Guaviare Biodiverso. Parte 2 Selva

Había atendido las recomendaciones de Erik y Patricia. Llevaba cuatro días visitando los alrededores de San José y sus atractivos. Estaba atento a su llegada para viajar en familia y hacer las visitas complementarias. Las pinturas de Nuevo Tolima, buscar los delfines en la laguna Damas de Nare para jugar con las niñas y dormir en playa Güio para hacer avistamiento de aves y primates.

Exuberante. Colombia 2021

El programado corte de energía por mantenimiento de redes en San José, había comenzado a las seis de la mañana. El calor del cuarto en el hotel me llevó a salir más rápido de lo necesario. Tomé un taxi hacia al aeropuerto a la espera de mis compañeros de travesía, hacia seis meses los había visto en su casa en Circasia y estaba expectante por el reencuentro. Erik y su familia atravesaron la puerta de salida a las siete, tenían cara de cansancio pues se habían levantado hacia cuatro horas y estaban molestos por el cobro injustificado justo antes de abordar en los pasajes de Dalia y Saskia de un sobrecosto a última hora en Bogotá. Los tiquetes los habían comprado en el 2020 antes de la pandemia cuando aún tenían 12 años y un poco menos de 1.70 metros de altura.

Janeth, la amable recepcionista del hotel El Pórtico con su gran sonrisa les dio la bienvenida al Guaviare. Patricia había trabajado por 17 años como ortodoncista en el municipio y era la primera vez que dormiría en un hotel en San José. La casa de su hermana Liliana estaba en remodelación motivo por el cual no los pudo hospedar. Mientras desayunábamos un estupendo caldo de Dorado en el local de Cecilia, Patricia me comunicó que el encuentro con su hermana se había frustrado por cuenta de haber dado positivo para COVID la tarde anterior y se encontraba en aislamiento preventivo.

Reconociendo a San José

Mientras caminábamos lentamente por sus calles, Patricia nos contó de algunos cambios que percibía había tenido el municipio en los últimos años. Almacenes que desaparecieron, otros que se ampliaron y la inquietud adicional de si algunos de sus conocidos aún estarían viviendo allí. El comercio no había empezado a funcionar, era temprano y el servicio de energía eléctrica se restablecería hasta las dos de la tarde. Caminamos al muelle de carga, luego al malecón y tuvimos que guarecernos bajo un techo mientras pasaba la lluvia.

Frente al sitio, se encontraba el taller del astillero que presentaba una baja en el nivel de agua, pero seguía inundado. De allí salía un hombre con una puerta al hombro haciendo equilibrio con sus botas de caucho tratando de esquivar los obstáculos para salir a suelo firme. Mientras observábamos las piruetas para transportar la puerta, fuimos abordados por un menudo hombre bajo un paraguas negro, con un pequeño morral rojo frente a su pecho. Era Luis Bohórquez, un guía de turismo madrugador y carnetizado en búsqueda de clientes. Sin desperdiciar tiempo nos fue contando de todas las actividades posibles para hacer, distancias, tiempo y costos de su servicio.

Yadira, la propietaria de la tienda en el muelle donde escampábamos había llegado un poco tarde por la lluvia. Invitamos a helado a Luis como agradecimiento por su grata charla y Erik le colaboró a Yadira a acomodar una vitrina coja en el entablado del exterior de su local. Salimos en busca de unos encargos de Erik para nuestro guía en Carurú, de donde continuaría nuestra travesía en dos días.

A las diez de la mañana en San José, se sentía en el aire el penetrante olor a gasolina quemada de decenas de plantas eléctricas ubicadas sobre la acera frente a cada local. Producían un ensordecedor ruido haciendo un coro sin pausa. Nunca en mi vida había visto tantas marcas de plantas eléctricas y mucho menos, todas encendidas al mismo tiempo. La imposibilidad de comunicación nos hizo desistir de nuestro propósito de compra de suministros para el viaje en el sector comercial.  Patricia saludó a unos cuantos amigos en su antiguo consultorio y huimos del centro buscando un poco de tranquilidad auditiva. Caminamos hasta la casa de su cuñado en inmediaciones del aeropuerto para ver la remodelación que le estaba haciendo. Francisco nos mostró la obra con detalle y estaba muy orgulloso de su diseño, diciéndonos que le faltaba un par de meses para terminarla. Nos invitó a una panadería cercana, donde departimos un rato tratando de hacer tiempo mientras llegaba el fluido eléctrico. Los viajeros decidieron ir a dormir un poco y reencontrarnos en la tarde del sábado después de las cuatro cuando se normalizara el ruido en el comercio.

Dentro del listado de compras teníamos, una hamaca extralarga para Erik, un par de ollas, platos plásticos, vasos, cucharas y ponchos impermeables para las niñas. Pero también, encendedores, cigarrillos, baterías grandes para linterna y jabón Rey para entregar como presente en las comunidades según las recomendaciones de nuestro guía. Se había podido coordinar en nuestros respectivos hoteles que nos guardaran el equipaje y las compras por dos días mientras hacíamos un corto viaje en camioneta hasta la Laguna damas de Nare.

La tarde terminó después de guardar las compras en el hotel, recorrimos otras calles del centro y fuimos en busca del restaurante CATUMARE, especializado en comidas amazónicas donde tuve mi primer acercamiento a las tortillas de casabe, hechas con la famosa yuca brava y con un relleno de carne de contrastante sabor. Pedí conocer a Lilia, la chef del restaurante y felicitarla por tan sorprendente plato hecho con sencillos ingredientes. Erik me vaticinó que me gustaría la comida en la selva.

Nuevo Tolima

La camioneta llegó a recogerme a las seis de la mañana. John, nuestro conductor realizó una parada de aprovisionamiento para comprar lechona donde Caliche. Estaba recién bajada de una camioneta donde tenían ocho más para guardar y despacharlas porcionadas. Patricia acomodo el enorme cojín sin cabeza y se dispuso a estrenarla con nuestros platos para llevar. Janet sirvió las generosas porciones y continuamos la ruta tomando la vía a los Alpes por 24 kilómetros de terreno destapado hasta llegar a la caseta de acceso al predio. El desayuno fue pausado. Jhon había tenido una acertada recomendación.

Esteimar, el joven encargado de la finca llegó bordeando las ocho de la mañana. Abrió la caseta y se dispuso a cobrar las entradas y registrarnos en el cuaderno de admisiones. Nos dio unas breves recomendaciones y sugirió seguir las flechas del camino. Seguimos el amplio sendero enmarcado entre una cerca de postes de concreto hasta la base de la montaña y continuamos caminando por veinte minutos hasta llegar al majestuoso panel.

Los dibujos tenían similitudes con las que había visitado días atrás en Cerro Azul. La mayoría de las pinturas están hechas con pigmentos rojos, que según los científicos provienen de óxidos ferrosos, pero a diferencia de otros sitios, en Nuevo Tolima había pinturas superpuestas en color blanco. Una especie de caracol gigante llamaba mi atención, se dejaba apreciar de tenue manera por el contrastante color. Se podían observar muchas pinturas superpuestas y otras de tonos más rojizos casi negros. Es difícil definir con exactitud el periodo en el cual fueron hechas las pinturas por la tipología inorgánica de los pigmentos, pero la mayoría de investigadores coinciden que fueron hechas en diferentes épocas con más de 1.000 años de antigüedad.

Venados, tortugas, aves, cuadrúpedos, lagartos, figuras humanas, serpientes, alacranes, gallinas e infinidad de figuras geométricas y utensilios hacen parte del extenso panel, que sin lugar a dudas proporciona material suficiente para extensos trabajos de investigación científica y para nosotros solo un par de horas de admiración y especulación. Para el descenso utilizamos otra ruta no demarcada pero que estaba trochada. Encontramos el incipiente trabajo para acceder a otras rocas y laberintos que le darían al lugar un cambio significativo al tener una ruta de salida diferente a la de acceso.

A buscar delfines

De regreso, Jhon se detuvo frente a la entrada de una finca en el camino a San José. Erik necesitaba entrevistarse con Amanda, una de las propietarias del proyecto UKUNAY de yoga, meditación y terapias alternativas. Quería conocer su proyecto y saber si podía atenderle de manera bilingüe y fluida a futuros clientes de su empresa. Con un poco de nerviosismo Amanda pudo tener durante algunos minutos una conversación y concretaron reunirse dos días después en San José a nuestro regreso.

Nuevamente seguimos los acertados concejos gastronómicos de Jhon para el almuerzo. Nos llevó a un asadero de carne a la llanera que Patricia había conocido tiempo atrás y según ella mostraba un impresionante crecimiento, con buen sazón y atención. Nuestra cita era a la una de la tarde en el embarcadero de caño la Fuga, nos estaban esperando para llevarnos a Villa Lilia, así que solo tuvimos tiempo de comer y salir.

Al llegar al punto de encuentro nos recibió el entusiasta Diego Cifuentes Olarte, un quindiano hablador y tomador de pelo, quien sería nuestro guía en Villa Lilia, un proyecto agroecoturístico familiar llamado así en honor a su madre. Nos presentó al Paisa, el conductor de la lancha y nos embarcamos según sus indicaciones por nuestro peso rumbo a la finca a través del crecido caño la Fuga, única vía de acceso en invierno. La cantidad de árboles a lado y lado del pequeño afluente era albergue de infinidad de aves que escuchábamos, pero no podíamos ver por le hora y el sol.

El paso rápido de una pava hedionda sobre nuestro bote y unos pequeños titis muy arriba sobre la copa de los árboles confirmaban nuestro ingreso a la amazonia. El indescifrable camino acuático con múltiples posibilidades hace imposible el llegar allí sin ayuda alguna. El Paisa nos confirmó la dificultad del camino por los obstáculos y desvíos, pero era habitual su tránsito en la zona y tendría que hacerlo esa noche para regresar a dormir a su casa.

Desembarcamos a unos cien metros de la casa. Diego nos relacionó con Linda y María, las señoras encargadas de la preparación de alimentos y con su hermano Camilo, técnico de paneles solares, instalaciones eléctricas y reparaciones constructivas en Villa Lilia. Dejamos nuestras maletas e inmediatamente emprendimos la caminata de media hora hasta el borde de la laguna donde tenía el otro bote para ir en búsqueda de los delfines.

Según Diego, había nueve delfines en la laguna y los describió como: “Dos varones, dos hembras, dos señoritas y dos bebes” según un estudio realizado por El biólogo marino Tadeista, Fernando Trujillo especialista en delfines amazónicos, a quien conocí en mi época universitaria. Sinforosa, Eulalia y Pambila eran las juguetonas, pero para facilidad de todos nos dijo que las llamáramos Tatis. El repetido llamado de Tatis por todos los miembros de la embarcación surtió efecto y los delfines aparecieron a las cuatro de la tarde y casi siempre al lado contrario donde apuntábamos las cámaras.

Después de un rato de mostrarse ante nosotros, Diego nos hizo lanzar las cuerdas de la embarcación para hacer un poco de ruido y que ellas tomaran el extremo del lazo para tirarnos, moviéndonos de lado a lado como perros juguetones. Llegó el turno de meternos al agua y hacerlas acercarse. Estuve llamándolas insistentemente “Tatis, Tatis, Tatis” hasta que una de ellas se metió por debajo de mis piernas dándome tremendo susto. El agua turbia no permite verlas aproximarse y no se sabe cuándo van a llegar y por dónde. Rato después de seguirlas llamando y estar preparado para su salida empezaron a empujarme por la espalda dándole golpes al chaleco salvavidas. Debíamos regresar, así que nos despedimos de los delfines y planeamos un segundo encuentro en la mañana.

Mientras organizábamos el pasar la noche en las hamacas de Villa Lilia, Diego hizo de contador de historias y empezó con las de su proyecto familiar.  Su hermano Horacio Cifuentes Olarte conoció los terrenos, fue a la laguna, tuvo su mágico encuentro con los delfines y planificó el inició del negocio del agroturismo en la zona. Compró los terrenos y convocó la ayuda de sus hermanos que estaban fuera del país para desarrollarlo. De las 120 hectáreas que hoy poseen, solo aprovechan veinte que fueron antes cultivos de coca, las otras las mantienen como reserva forestal. Diego había intentado con cultivos de plátano, yuca y cacao, pero fueron arrasados este año por la creciente del río dejándolos a merced del desarrollo turístico en época de postpandemia.

Desde las cuatro de la mañana las aves empezaron a emitir sus estruendosos sonidos. Parecía que su misión era servir de despertador. No las podíamos ver, pero por los decibeles de sus cantos las imaginábamos gigantescas. A las cinco de la mañana con los primeros rayos de luz se silenció el despertador natural. Nuestro compromiso con Diego era tomar camino a las seis en punto para el segundo encuentro con los delfines.

Le ayudamos a Diego a inflar el kayak y lo amarramos a la embarcación, salimos unos cuantos metros y aparecieron. Parecía que los delfines nos estaban esperando para jugar de nuevo, estaban en la orilla. El plan era que las niñas se montaran en el kayak y les tiraran la cuerda para que las atraparan. Dalia en su nave, un Explorer amarillo, fue tirada por la laguna a merced del delfín. Era una sensación increíble ver como se movilizaba a lado y lado como si tuviera un silencioso motor eléctrico.

Decidimos juguetear con ellos y nos metimos de nuevo al agua. Inmediatamente sentí un fuerte piquete en mi oreja. Le pregunte a Saskia que era y exclamó: “Un alacrán”. El minúsculo insecto había pasado la noche en mi chaleco salvavidas y no había tenido la precaución de sacudirlo en la mañana antes de ponérmelo. Al contacto con el agua se defendió. Con un poco de malestar seguí llamando a Tatis para jugar haciendo ruido en el agua con mis manos. Al igual que la tarde anterior, el delfín se metió bajo mis piernas, pero ya estaba preparado a su comportamiento y sabía que iba pasar. Seguí chapoteando el agua y nuevamente empezó a moverme hacia adelante dándome empujones en la espalda.

Desafortunadamente debíamos regresar, así que emprendimos la caminata hacia la casa comiendo el mucílago de las pepas de cacao que Diego nos había llevado para el camino. María preparó nuestro desayuno y cargamos las maletas en el bote del Paisa. Le pedimos que nos llevara sin prisa para tratar de observar un poco más la fauna y el entorno del Lugar. El Paisa paró a mostrarnos su casa y como es el diario vivir en época de invierno en donde tareas tan simples como tender la ropa para secarla o cuidar las gallinas se complica. Afortunadamente como él lo decía, vivía en un paraíso y los colonos de la zona habían dejado de tumbar selva para sembrar coca y se han concientizado un poco en la preservación haciendo solo caza y pesca de subsistencia.

Playa Güio en invierno

El Paisa nos dejó en el embarcadero de caño la Fuga donde nos encontramos con Lilia quien quería presentarnos a sus hijas Sandy y Jazmín. Pasadas las once de la mañana llegó Jhon para llevarnos hasta nuestro nuevo destino, nos despedimos de Lilia y su familia y emprendimos de nuevo el retorno hacia San José por espacio de tres horas en su 4X4. La desviación a playa Güio está a solo nueve kilómetros del pueblo, pero las condiciones climáticas de los últimos días nos vaticinaban lluvias.

Descargamos las maletas y nos dirigimos hacia la zona de embarque. El sorpresivo aguacero escasamente nos dio tiempo de sacar nuestros ponchos y hacer gritos dirigidos hacia el otro lado para solicitar fuéramos embarcados. Marcos Javier Melo, era el hijo del dueño de las cabañas y actual administrador. Llegó forrado en una bolsa de basura y con el bote inundado. Nos pasó rápidamente hacia su casa y nos metimos al comedor. Diana, su esposa nos ofreció limonada con la sorpresa de conocer quiénes son los que hacen reservas en pleno invierno.

Todo estaba empantanado y no paraba de llover. Le pedí un kayak prestado a Marcos y fui a conocer los alrededores del lugar. Era complicado llegar a las cabañas donde pasaríamos la noche, se podía llegar en el Kayak o con el agua a media pierna y para todos era parte de la aventura. Regresé a la casa y tomamos el otro kayak, decidimos explorar un poco más lejos con las niñas y bajarnos en una casa vecina a jugar con Thor, un perro.

Doña Edilma le ofreció a Erik un oportuno tinto, mientras nos contaba lo extrañada que estaba del clima pues deberían estar en verano, pero que en la zona la creciente subía lentamente dándoles tiempo de subir los enseres para evitar su daño. El nivel del agua había alcanzado a llegar a la base de su lavamanos en una oportunidad. Nos presentó a Gerardo su hijo y a Alfredo su esposo quienes no paraban de reír viendo como doña Edilma comparaba su altura con la de Erik.

Regresamos a casa para quitar nuestra ropa mojada y poder acceder a dejar las maletas en las cabañas. Diana instalo a Dalia y Saskia en la de menor nivel de agua y a Patricia y Erik en la contigua con un poco más de nivel. Me pidió que la acompañara para instalarme en la cabaña con camarotes, más amplia, pero era habitación compartida con un grupo negros voladores colgados temporalmente del cielo raso. Para mi defensa dejo un toldillo y una sábana de coloridos elefantes.

Los monos aulladores empezaron su ritual a las 5:20 de la mañana, parecía que estaban sobre el techo de la cabaña. Su aullido conjunto poco a poco se fue alejando hasta que el sonido fue reemplazado por el canto de las oropéndolas en sus nidos. Marcos atendió a sus huéspedes cafeteros con el respectivo tinto mañanero, me llevó hasta donde otro vecino a pedir alquilado un kayak para poder ir los cinco hasta el río Guaviare. En el suelo de la casa había gran cantidad de champa, una fruta que solo se da en época de invierno y según Marcos era sinónimo de inundación.

Regresamos a la casa y tomamos la senda del agua por unos veinte minutos esquivando arboles de la zona inundada. Remamos hasta donde pudimos. Arrastramos los tres kayaks hasta lo que percibimos era un camino trillado y los amarramos a un árbol. Continuamos por entre el agua hasta la finca de la mamá de Diana, donde fuimos recibidos por un gran número de gallinas felices por estar tocando el suelo después de varios días de inundación. Doña Deyanira nos señaló en la cerca de guadua hasta donde había llegado el nivel del agua y nos indicó el camino hasta el río.

Le pedimos permiso para quitar algunos frutos de su cacao y continuamos caminando hasta los restos de una casa que aún mostraba los daños sufridos por el periodo invernal y el resguardo de gallinas en un segundo piso al cual se accedía por una escalera de aluminio. Los rastros del agua sobre la platanera arrasada indicaban la fuerza del embate invernal. No había orilla. Caminamos hasta un tronco cortado en forma de silla donde presumimos era el embarcadero de esa finca. El río tenía mucha agua y según apreciábamos todo estaba inundado en esa parte del Guaviare.

Regresamos a las cabañas para buscar el desayuno y embarcarnos en la lancha con motor rumbo a la laguna. La perra de Marcos también venia de regreso nadando hacia la casa y solo se le veía a la distancia parte de la cabeza y la cola erguida como periscopio de submarino. La travesía fue lenta tratando de fotografiar las pavas hediondas que se asoleaban en los árboles, algunas esquivas tortugas y al titi negro conocido como lucifer.

Al salir a la laguna contemplamos el paso de muchas pavas, el sol estaba esquivo y debían buscar donde calentarse eficientemente. Después de una hora de contemplación y competencias de nado emprendimos el regreso con el infortunio de la falla del motor. El retorno nos tomó cerca de una hora entre videos promocionales para Erik y la remada por turnos desde la parte delantera del bote de aluminio.

Recogimos nuestras pertenencias y nos despedimos de Diana. Marcos nos pasó al embarcadero del otro lado del caño. Don Alirio Moya, llevaba un buen rato esperándonos, era el conductor designado por Jhon para llevarnos a San José. En el camino le solicitamos parara momentáneamente para despedirnos de Javier Melo, el papa de Marcos que vivía en tierra firme no inundable, era el visionario hombre que inicio el proyecto Naturlog en Playa Güio, y estaba junto a su nieta Isabela, la hija de Marcos, mientras ellos nos atendían en las cabañas.

Después de tres días con el calzado mojado, sometido a barro regresé a casa de Rafael a pedirle que nos reforzara los zapatos de todos para entrar a la Selva. Rafael tomó inmediatamente su lanceta fabricada por el con un radio partido de la rueda de una bicicleta, me dijo que no podíamos aplicar pegantes pues todos los pares de calzado estaban húmedos. Solo podía coserlos a vuelta redonda como me lo describió.  Un sorpresivo aguacero comenzó a elevar de nuevo el nivel del agua en su barrio, Rafael no se inmutó. Se acomodo hacia el interior de su casa y corrió mi silla para que no me mojara. Una hora más tarde el agua y el trabajo de Rafael habían llegado a su fin, me demostró en cada uno de los pares, haciéndoles fuertes tirones, lo bien que había quedado el trabajo y garantizándome que nos resistirían para terminar el resto de la travesía.

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