El otro Amazonas. Parte 7 Selva

La temporada invernal en el trapecio amazónico es considerada para algunos una bendición, facilita el transporte fluvial, ayuda a los cultivos, pero también arrastra todo y deja a algunas comunidades viviendo en difíciles condiciones. Erik me había pronosticado que no me gustaría lo que iba a encontrar, así que un año después de haberlo acompañado con su familia al río Vaupés, tomé la decisión de ir a conocer la versión comercial.

La selva oculta. Colombia 2022

El Airbus 320 con cupo completo, aterrizó en el aeropuerto de Leticia a las diez y media de la mañana del jueves 5 de mayo de 2022, es una de las dos aeronaves diarias que utilizan la terminal junto a avionetas privadas que realizan vuelos chárter y otros aviones de carga. Las condiciones climáticas desfavorables nos impidieron ver el acostumbrado verde selva y sus mordiscos de deforestación en las zonas cercanas a la ciudad de algo más de 40.000 habitantes.

Con la habilidad de diferenciar entre turistas y residentes, un corpulento hombre de chaleco a la salida de la banda de equipajes, remitía a la fila de pago de la taza contributiva al turismo a los no nativos.

—¡A mí no me gusta que me roben! —exclamo un contratista al hombre esgrimiéndole su carnet de empresa.

—¡Esos 35.000 pesos se pierden! —vocifero de nuevo saliendo abruptamente hacia la zona de taxis.

Para disimular un poco la incómoda situación vivida en la fila, la empleada de la oficina de turismo entregó mapas de la ciudad a los visitantes. Salí del aeropuerto junto a un grupo de extranjeros y caminé un par de cuadras hasta el puesto de gelatina en tres leches de Jerlin Castro. El amable hombre me vendió uno de sus refrescantes postres y sin reparo alguno tomó el mapa que me habían dado en el aeropuerto. Con una clara y contundente explicación, logró resolver todas las dudas de orientación en la ciudad, las cuales me llevaron hasta el representativo mural de una niña indígena con tapabocas que decía “Gobierno Corrupto”

Vivir entre el agua

La primera impresión fue encontrar una ciudad con una malla vial bastante deteriorada y abundante barro producto de la lluvia. Atendí la sugerencia dada por Jerlin y fui en busca del hospedaje Marina. Marco Benjumea era su propietario. Me atendió cálidamente, preguntó el itinerario de viaje y me dio algunas recomendaciones para el desplazamiento hacia Iquitos. Una de ellas era la de comprar con anticipación el boleto de viaje para el día sábado.

Frente a una de las construcciones de madera en la orilla del desbordado río se encontraba un indígena contemplando la nubosidad sobre el agua en el gris día, me dijo que la llamaban «friaje». Se trataba de Carlos Manuyama, uno de los 26 miembros de Asopezcam, una asociación de pescadores indígenas del Amazonas, que por culpa del exceso de agua de la temporada invernal se encontraban dedicados al «llevo llevo», como él lo describió: la actividad de utilizar sus canoas para transportar carga y pasajeros.

Carlos era el encargado de cuidar la casa palafítica de la asociación. Tenía un metro y medio de agua desde el nivel firme del piso y sin reparo procedió a demostrármelo sumergiendo el palo de escoba que sostenía en su mano y remangando su camiseta para no mojarla. Sobrevivió al COVID, utilizando remedios ancestrales. Su incapacidad respiratoria fue curada con emplastos colocados sobre el pecho, hechos con la corteza rallada de un árbol llamado amasisa y aglutinada con orina de mujer. Carlos fue enfático en decir que la de hombre no servía.

—Así manda la tradición —respondió a mi pregunta, —tengo siete hijos varones y nietos machos, ninguna hembra. La orina de ellas es especial.

Carlos no se dejó vacunar contra el COVID a pesar de las campañas puerta a puerta que hicieron en su comunidad ante la fuerte embestida en la zona de la cepa brasileña. Posterior a la entretenida charla con Carlos y su familia, me dirigí hasta el muelle para cambiar de orilla del río Amazonas y pasar en una de las tantas canoas a Santa Rosa. Tenía que adquirir el pasaje y averiguar por los trámites migratorios de entrada al Perú.

El compañero de embarcación me sugirió quitarme los zapatos. Lo comprendí inmediatamente al arribar a una de las inundadas calles de Santa Rosa. El conductor del motocarro que me transportaría, me facilitó un trapo rojo para limpiarme los pies y emprendimos la corta ruta por la calle paralela al río con el agua a medio motor en busca de la tienda de compra de tiquetes para el ferry. El conductor me insistió en reiteradas ocasiones que comprara el de ochenta soles que era el que más rápido se agotaba.

Subí de nuevo al motocarro en búsqueda de la oficina de migración para recibir orientación en los trámites de ingreso al Perú. A dos años de la pandemia, la oficina binacional en el muelle de Leticia continuaba cerrada y los tramites debían hacerse de manera independiente en cada territorio. La funcionaria me explicó que debía ir al aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo para sellar la salida de Colombia, llenar un formato de sanidad y entregarlo en el hospital de Santa Rosa junto al carnet de vacunación COVID y regresar a sellar la entrada a Perú.

Los dueños del parque

Regrese al lado colombiano y tome una moto al aeropuerto para hacer los trámites en la oficina de migración. La funcionaria me orientó para el llenado digital del Chek-Mig que podía hacerse 48 horas antes del viaje y así obtener el sello de salida. Dada la avanzada hora de la tarde, opte por terminar los tramites al día siguiente y caminar hacia el centro de la ciudad en busca del “parque de los loros”.

El parque Santander es el punto de encuentro de residentes y visitantes, que desde las cinco de la tarde se dan cita en el lugar para observar el espectáculo de miles de aves que pernoctan en los árboles aledaños. Los vendedores protegen con plásticos y sombrillas sus productos, los transeúntes prefieren tomar a esa hora cuadras aledañas o el lado exterior del parque. Los turistas toman las mejores posiciones y esperan junto a los árboles con sus cámaras y celulares el inicio de la función diaria.

Miles de loros, pericos y golondrinas comenzaron a llegar hacia las cinco y veinte de la tarde sobrevolando la zona, formando una gran nube que aterrizó momentáneamente sobre algunas de las ramas de un árbol haciendo un coro audible a varias cuadras del lugar. Sorpresivamente, alzaron vuelo de nuevo y buscaron otra de su agrado. Mientras lo hacían una y otra vez, bombardearon con excremento todo y a todos a su paso. Nada se salva.

No hay explicación lógica del porque escogieron ese lugar para pernoctar, pero muy seguramente corresponda a la acertada decisión de siembra de árboles endémicos del Amazonas en el parque después de la construcción de la iglesia en 1958. A las cinco de la mañana, el ruido de las aves se reactiva en menor proporción y hacen su despegue hacia la selva en busca de alimento donde pasaran todo el día para cumplir fielmente su contrato de regresar en la tarde.

La cotidianidad

La economía de Leticia se basa en las actividades extractivas de la pesca, la explotación forestal de la madera, el comercio fronterizo y el turismo ecológico impulsado en las últimas décadas.

El mercado regional se abastece en gran proporción con productos agrícolas traídos de las chagras de Santa Rosa. El muelle frente a la plaza estaba abarrotado con vendedores peruanos que descargaron sus productos muy cerca de la entrada haciendo difícil la movilización y entrando en conflicto con los vendedores de Leticia.

Las embarcaciones medianas, llegaron cargadas con grandes cantidades de leña y carbón, mientras que decenas de canoas de madera equipadas con peque-peque, llegaban con plátano y yuca. Caballo, era uno de los coteros más solicitados del muelle. Hábilmente descargó uno de los botes de madera haciendo movimientos a cuatro tiempos como el mejor de los fisiculturistas con bultos de 60 kilos de yuca dulce.

Por la abundante cantidad de agua, los locales de ventas de pescado sólo tenían surtido de peces de escama, bocachicos, sábalos, un par de valdes de cuchas, unas lonjas de pirarucú traídas del Perú y unas sartas de la no muy apreciada mota.

La mota es un pez carroñero con un trasfondo complicado para su pesca. Deben tomar los delfines, sacarle las vísceras, cortar parte de su carne, molerla y hacer una masa en descomposición que votan el río para atraer al pez y ser capturado con trasmallos y atarrayas, y los más industrializados colocando la carnada en jaulas.

En la zona de comidas del muelle frente al mercado, se encontraba Tomas, un hombre en sus setentas, también pescador que estaba como muchos de sus colegas dedicado al «llevo llevo» y se quejaba de la sobre oferta de canoas.  Estaba esperando un grupo de turistas con el que había organizado un tour al lado peruano, pero tenía tiempo de sobra, así que me pasó a Santa Rosa. Tomas inicialmente me dejo en el embarcadero donde acostumbraba amarrar, pero el encargado del muelle flotante nos dijo que no había paso a pie. Tuve que embarcar de nuevo y avanzar por otra ruta acuática para dirigirme al hospital.

Cómo buen soldado advertido del día anterior, con la consigna: “En la selva se vive en chanclas” me fui preparado para afrontar la segura mojada en pantalón corto y así poder caminar con confianza por las inundadas calles de Santa Rosa. Después de presentar el carnet de vacunas y obtener el sello en el formulario, llevé los documentos requeridos a la oficina de migración Perú para el trámite de visado.

El alto nivel del agua hace difícil realizar las tareas cotidianas. Caminar, hacer las compras o simplemente ir al colegio. La profesora Marcia Flórez era la encargada de uno de los salones con los niños de cuatro años en el colegio mi pequeño mundo. Tenían a su cuidado 130 menores en etapa preescolar, pero muchos de ellos no podían llegar a la institución. El agua los mantenía aislados. Debian ingresar al colegio utilizando un improvisado puente de madera desde una de las pasarelas del colegio de mayores, colindante con el suyo.

La Institución Educativa Isla Santa Rosa 601014 a cargo del señor rector Henry Roca con 650 alumnos a cargo, había convocado la celebración del día de las madres con presentaciones culturales por cada grupo del colegio y la entrega de mercados a algunas de las madres de cada salón. La profesora Felicitas de religión, fue la encargada de hacer los honores religiosos a las madres. Las presentaciones comenzaron con los grupos de primaria y la entrega de las anchetas perfectamente envueltas en delicados plásticos que muy seguramente terminaran en el río por lo que pude observar ante la mala disposición de paquetes y botellas en el área circundante del colegio.

Pedí al conductor del «llevo llevo» me dejara en el muelle de Tabatinga, la ciudad más comercial de la triple frontera. Desde la entrada por el puerto, se podía apreciar el abundante movimiento de pasajeros y carga para suplir todas las necesidades de la gran cantidad de almacenes y los habitantes de la zona que transitan sin problema entre las tres ciudades.

A la salida de Tabatinga en el lado colombiano, estaba instalado el incipiente puesto fronterizo del ICA encargado de revisar el buen estado de toda la carga agrícola y en especial la de madera, para que esté libre de hongos patógenos. Su funcionaria me explicó que se cobra una tarifa máxima de 60.000 pesos a los camiones de hasta doce toneladas de capacidad para legalizar la entrada de productos a nuestro país, cinco pesos por kilo de carga, razón por la cual desde Brasil entraba gran cantidad de insumos.

La caminata por el malecón me llevó hasta el popular Barrio victoria Regia, un asentamiento palafítico con el agua a tope donde se encontraba represada una gran cantidad de plantas acuáticas. Infortunadamente el tapete verde reflejaba en su superficie una considerable cantidad de elementos plásticos que se encontraban fuera de lugar. Los habitantes de la zona continuaban realizando sus actividades diarias, bañándose frente a sus casas, lavando ropa, haciendo reparaciones subacuáticas, llevando sus mascotas a vacunar aprovechando la presencia de una delegación de la OMS y el programa de zoonosis Amazonas, pero con un comportamiento indiferente ante los elementos plásticos flotantes que ya hacen parte del paisaje cotidiano del río.

El gran río amazonas lo soporta todo. En esta zona conocida como la triple frontera el sistema de alcantarillado de Leticia, Santa Rosa y Tabatinga descarga sin tratamiento alguno en el río. El abundante caudal arrastra sin contemplación grandes cantidades de basura que no tienen la correcta disposición y pareciera fueran dejadas para que el agua se las lleve. El plástico sigue siendo el gran protagonista del río, botellas de bebidas, paquetes de alimentos, platos desechables y coloridas bolsas con contenidos inimaginables flotan sobre su superficie hasta detenerse en zonas de tarulla frente a los asentamientos donde la gente simplemente los ignora.

Los colegios y algunas organizaciones de Leticia, hacen campañas de recolección de residuos aprovechables con cierta regularidad en el municipio, pero su labor siempre será insuficiente ante la actitud “El río lo limpia todo” de muchos pobladores sobre la ribera del río. Pensar en transportar los residuos aprovechables hacia el interior del país es inviable económicamente cuando el costo de transportar un kilo de carga aérea es de 6.000 pesos. Las campañas de recolección se limitan al apoyo de la fuerza aérea cuando ocasionalmente se llevan algo en los aviones que viajan vacíos a Bogotá.

El tamaño del relleno sanitario siempre será insuficiente ante la cantidad diaria de toneladas que llevan a él, pero se está evitando que un gran volumen de basura se la lleve el gran río. La situación compleja radica en los desechos mal dispuestos para su recolección, muchos de los cuales no vemos, porque no flotan: baterías, llantas, vidrios, metales, electrodomésticos inservibles y todo lo que una demandante comunidad solicite comercialmente.

La sabaleta salvadora

El día anterior había desayunado juanes, una especie de tamal peruano de arroz en uno de los puestos de comidas del malecón, bajo una ramada de unos seis metros de ancho por doce de largo. Estaba fabricada en madera en muy mal estado y tejas de zinc. Quería volver a comer en el mismo sitio, pero la entretenida charla con un pescador me hizo cambiar de decisión y acompañarlo en el puesto de comidas al interior de la plaza. Opte por un suculento caldo de sabaleta.

William. Me dijo que lo conocían en la zona como “Rata sucia”, un apodo heredado de un paramilitar amigo suyo ajusticiado a finales de los noventa. William había llegado a la zona proveniente de San José del Guaviare hacía 35 años en una travesía a canalete bajando por diversos caños y ríos. Traía un cargamento de pez mota y dorado de comienzo de temporada.

El cielo estaba gris. En una de las salidas de la plaza, entablé conversación con don Graciano crespo, un mestizo hijo de madre indígena y padre de Chimichagua Cesar. Era cultivador de yuca plátano y cilantro en una chagra de una hectárea en la vereda Zaragoza a cuatro horas en peque-peque de Leticia. Tenía su pómulo izquierdo rojizo e inflamado a causa de una muela sin atención, que no podía ser extraída hasta que los antibióticos no hicieran efecto sobre la infección. Don Graciano me señaló el gris cielo y con la experiencia de sus setenta años me indicó que no tardaría en empezar a llover.

La volqueta municipal parqueó frente a nosotros. Traía una considerable cantidad de bolsas con basura, que debían ser llevadas al relleno sanitario de Leticia. Los vendedores comenzaron a llevar paulatinamente sus desechos bajo una incipiente llovizna.  Don Graciano estaba agradecido con el régimen de lluvias que según dijo terminarían en junio y había sido beneficiosa para sus cultivos.

Su vaticinio se cumplió de inmediato. El aguacero llegó acompañado de un pequeño vendaval que derribó el techo de un local abandonado frente a la entrada inundada donde nos encontrábamos. Un par de gatos salieron despavoridos de su interior y minutos después llegaron los bomberos. Don Graciano me dijo que no entendía para que habían llegado con camillas. Empujaron la reja y la puerta sin resultado alguno. Diez minutos más tarde llegó el propietario del predio con las llaves para retirar el candado. Los bomberos verificaron que no había nadie en el interior y se marcharon.

Instantes más tarde, una mujer a nuestro lado comenzó a hablar de la señora que se había partido el brazo con la caída del techo. Le dijimos que habíamos sido testigos presenciales del hecho y lo único que habíamos visto era la huida de los gatos. La sirena de una ambulancia nos dejó desconcertados. No entendíamos la situación. Pasó de largo, se regresó en contra vía de manera peligrosa sobre el gran charco y luego de un cruce de palabras con el propietario del local se retiró. Una nueva vendedora llegó diciendo que se habían llevado tres heridos graves.

Estábamos en el lugar equivocado al igual que los bomberos y la ambulancia. El desastre había ocurrido justo en la puerta opuesta. La ramada del malecón se había caído con la fuerte lluvia sobre un grupo de comensales y vendedores. Al cruzar la plaza, encontré el desolador panorama de la extensa estructura en el suelo y el comentario angustiado de los vendedores sobre lo que habían tenido que hacer para levantar el pesado techo con la ayuda de todos y rescatar a los heridos.

Tragedia y rebusque

Gran parte de los humildes vendedores bajo el techo caído perdieron su mercancía, incluida la de la venta de juanes. Los restos de comida que aún el agua no arrastraba, así lo declaraba.

Rita Vanari y su hija Shirley, trabajaban a la entrada de la plaza. Al verme con la cámara quisieron compartirme el video sobre la tragedia y contarme la suya. Rita fue vendedora de pescado y ahora de fruta que tiene que comprar para revender. No quería trabajar dentro de la plaza, pues diariamente deben pagar entre 4.000 y 18.000 pesos dependiendo del sitio de trabajo y según sus compañeras no invierten nada de lo recolectado en el mantenimiento de las instalaciones.

Las vendedoras cercanas con una gran convicción, me comentaron sobre una gran anaconda que tenía socavado los cimientos de la plaza y no quieren entrar por miedo a que se cayera la estructura como sucedió con la ramada.

Rita se ganaba 30.000 pesos en promedio por día. Su esposo, Juan Carlos Vilches del Águila es cargador, cobraba 3.000 pesos por bulto. El lluvioso día les había perjudicado sus ingresos y debían comprar un cilindro de gas que les costaba 105.000 pesos. Las posibilidades de conseguir leña seca eran nulas así que optaron por recurrir al “gota-gota” quien muy diligentemente les facilitó 100.000 pesos para ser pagaderos en 24 cuotas de 5.000 pesos diarios, 20% de interés.

Adriana Marichi Alvares, la vendedora vecina del puesto de Rita. Afirmó que casi todos en la plaza tenían préstamo “gota a gota” y ella no era la excepción. Debía velar por Leonardo DiCaprio Marichi, bautizado así por culpa de la televisión y sus otros cuatro hijos de tres papás diferentes, aunque vivía con el papá de su hija menor.

—La selva es así —afirmó Adriana. —El hombre se aburre de la mujer y la mujer del hombre.

Adriana salía de su casa todos los días a las cuatro de la mañana. En un bote se le atravesaba a los vendedores mayoristas y compraba de primera mano antes de llegar al puerto las frutas y verduras para obtener un mejor precio y una mejor ganancia. Era la más hábil del grupo de vendedoras y había decidido inculcarle desde pequeños el valor del trabajo a sus hijos por encima de los lineamientos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar que dice no al trabajo infantil.

—¡Los prefiero trabajadores a viciosos! —exclamo Adriana con firmeza, refiriéndose al alto consumo de estupefacientes por parte de algunos jóvenes en Leticia.

Debía ir por mi equipaje al hotel para tomar el ferry a Iquitos. Me despedí del grupo de vendedoras y entrando a la plaza encontré a la funcionaria de la alcaldía cobrándole los 4.000 pesos diarios a los vendedores junto a la puerta. Le informé que ya había gente tratando de retirar las tejas de la ramada caída frente a la plaza y me dijo que eso era competencia de la policía, que ella sólo hacía los cobros.

—¡Que hacen la Plata! —gritó uno de los compradores atento a la conversación.

—Mire este pantano —exclamó de nuevo señalando el piso y sus embarrados zapatos.

Jairo un simpático vendedor, trató de cambiar la tensa situación elevando el tono de su voz y haciéndole promoción a la maravilla natural Hongosil. Inmediatamente fue rodeado por un grupo de personas quienes atentamente escuchaban las bondades del producto hecho en Popayán. Por solo 10.000 pesos. Jairo, con su experiencia de curtido vendedor ambulante de los puertos cercanos sobre el río, prometía acabar con carachas, hongos, pie de atleta, uñeros y otras enfermedades dermatológicas.

Estando atento a la charla fui halado de la ropa por otra vendedora.

—Señor, la niña murió —dijo la angustiada mujer.

La tragedia había pasado a mayores, por el rumor sin verificar pregonado por gran cantidad de vendedores. El mercado de Leticia estaba de luto y los ánimos se enardecieron nuevamente con la manifestación clara y contundente en contra del mandatario municipal. “El alcalde no hace nada, nunca está en Leticia”.

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