Matando ríos. Parte 12 Selva

La contaminación hídrica es sin lugar a dudas, el mayor problema al que se enfrentan los nacientes poblados ribereños del río Amazonas. Todos sus desechos son vertidos sin ningún tipo de tratamiento y luego su agua usada para suplir las necesidades básicas cotidianas. Seguimos impulsando un turismo desmedido sin tener solucionado el problema local.

Biodiversidad en riesgo. Perú 2022

 

Siempre habrá un poblado abajo o arriba de otro en la cuenca de los grandes ríos. La diferencia radica en el tratamiento de las aguas vertidas y en el de captación de agua para los pobladores. No todas las comunidades tienen la fortuna de contar con fuentes hídricas alternas y muchos deben instalar los puntos de captación de agua metros arriba de donde tienen las cañerías de vertimiento. El asentamiento siguiente hará lo mismo, y así sucesivamente.

Un pequeño poblado, que arroje sus desechos orgánicos al río podría considerarse una carga imperceptible en un análisis de agua en el alto Amazonas. En Colombia todo municipio de más de 10.000 habitantes debe tener una planta de tratamiento de aguas residuales (PTAR), norma que no se cumple y mucho menos en la Amazonia. Las autoridades ambientales realizan la medición de las sustancias contaminantes en miligramos por litro (mg/L).

El caudal de agua del río Amazonas es tan grande, que cada uno de los gobernantes municipales o encargado de comunidad ribereña, piensan que sus vertimientos no son problema, pero se estima que más de treinta millones de personas impactan directamente con sus residuos el gran río. Caballo Cocha no era la excepción, pero si un ejemplo del inadecuado manejo de los poblados que crecen aceleradamente sin contemplar dar soluciones a mediano plazo de un inminente problema actual.

El bus del agua

El muelle de San Pablo de Loreto se fue llenando de viajeros. Repentinamente, todos se agolparon al final del entablado para esperar por la lancha que aún no se veía. Según el despachador, el tiempo de arribo estaba contemplado entre las tres y seis de la tarde, eso dependía del movimiento de carga en los puertos que había recorrido el día anterior.

A las cinco de la tarde llegó La Gran Loretana, pero iba en sentido contrario, hacia Iquitos. Se realizo la entrega de un pedido de pan a la cafetería de la lancha y se hizo un breve intercambio de pasajeros. La embarcación partió diez minutos después y en el muelle quedamos nueve personas esperando apaciblemente por la nuestra.

La lancha Lucho llegó atrasada, pasadas las siete de la noche. Era de las más pequeñas que había visto en Iquitos, de tres pisos y siete metros de ancho, pero a pesar de su reducido tamaño, tenía acondicionado corrales en tabla para transportar ganado. La altura del techo era mucho más baja que la Charles I, lo que facilitaba el amarre de las hamacas para las personas de baja estatura. Estaba completamente abarrotada de pasajeros y la distancia entre hamacas no sobrepasaba los 60 cm, e incluso había gente acomodada en el piso, era como viajar en un camión ganadero en carretera pavimentada.

Al hablar con mis vecinos de codo, les pregunte el por qué no usaban el ferry si sorprendentemente era más barato el tiquete. El de la derecha, me dijo que en la lancha dejaban llevar más equipaje y carga por pasajero, y la de la izquierda, me dio una contundente respuesta: “Nadie esta inmunizado contra el COVID y al ingreso no piden carnet de vacunación”.

Las lanchas cargueras, son el medio más eficiente para mover insumos sobre el río Amazonas, y uno de los más populares para la movilización de pasajeros entre los pequeños puertos. En promedio gastan tres días en realizar un trayecto y tres más para el regreso. De tal manera que cada capitán, solo alcanza a realizar un viaje a la semana y deben regirse a un estricto itinerario para poder suplir las necesidades de los pobladores ribereños entre varias embarcaciones. Todos tienen un día fijo de partida, una hora aproximada de llegada y salida de los puertos intermedios que siempre es variable y depende del tiempo que gasten descargando los productos.

A las diez de la noche llegamos a Chimbote, un puerto pesquero intermedio. Allí, llega el hielo fabricado en Iquitos y el pescado de todas las comunidades río abajo que es recibido y empacado en cavas de madera para regresarlo a la capital de Loreto. De nuestra lancha, bajaron un cargamento de barras de hielo de cincuenta kilogramos de peso. Estaban empacadas individualmente en costales de fibra para protegerlas del tamo de arroz con que las preservan en el viaje.

La Lancha Cesar Eduardo, viajaba surcando hacia Iquitos y estaba a nuestro lado. Diez personas intentaban subir una cava de una tonelada de peso con pescado, arrastrándola por un tablón inclinado hasta la parte delantera de la lancha. Tardaron quince minutos en lograr su cometido y varios cigarrillos de su capitán que supervisó la extenuante labor desde su puesto de mando.

 

Madrugando a dormir

La impredecible demora en el puerto de Chimbote con el movimiento de la gran cantidad de carga, hizo que llegáramos a la una de la mañana a Caballo Cocha. En la zona de desembarco había un gran movimiento de gente, muchos de los compañeros de viaje venían a celebrar las elecciones internas de sus partidos convocadas para ese domingo 15 de mayo.

En cuestión de minutos, el tercer piso de la embarcación se vio liberada de las hamacas quedando casi vacío. Procedimos a hacer la fila para realizar el descenso y pasar por entre la carga para pisar tierra firme. Me sentía desubicado. No conocía a nadie en el pueblo y era muy tarde para buscar hotel. Me filtré por entre la gran cantidad de gente en la calle saliendo rápidamente como si fuera un residente más y empecé a seguir a una familia con un par de niños caminando que venía en la lancha. Unas cuadras más adelante, cuando el alboroto del embarcadero había quedado atrás les pedí orientación sobre alojamiento. Me recomendaron sin dudar el Hospedaje Mendo a dos cuadras de donde estábamos.

Golpeé insistentemente la reja del hospedaje hasta que un hombre con los ojos entrecerrados salió de la habitación más cercana a la puerta. Se acercó con un gran manojo de llaves en su mano tratando de encontrar la que abría la cerradura.

—¿Usted es el de la reserva? —preguntó mientras me abría.

—No señor, pero necesito habitación para dos noches —respondí.

El hombre al dejarme pasar, me entregó la llave de una habitación en el segundo piso. Solo hasta después de poner el morral en el suelo y sentarme en la cama pude relajarme. Generalmente en mis travesías, a las cinco de la tarde ya debo tener solucionado donde pernoctar. Eran las dos de la mañana y hasta ese momento iba a tomar la ducha de buenas noches.

 

Todo al río

Salí a recorrer el poblado antes de las siete de la mañana. Había muy poca gente en la calle y el semáforo en la esquina del parque principal no tenía a quien darle indicaciones. En la esquina opuesta, un par de conductores de motokar charlaban mientras esperaban pasajeros. Caballo Cocha es la capital del distrito Ramon Castilla, cuenta con aeropuerto y un estimado de 30.000 habitantes.

En las cuadras aledañas a la plaza de mercado, se utiliza un básico sistema de alcantarillado de canaleta abierta, conduciendo todo directamente al río. Podría asegurar, que muchos de los pueblos ribereños consideran a la lluvia como su mejor aliado, pues lava y limpia sus calles arrastrando todo lo que depositan en ella. Los residuos plásticos hacen parte de la cotidianidad de los pobladores y saben que en la próxima creciente, su gran Amazonas se los llevara.

En la desembocadura de una de las calles perpendiculares al río, una mujer de la congregación Israelita usaba una bolsa plástica como guante y recogía agachada todos los desperdicios que podía alzar para depositarlos en una bolsa más grande. Se llamaba Juana, era una terca mujer propietaria de un negocio de ropa, que todos los días aprovechaba el tiempo acopiando la basura de la orilla mientras llegaban clientes a su local. No sabía de donde salía tanta basura en su comunidad, afirmó que diariamente llenaba un gran costal de fibra para que se lo llevaran, pero que sospechaba que las autoridades sanitarias solo lo cambiaban de lugar y los tiraban de nuevo.

En el mercado, la situación no era distinta. Debajo de los entablados de las construcciones la basura se acumulaba a montones. El sobre nivel del río arrastraba por momentos las pequeñas islas de residuos hasta que eran obstaculizadas por los parales semisumergidos de los negocios.

El desolador panorama de la contaminación era evidente en las calles aledañas al puerto y al comercio. El característico olor a aguas sanitarias impregnaba el ambiente. Las calles perpendiculares al río conducían los desechos y en la mitad las mujeres realizaban sus tareas de lavado de ropa y utensilios de cocina. Pareciera que los pobladores estuvieran resignados a vivir bajo esas condiciones.

Frente al río, se construía un moderno centro de mercado, en concreto y estructura metálica para su cubierta, sin lugar a dudas una obra para mostrar de la municipalidad de turno. Sobre el río, formando un islote, estaban todos los escombros de la obra, plásticos, cartones, bolsas de cemento y retal de madera. Ese, era el triste panorama de la realidad de los poblados rivereños y la renuencia de los mandatarios locales a tomar medidas correctivas en sus comunidades. El que peca y reza empata.

 

Zona de conflicto

Por una vereda de concreto, se puede llegar a Cuschillo Cocha. El pequeño poblado es un asentamiento Tikuna, ubicado en inmediaciones de la laguna del mismo nombre a 25 minutos en motokar de Caballo Cocha. Me fue recomendado en varias oportunidades visitarla después de las tres de la tarde del domingo. La razón, ser la puerta de entrada a una de las zonas más grandes de cultivos ilícitos del Perú.

La hora más concurrida, es también la más segura. Muchos de los pobladores se desplazan hasta allí a pasar la tarde en el parque a encontrarse con amigos y degustar algunas comidas. La falta de oportunidades laborales para los jóvenes del pueblo hace que trabajen en la siembra y recolección de hoja de coca.

Ángel, era el joven conductor de uno de los motokar del pueblo. Lo contraté para llevarme a Cuschillo Cocha. Su desajustado vehículo sonaba más de la cuenta, tuvimos que parar dos veces a revisar el agudo silbido de unas piezas en rozamiento que solo disminuía cuando incrementaba la velocidad. La continua charla sobre el posible daño mecánico, delató mi acento colombiano. Ángel se puso completamente eufórico, e irradiando en su rostro felicidad, me ofreció bulto de hoja de coca a 80 soles.

Al decirle que no era comprador, me preguntó, si era inversionista o supervisor de siembras, o contratista. Según Ángel, a tan solo tres horas de allí estaban los grandes cultivos dirigidos por colombianos, quienes eran “respetados” por las autoridades militares del Perú haciendo poco patrullaje en la zona. Mi negativa respuesta se convirtió en solicitud de ayuda. Él estaba trabajando son siete hermanos en la expansión de una chagra de 10 hectáreas selva adentro para llevarla a 15, con el objetivo de ampliar su producción de hoja de coca. Junto a sus familiares, estaban buscando socio colombiano y me pidió que trabajara con ellos. No tenía como reparar su vehículo, sus ilusiones de progreso, para él y su familia solo tenían un horizonte, la hoja de coca.

Pasando un puente de madera, sobre el cauce de uno de los arroyos que alimentan la laguna, se accede a la parte no comercial del poblado. La mayoría de las casas eran palafíticas, construidas en tabla y techos de zinc, pero había unas cuantas que contrastaban notablemente por ser de material. Según Ángel, los pobladores jóvenes de la comunidad, trabajaban en el cultivo. Cuando les iba bien, colaboraban con el mejoramiento de la vivienda de sus padres, cambiando las maderas por ladrillo y cemento. Símbolo de progreso en la zona.

En la plaza principal, una veintena de motokars esperaban por servicio a Caballo Cocha mientras los visitantes buscaban señal de internet y degustaban algunos productos de las ventas de comida alrededor del parque. Tomé uno de regreso hacia el hotel, donde después de un entretenido viaje, encontré descansando sobre una silla plástica al hombre que me había atendido en la madrugada.

Se trataba de Nexoly Manchay Abad, el dueño del hotel Mendos. Llevaba veinte años en Caballo Cocha y quería regresar a su ciudad natal, Piura en Chiclayo, la capital petrolera y pesquera de su provincia. Según sus palabras, Nexoly estaba cansado de nadar contra la corriente, ya no se sentía a gusto en el pueblo. La desorganización de la comunidad, el mal manejo de los servicios públicos y el auge del dinero caliente lo tenían incomodo. Quería darle a su esposa y sus dos hijos una calidad de vida diferente.

 

La realidad del desarrollo

La oficina de migración abría a las ocho de la mañana. Debía sellar la salida de Perú en el pasaporte, pero los funcionarios estaban atendiendo los vuelos en el aeropuerto. El comercio aéreo se había incrementado exponencialmente en la zona y los funcionarios de aduanas y control migratorio tenían mucho trabajo. Realicé nuevas caminatas por los alrededores del sector comercial mientras esperaba a los funcionarios, encontrando nuevas calles sin explorar con el apabullante panorama de más cañerías abiertas desembocando en el río.

Sin lugar a dudas, eran las imágenes más tristes que había tenido hasta ese momento en el viaje. Los gallinazos escudriñaban con su pico y patas en el agua de la canaleta buscando alimento que encontraban con relativa facilidad. En la cuadra siguiente un bote de madera lucia abandonado al lado de decenas de botellas plásticas flotando.

Regrese tres veces a la oficina, sin encontrar a los funcionarios de migración. La lancha rápida salía a las dos de la tarde hacia Puerto Nariño, así que opte para dejar el tramite de sellado nuevamente en Santa Rosa. Recogí mis pertenencias del hotel y me dirigí hacia el embarcadero de Expresos Unidos tres Fronteras. La embarcación llegó con pasajeros a la una de la tarde y solo permitieron el acceso media hora después.

Mientras esperábamos la salida, pude observar a una pequeña niña de la congregación israelí, caminar por el entablado del muelle con una jarra plástica en la mano, meterla al agua y quitar de su camino la basura flotante para llenar su recipiente y regresar hacia uno de los negocios del muelle. La acción fue repetida tres veces más. No se que uso le fuera a dar al líquido, que creo sin lugar a dudas ya no se podría considerar como potable, pero si satisfacer la necesidad de algunos de los pobladores de la ribera de río.