Trepando a Boyacá. Capítulo III La Ruta Libertadora en bicicleta

La deserción de algunos soldados llaneros se dio por el cambio de clima. Acostumbrados a vivir en la sabana jamás imaginaron vislumbrar esa cadena montañosa que Bolívar quería que atravesarán con escasa vestimenta y poco alimento. Los demás siguieron subiendo poco a poco, como lo haríamos nosotros, dos siglos después. Las montañas comenzaban a mostrar su incipiente silueta, indicador de que el ascenso había comenzado. 

Frío al acecho. Colombia 2019

El paso de un puente colgante por turnos dio inicio a la escalada progresiva. Debíamos pasar de los 390 metros sobre el nivel del mar de Nunchía a los 1.500 de Pisba. Por el perfil de las montañas sabíamos que serían varios días de travesía subiendo y bajando montañas. El lodo empezaba a aparecer en el camino, pero la buena temperatura hizo que nuestro rodar fuera constante. En el ascenso encontré a Ricaurte, un trabajador que bajaba a pie presuroso desde Morcote. Me fijé directamente en el estampado de su camiseta, que lo identificaba como participante de los anteriores juegos campesinos. Le pregunté en que modalidad y sonriente contesto: “Caminata rápida”. Me dijo que estábamos a una hora del pueblo, pero que no había luz ni vendían comida. Afortunadamente para nosotros Maribel -la prima de Nubia- nos había encargado los almuerzos para las tres de la tarde; estábamos esperanzados en que así fuera.

 

 

Templo en ruinas

Un árbol de mamón cercado y un par de viejas bancas hacían de parque del corregimiento. Pregunté al grupo de personas en la tienda diagonal al árbol por la casa de Maribel, señalándome la que estaba frente a la palma al lado de la placa conmemorativa del paso del libertador. Maribel me saludó efusivamente (venía bien recomendado por su prima) y me pidió disculpas pues no tenía listo aun el sitio para hospedarnos.

Frente a su casa, en una construcción nueva de ladrillo a la vista, había una especie de salón comunal. Tenía una habitación con baño y camas para hospedar gente. Mientras terminaba de arreglar el sitio, fui al templo de algo más de doscientos años que estaba completamente en ruinas con su techo a punto de colapsar. El tamaño y calidad de la construcción reflejaba lo importante que fue Morcote para la época, albergando a más de 2.000 habitantes. Los jesuitas se establecieron en Morcote con el ánimo de evangelizar indígenas, terminando de construir el templo doctrinero en 1795.  Bolívar llegó al pueblo el 25 de junio de 1819 y tuvo que frenar su avance, pues el ganado que lo acompañaba se retrasó, teniendo que esperar la comida para sus tropas. Sin carne no podía avanzar, el frio los diezmaría aún más y le escribió a Santander un tanto preocupado, que ni siquiera había plátanos en la zona, razón por la cual espero allí varios días.

La posición geográfica del pueblo y las precarias vías de acceso de la época, fueron la ventaja para Bolívar y sus tropas. Contó con la ayuda de los habitantes de la zona que los surtieron de armas, comida y ropa para seguir hacia Paya. Infortunadamente, la inaccesible ubicación que la hizo militarmente estratégica para la época, es lo que hoy tiene a Morcote en el olvido, sin habitantes y a la espera de la posible reconstrucción de tan valioso templo histórico.

El almuerzo estaba listo hacía rato, solo esperaba por nosotros. Maribel nos llevó a dos casas de la suya donde su comadre Fanny García, la encargada de prepararlos. Preguntó por nuestro origen, por el viaje y el propósito de hacerlo, cuestionamiento que ya nos habían hecho muchas veces en el camino. Para la mayoría de los habitantes de los corregimientos y poblados pequeños que habíamos pasado, los hechos sucedidos 200 años atrás solo dejaron una placa conmemorativa (donde las hay). Pocas veces entienden el propósito histórico de hacerlo, pues sus necesidades son otras: servicios básicos de salud, carreteras para sacar sus productos y sus enfermos.

Estaban sin energía eléctrica desde el día anterior. Afortunadamente los boyacenses son gustosos de tomar la cerveza al clima, sin refrigerar, sacadita de la caja que siempre tienen al lado de sus mesas. Ulises -un contratista de la alcaldía de Paya- me invitó a una, pero termine cambiándosela por un refresco. Contó anécdotas del pueblo, de su trabajo y de lo próspero e importante que fue Morcote cuando era reconocido por el cultivo de algodón, el hilado y la fabricación de finos lienzos en sus telares. De la iglesia sabia poco, solo que está declarada patrimonio y no se puede intervenir, así que como él dijo: “Tocará dejarla caer”.

 

Rumbo a las Termópilas

Ante la incertidumbre por el estado de la vía en reparación y posibles lluvias, decidimos partir temprano. Fanny tuvo listos nuestros desayunos a las seis de la mañana. Nos despedimos de Maribel y antes de que partiéramos, llamó a Omaira en Paya, el pueblo vecino, para encargarle nuestros almuerzos y hospedaje. La carretera era amplia y se notaba el esfuerzo municipal por arreglarla; había varios tramos en mantenimiento. Entre atascos en la vía por el trabajo de volquetas llevando material para arreglarla, el baño en las quebradas y un pinchazo de Nelson, llegamos un poco antes de las tres de la tarde a Paya.

María Johana ya tenía ubicada la cafetería de Omaira Pérez, concejal de Paya. Como buen domingo en pueblo chico estaba concurrido y en especial ese día por celebrarse el Domingo de Ramos. Omaira estaba ocupadísima, atendiendo su multifacético negocio de comida, cafetería, micromercado, cerveza, tejo y pelea de gallos en la noche. Tenía nuestros almuerzos reservados. Nos remitió a buscar el hospedaje de Guillermo, una casa blanca esquinera frente al parque principal. Mientras nos aseábamos y cambiábamos de ropa, Nelson alquiló una moto para regresar unos cuantos kilómetros a rescatar el bolso de espalda con sus documentos olvidado en el sitio del pinchazo.

La diligencia fue efectiva, Nelson recuperó sus pertenencias, almorzamos y fuimos caminando hacia las famosas Termópilas, una especie de fuerte amurallado en forma de estrella de ocho puntas, provisto de un puente en piedra y portón de entrada, construido por los indígenas en piedra labrada. Algunos dicen que lo construyeron para defenderse de los españoles invasores y otros que obligados por ellos. La gran importancia de Paya en la historia radica en que allí Santander libró la primera batalla, haciendo huir a los españoles hacia Labranzagrande. Esta victoria inicial hizo que Bolívar bautizara a Paya como “¡Faro de la Libertad!”, y luego plasmándolo en una carta enviada al vicepresidente: “…y si los primeros sucesos, pueden ser presagiosos del resultado de una empresa, el de la nuestra será feliz”.

Al lado de las Termópilas de Paya, había una incipiente plaza de banderas, con un busto de Simón Bolívar y en su blanco pedestal escrito a mano en una de sus cuatro caras la poco conocida IX estrofa del Himno Nacional: “La Patria así se forma, termópilas brotando; Constelación de cíclopes, Su noche iluminó. La flor estremecida, Mortal el viento hallando, Debajo los laureles, Seguridad buscó”.  En las otras tres caras hay una breve reseña de los hechos del 27 de junio de 1819, la lista de los catorce lanceros y la historia de Simona Amaya, que fue algo extraña para la época. Una simple mujer campesina decidida a pelear por la causa, pero imposibilitada por su género, decidió disfrazarse de hombre y se enlistó en el Ejército Libertador en la vereda Llano de Miguel de Paya.  Batalló anónimamente como muchos, ascendiendo al grado de sargento y combatiendo en la batalla del Pantano de Vargas. Fue herida en el pecho y al ser auxiliada por sus compañeros, fue debelada la gran sorpresa de su identidad. Una mujer murió en combate: “Es Simona mi sargento, mi sargento Heroína”.

 

La batalla de Paya

La noche y la lluvia llegaron, era inminente la embarrada del día siguiente. Decidimos resguardamos en el hotel. El aguacero paró hacia las nueve y ya sin el estruendoso ruido sobre las tejas se podía escuchar una gran algarabía. La batalla en Paya había comenzado. Me dirigí rápidamente hacia las canchas de tejo en el negocio de Omaira -tenían una disposición diferente- había una especie de ruedo elaborado en triplex de medio metro de altura por unos cinco metros de diámetro. La gente a su alrededor alentaba por su luchador. Era mi primera vez en un escenario de ese tipo y sabía que Nelson podría hacer un buen trabajo en el lugar.

Para cuando Nelson llegó, la pelea había terminado, pero se iniciaba el proceso de alistamiento del segundo combate. Era una especie de ritual, donde se tenía que escoger la altura y peso de los rivales, definir la apuesta, recaudar el dinero, entregárselo a un juez, armar el gallo (poniéndole sus espuelas plásticas desechables y desinfectándolas), quitarles plumas de piernas y cuello para hacerlos ver más imponentes y ponerlos a luchar. El festín fotográfico para Nelson fue único. Entre gritos y música de fondo logró mezclarse entre la multitud sin incomodar a los presentes, en una afortunada pelea donde después de diez minutos no hubo vencedor y solo una amistosa devolución del dinero apostado. Los gallos fueron auxiliados y dejados en el piso para su recuperación, a diferencia de los 300 soldados españoles que en su huida abandonaron sus heridos y cortaron las cuerdas del puente para que no fueran perseguidos en la vía a Labranzagrande.

El camino hacia Pisba seguía en acenso.  Los animales sabaneros no estaban aclimatados para vivir a esa altura, cada vez con menos ganado y caballos, Bolívar convocó a una reunión el 30 de junio de 1819, con Santander, Anzoátegui, Lara y Mariño con el fin de concretar la ruta a seguir, decidiendo hacerlo por Pisba.

En la mañana a un par de kilómetros a la salida del pueblo, nos encontramos con Gilberto en su casa a borde de carretera. La noche anterior lo habíamos conocido en una tienda celebrando el Domingo de Ramos, con muchas cervezas encima. Había estado hasta las diez de la noche bebiendo en el pueblo. Nos hizo seguir a su humilde casa y preparó limonada. Vivía solo, su mujer se le había volado con alguien más joven para la ciudad. Gilberto nos compartió brevemente su estilo de vida, su trabajo en la finca y su soledad. Él tenía el propósito de viajar a Yopal a buscarse una venezolana que lo quisiera acompañar en su terruño. No estaba en planes de amor, sino de compañía, que viviera la experiencia de su finca para ver si se le amañaba con lo que él humildemente le podía ofrecer en su entorno.

El peor tramo

El carreteable inicial era inestable y lodoso. Había tramos cerca de las quebradas por donde era difícil el tránsito de vehículos. En los primeros kilómetros, mucha roca suelta y pequeños derrumbes producto de la lluvia y pasos de agua sin alcantarillas, habilitados con pequeños troncos para poder cruzarlos. Se podía distinguir claramente el reciente corte del buldócer sobre las montañas delante nuestro. El barro en las bicicletas se fue acumulando teniendo que limpiarlas en las quebradas para facilitar el rodar. Tuvimos trayectos donde fue imposible pedalear, la pendiente aunada al barro o al cascajo solo dejaba empujar las bicicletas. El solo pensar en haber hecho este tramo en alpargatas, pantalón corto, con hambre y frío como les tocó a los patriotas, hace que se valore más el sacrificio de aquellos desconocidos que se dejaron guiar con la promesa de la libertad. Lo terrible de la historia es que tan solo estaban a 2.000 metros sobre el nivel del mar y no sabían lo que estaba por venir.

El primer portillo sobre la vía fue el presagio de que era más finca que carretera, pues así evitaban el paso de ganado. Algunos portillos más adelante encontré a un hombre que salía de una finca y llevaba por el duro pedregal sus animales hacia arriba. Me ofreció el cogerme de la cola de uno de ellos, pero sabía que era imposible el rodar en esas condiciones. Traté de seguirle al paso, pero en menos de 200 metros ya estaba extenuado. (los cuadrúpedos no piensan en la dificultad del terreno solo avanzan siempre estables tras las órdenes del vaquero).

Hacia las tres y media de la tarde divisé Pisba. Comencé el descenso y después de veinte minutos llegué a la casa donde duermen los conductores. Rosita Parra, la dueña del lugar, me dijo que tenía ocupadas todas las habitaciones. Realizó un par de llamadas y luego me acompañó hasta la casa de su amiga Dorelly Pidiache, donde funcionaba una panadería en la avenida principal del pueblo.

Al ver el enlodado estado de mi bicicleta y el equipo, Dorelly conectó una manguera en el jardín de la parte exterior de su casa para asearnos y así evitar entrarle barro a su negocio. Mientras lavaba la bicicleta, un dron paso por encima nuestro y detrás cinco policías persiguiéndolo con sus armas sin asegurar, me miraron con la manguera en la mano y concluyeron rápidamente que no era yo quien lo manipulaba. Siguieron su recorrido y encontraron a los dueños. Un grupo de ingenieros hacía un trabajo de verificaciones topográficas en la zona y estaban probando el equipo. La policía les negó la posibilidad de seguir manipulando el dron en inmediaciones del municipio, muestra latente de la tensión que aún se vive en los poblados apartados de las capitales departamentales.

 

Una noche en Pisba

La decisión de Bolívar de hacer el camino más difícil por el Páramo, fue derivada de la protección que buscó para sus hombres ante la presencia del enemigo. Pasó la noche del primero de Julio de 1819 recibiendo la generosa colaboración de su gente, que conocía lo que climáticamente tendría que enfrentar en los siguientes días. María Johana y Nelson decidieron comprar algunas prendas para prepararse a hacer el paso del Páramo. En la tienda estaba Manuela Pidiache -aspirante a la alcaldía de Pisba– quien, al escuchar nuestra idea de viaje, sugirió que habláramos con su padre al día siguiente pues nos podría orientar y contar algunas de sus anécdotas.  

Llovió toda la noche, el cielo estaba nublado y hacia bastante frío. Después de desayunar fuimos a caminar y a llamar a uno de los contactos que teníamos para alquilar las mulas. Era el presidente de la Junta de Acción Comunal de Tobacá, un corregimiento en la vía a Pueblo Viejo. Fernando Manrique venía bajando al pueblo, trabajaba con la alcaldía y debía llevar la basura al botadero. Minutos más tarde nos encontramos en el parque, le contamos de nuestra necesidad de alquilar un par de mulas para pasar el Páramo, me preguntó cuánto pagábamos y se ofreció a hacernos el viaje desde su vereda.

Mientras le dábamos un compás de espera a la lluvia, fuimos en busca del padre de Manuela. Infortunadamente no estaba disponible, así que nos recomendaron ir a hablar con uno de los hombres más viejos del pueblo don Francisco Gómez, un buen charlador quien nos atendió en su casa rodeado de sus nietos. Tenía 93 años y había sido alcalde en dos oportunidades, la primera en 1957 y la segunda en 1965. Se quejó del poco interés que ponen en los colegios a la enseñanza de la importancia de la campaña libertadora y mucho menos a la historia del desarrollo de su municipio. Don Francisco es un testigo viviente que pudo relatarnos épocas difíciles en Pisba, de cómo resistió a la violencia partidista de los cincuentas, la ausencia de vías que por años tuvo incomunicado a su pueblo facilitando las tomas guerrilleras y sufriendo muchas veces del desabastecimiento de productos básicos. Pero también cuenta con la fortuna de vivir los cambios positivos que se están dando, como el proyecto de mejoramiento vial y el proceso de desminado de Pisba, que solo se pudo completar hasta el año pasado.

Podríamos haber continuado escuchando por horas sus historias, pero debíamos seguir nuestro camino hasta Pueblo Viejo.  Nos despedimos y emprendimos la nueva jornada con la seguridad de haber coordinado el siguiente paso: atravesar el Páramo del Pisba.