos así poder vislumbrar dentro de su entrenamiento que no éramos peligrosos. Dio vuelta a su moto para regresar al pueblo y nos informó sobre la presencia de un güio, cien metros adelante sobre la carretera.

En medio de la vía, una gran serpiente estaba enroscada a manera de protección, procedimos a hacerle unas cuantas tomas, pero ante la vulnerable posición sobre la carretera decidimos moverla hacia el potrero de la finca aledaña. El dueño del predio al percatarse de lo que hicimos se nos acercó y sugirió que la depositáramos en el pozo de su finca, pues según la creencia ellas llaman el agua. Al preguntarle si quería tomarla por la cabeza o la cola rápidamente respondió: “por la cola”, pero su nerviosismo no mostraba que estuviera muy a gusto tomando el reptil. Infortunadamente estaba lastimada, traté de introducir la pequeña porción de musculo que se asomaba por el costado, pero el dolor del reptil era reflejado en la constricción sobre mi brazo, decidimos simplemente liberarla y esperar que la sabia naturaleza le diera su oportunidad.

La tienda La Palestina frente a la finca fue la proveedora de sombra, gaseosas frías y dialogo con los lugareños mientras Nelson despinchaba su bicicleta. Luego de unas horas de pedaleo, llegamos al antiguo Hato Santo Domingo donde descansó Bolívar de los zancudos e inundaciones de la sabana a su paso inicial desde Arauca. Hoy, está afligida población tiene pocos habitantes y muchos predios abandonados. Fueron víctimas de la guerra y el desplazamiento voluntario después de haber sido bombardeados por equivocación por la Fuerza Aérea el 13 de diciembre de 1998 en combates con las FARC matando a siete niños y once adultos. Don Víctor Palomino, antiguo aserrador de la sabana y dueño del camión donde cayó la bomba, nos relató entre empanadas y refresco la dolorosa historia de su pueblo adoptivo, donde después de un largo y penoso proceso, los militares se disculparon por el error cometido, erigiendo en compensación un monumento en honor a las víctimas.

 

Cuidado con los guahibos

El olvidado José Inocencio Chincá, era guahibo. Escogido por Bolívar por su arrojo, fue uno de los catorce lanceros protagonistas de la victoria en el Pantano de Vargas, matando al español Ramón Bedoya. Estos indígenas en antaño reconocidos por su valentía hoy están marginados y señalados existiendo una latente precaución hacia ellos. Durante todo el recorrido tuvimos recomendaciones de cautela ante la comunidad indígena guahiba, de no pararles y estar siempre en grupo al paso frente a sus resguardos. Desafortunadamente así tuvimos que hacerlo, pues se veían grupos de ellos armados con arcos y flechas caminando a la orilla del camino, algunos con animales recién cazados y otros en grupos más numerosos cerca al resguardo apostados simplemente sobre la carretera.

Al llegar a Betoyes llamamos a David, el presidente de la junta de acción comunal, quien nos introdujo en una reunión zonal de directores de colegio. Entre ellos estaba el director de los últimos diecinueve años del colegio indígena Betoy, Edgar Alberto Erazo, quien me llevo a conocer la institución. Profesores indígenas para indígenas tratando el tema de la etnoeducación con el fin de preservar sus ancestrales costumbres sin marginarse de algunas cosas de los colonos. Les dan alimentación y albergue a unos cuantos de ellos que viven en resguardos alejados, con el fin de inculcarles otras posibilidades de formación. Los juguetes de las indígenas son sus hermanitos y lo que aspiran es a ser madres pronto. Tratan de instruir a los alumnos dentro del respeto y conservación de sus tradiciones, qué hay otras posibilidades y no solo la de procrear familia desde los doce o trece años, cuando las niñas tienen su primera mancha de sangre íntima indicándoles que ya están disponibles para fecundar la tierra y que puedan ver una alternativa adicional a la maternidad como dicta su cultura.

En la institución Betoy, los profesores tratan de instruir a los miembros de su comunidad en el respeto de la propiedad ajena, con la incongruente realidad que todas esas selvas que eran baldías, luego aserradas por colonos para ser convertidas en terrenos y así poder ser titularizadas, eran propiedad ancestral de los indígenas. La comunidad guahiba de la zona es recolectora, dentro de su herencia ancestral está el tomar de la tierra lo que necesita, más no trabajar en ella. Al llegar los colonizadores a estas tierras y cortar todos los árboles maderables la desaparición de los animales y frutos de la madre tierra fue latente, fueron haciéndose cada día más difíciles de obtener haciéndolos caminar cada día más lejos. Con el paso del tiempo los guahibos terminaron confinados en pequeñas zonas mal llamadas resguardos indígenas, donde no tienen sustentabilidad pues dependen de las ayudas económicas que entrega el Estado. Con esos pequeños papeles rectangulares y círculos de metal que reciben, saben que pueden intercambiarlos por algo de comida y mucho alcohol. Los indígenas cambiaron su estilo de vida y algunos están dedicados a actos delictivos por su adicción al alcohol y las drogas de la mala civilización. Cuando no llegan las ayudas a tiempo es cuando deciden ir a buscar de la manera fácil como recolectar más papelitos rectangulares quitándoselos a los transeúntes, atacando vehículos y tomando cosas de las fincas aledañas.

David nos invitó a hablar con Charte (Francisco) sobre la historia de su pueblo a través del conflicto armado. Él como la mayoría de los colonos fue aserrador de cedro macho y tolua. Relató que el próspero Betoyes llego a albergar 3.000 habitantes. Que siempre convivieron en la zozobra de los conflictos de las FARC y el ELN, hasta que entraron los grupos paramilitares del “Bloque Vencedores de Arauca”, las masacres masivas y el posterior desplazamiento. Charte decidió regresar a su pueblo abandonado junto con unos pocos amigos y tratar de reconstruirlo. Hoy no cuentan con agua potable ni alcantarillado. Los colonos no han podido escriturar sus tierras civilizadas (léase potreros sin árboles para ganado o cultivos) pues la única oficina queda en Villavicencio, muy lejos y costoso para los propietarios. Pero existe una dualidad legal en su proceso y es que los guahibos estuvieron primero que los colonos en esas tierras, reclamando también su derecho ancestral a ellas.

  

Lanceros al Guata

Hacia las tres de la tarde llegaron los ciclistas convocados por David para acompañarnos por la ruta original hacia Tame. Extrañábamos las vías en tierra, con paisaje, fincas, animales y mangos por doquier. Después de tratar infructuosamente de auxiliar a una escuálida y sedienta vaca enterrada en la ribera del río, nuestro guía zonal Herlin, nos llevó hacia la parte más desplayada del río Guata para realizar el paso. El río estaba con poco caudal, en unas condiciones muy disímiles a las vistas en los monumentos de los lanceros con el agua al cuello en sus caballos pasando ríos. Nos descalzamos y empezamos a pasarlo lentamente, disfrutando ese corto y refrescante contacto con el agua y su suave corriente. Herlin realizó una llamada telefónica para avisar a su vecino de la vaca atrapada en el río y nos sugirió agilizar el paso para alcanzar a entrar a saludar a un hospitalario amigo. La culminación del día fue la inolvidable visita a la finca La Primavera, en la vereda Rincón Hondo de Tame, donde su dueño, un humilde hombre don Helio Torres y Tilsia su esposa, quieren devolverle a la naturaleza lo que algún día le quitaron para subsistir y establecer en su tierra un centro de reproducción de fauna silvestre para entregarle a la llanura y al río unos cuantos animales para repoblación.

 

Tame, cuna de la libertad

Partir de la finca de don Helio no era lo que queríamos, pero nuestros compañeros debían dejarnos en Tame y regresar de noche a Betoyes, así que aligeramos el paso y nos llevaron a la posada Santa Ana, una antigua casona de florido patio central propiedad de un amigo de estudio de David. Los invitamos a comer rápidamente para que emprendieran la jornada de hora y media de regreso por la ruta pavimentada con linternas.

La decisión grupal fue descansar un día para buscar el remplazo de la cámara dañada de Nelson, enviada desde Bogotá y conocer a Pablo Enrique Díaz Sierra (Parrique) el encargado de la oficina de celebración del bicentenario y autor de la canción oficial para la ceremonia. Nos atendió en su sitio de trabajo para explicarnos la importancia de su ciudad como bastión de la libertad. Bolívar pasó siete días en Tame, recuperándose en esta hermosa tierra situada en una pequeña meseta sobre la sabana y reuniendo ejércitos. Santander le entregó cuatro batallones debidamente organizados, 600 jinetes y 1.600 infantes. El 14 de junio la comunidad tameña le brindó un agasajo a Bolívar y en su emotivo discurso final agradeció a Santander por la entrega de sus ejércitos y a la ayuda de venezolanos e ingleses en la lucha, terminando con su inolvidable frase: “¡Granadinos…! El día de la América ha llegado. Brindemos por el éxito de nuestra empresa libertadora y por ésta tierra generosa que, merece apellidarse con justicia, Cuna de la libertad”.

Los orgullosos tameños estaban vistiendo de gala la ciudad. La alcaldía había puesto en marcha el concurso infantil de murales con temática del bicentenario y los contratistas estaban acicalando sus monumentos pues debían estar listos para el gran homenaje a José Inocencio Chincá, el 14 de junio de 2019. La relajada tarde fue dedicada al río Tame, a unos cuantos kilómetros de la cabecera municipal. Sus cristalinas aguas servían para que decenas de venezolanos se asearan diariamente, mientras decidían su destino. En el río conocí a Dumar, un bondadoso hombre con kilos de amistad, experto en artes culinarias y también ciclista de fondo. Hablamos por horas junto a su señora Zinda, de la vida, de proyectos, de sueños y realidades mientras espantábamos peces mordelones. Muy amablemente nos invitaron a comer a su negocio Hamburguesas de mi Pueblo con la luz apagada, pues era su día libre y lo querían disfrutar atendiéndonos en privado. Media deliciosa hamburguesa después prendieron momentáneamente la luz para que Nelson les hiciera unas fotos a los anfitriones. De improvisto, un carro se estacionó frente al local, de él se bajó presuroso un pequeño niño de unos ocho años a reclamar una hamburguesa por ser su cumpleaños. Un poco desconsolado, solo pudo recibir el abrazo de Zinda y la promesa de recogerla al día siguiente. Este ameno rato fue la mejor despedida que pudimos tener del departamento de Arauca y su gente, dejando en vilo la promesa de regresar muy pronto, y por qué no, también en día de cumpleaños.