Iquitos asediada. Parte 8 selva

Iquitos es la ciudad continental más grande del mundo a la que solo se puede acceder por vía aérea o fluvial remontando el río Amazonas. En la actualidad le apunta al turismo como una de las principales fuentes de ingreso, marcando una segunda transformación, después de la vivida durante la explotación del caucho (1880–1915). La demanda de alimentos, productos y servicios pone a la selva nuevamente en riesgo.

Me rio del río. Perú 2022

La multinacional Du Pont desarrolló el tereftalato de polietileno en 1941. Nathaniel Wyeth científico de la compañía, patentó la primera botella PET en 1973. Fue presentado como el recipiente perfecto: ligero, seguro, económico y reciclable. A casi cincuenta años de su creación, no hemos podido resolver el problema de su recolección para el reciclaje, los ríos y el mar lo saben.

Algunas están flotando con su colorida tapa, encalladas temporalmente hasta la nueva creciente del río, pero hay muchas que no vemos, el consumidor no les colocó la tapa. En treinta años de travesías, no había visto navegar tantas botellas juntas como en el río Amazonas y sus afluentes. Estos están permanentemente asediados por los malos hábitos de turistas y pobladores ribereños, quienes demandan el consumo de bebidas embotelladas a una preocupante tasa que solo podrá ser controlada cuando establezcan la prohibición de empaques de un solo uso.

Remontando en ferry

A mediodía arribé al puerto de embarque del Consorcio Fluvial del Amazonas en Santa Rosa. Una gran cantidad de personas se encontraba haciendo fila, algunos de ellos tardaban menos de un minuto en el puesto de revisión de tiquete, otros inexplicablemente tardaban muchísimo tiempo generando incertidumbre en los pasajeros. Una hora más tarde, cuando fui atendido, la dependiente me informó que la oficina donde había adquirido el boleto de embarque, no estaba sistematizada y tenía que llamar telefónicamente a chequear los datos de compra. Mi trámite fue uno de los que tardo más de lo habitual.

El ferry es una moderna embarcación de dos pisos con capacidad de 350 pasajeros y 28 tripulantes, dotada de cómodas sillas y grandes vidrios polarizados que poco dejan ver el exterior. Arrancamos lentamente río arriba a las dos de la tarde. Las puertas fueron cerradas por la tripulación y fuimos confinados al interior de la nave para realizar un viaje con tiempo estimado de dieciocho horas.

La cafetería fue abierta e inmediatamente se abarrotó de pasajeros queriendo comprar comida. El ruido del motor diésel empezó a hacerse más notable opacado por la algarabía de la gente haciendo sus pedidos. En el ambiente se respiraba una fuerte mezcla de olores a comida. Pasada una hora, el ferry tomó una velocidad constante al entrar a la zona más ancha del río disminuyendo el esfuerzo sobre el motor y proporcionalmente el ruido.

La monotonía del viaje se vio interrumpida hacia las cinco de la tarde con el anuncio de la llegada al puerto de Caballo Cocha, donde solo se detuvo por espacio de quince minutos mientras ascendieron una treintena de pasajeros. La escena sobre el mostrador de la cafetería se repitió al igual que la del fuerte ruido del motor, el cual fue disminuyendo nuevamente hasta tomar velocidad constante, o simplemente estábamos acostumbrándonos a su sonido.

La noche llegó. Solo se veía en las ventanas polarizadas el reflejo de lo que sucedía al interior de la cabina. Se realizaron dos paradas adicionales, la primera en San Pablo de Loreto a las nueve de la noche, que permitió el ingreso de una decena de pasajeros partiendo diez minutos después y la segunda, a las dos de la mañana en Pebas donde subió muy poca gente.

Las luces del ferry fueron encendidas a las seis de la mañana. Treinta minutos después la tripulación dio la orden de poner en vertical las sillas para comenzar a repartir los desayunos. Uno de los tripulantes pasó puesto por puesto aplicando alcohol en las manos de cada pasajero y luego sus compañeros repartieron una taza de café y pan con queso. Sobre el río se empezaba a ver una mayor actividad de lanchas de pequeño calado haciendo viajes entre los asentamientos de la orilla, señal de nuestra proximidad a Iquitos.

La realidad del desarrollo

Eran las nueve de la mañana del domingo 9 de mayo. Afuera del terminal de la Empresa Nacional de Puertos ENAPU, cientos de tricimotos se agolpaban a la espera de clientes. Acomodaban con velocidad a sus pasajeros con el equipaje y salían rápidamente por la calle principal de la marina. Misael Navarro se me presentó como primo de un futbolista de la selección peruana para que le tuviera confianza y utilizara los servicios de su «motokar», como los llaman en Iquitos. Le entregué el nombre del hotel al cual quería dirigirme, me dijo que era una zona compleja así que acepté su recomendación y me llevó a uno a un par de cuadras de la plaza de Armas. 

Nelly la amable recepcionista dominical del hospedaje La Cabaña, me sugirió iniciar mi exploración con algunos edificios históricos del centro de la capital del departamento de Loreto. Muchos de los inmuebles declarados patrimonio de la nación fueron construidos por arquitectos europeos a finales del siglo XIX y principios del XX. Reflejan la ostentosa época de la bonanza cauchera, donde salían vapores por el río Amazonas cargados con látex a Europa y regresaban con mármol, baldosas y complejas piezas metálicas para la época como las utilizadas en la construcción de la famosa Casa de Fierro (1890) atribuida a Gustavo Eiffel.

Iquitos está en el norte de Perú y es la segunda ciudad más cara después de Cuzco. La razón, no tener vía carreteable con el interior del país. Todo llega vía aérea o en barco remontando el Amazonas. Abastecer la necesidad alimentaria de una ciudad en medio de la selva con una población cercana a los 500.000 habitantes tiene sus complicaciones, el atribulado mercado de Belén así lo demostraba. Era un completo desorden. Decenas de calles fueron tomadas por los coloridos techos y sombrillas de miles de ventas que dificultaban la movilidad de los aún más caóticos conductores de los motokar. Muchas de las calles estaban saturadas de puestos callejeros y solo tenían acceso a pie. 

El primer vendedor con el que interactúe, fue Jairo Sánchez, un venezolano dedicado a la comercialización de ají escabeche. Conoció una infinidad de mercados en su trayecto migratorio de cuatro meses hasta llegar a Manaos por donde entró al Perú. Jairo con un contundente movimiento de cabeza de lado a lado me afirmaba que en toda su travesía no había encontrado un sector comercial tan loco como ese.  

Lo que para los turistas puede parecer un atractivo visual, sensorial y en algunos casos culinario, tiene un trasfondo más complejo. La caza y pesca de subsistencia para las comunidades indígenas es una tradición y una necesidad que incluye a todo lo que se mueva, camine, vuele o nade. Pero esa fuente natural de proteína se convirtió en un negocio que está diezmando las especies de la selva. Aunque hay leyes que regulan al comercio de especies vivas en el mercado, las autoridades siguen decomisando animales y llevándolos a los albergues de protección animal o zoológicos. En las ventas de la calle pude apreciar todo tipo de carne: mico, lagarto, paca, tortuga, cerdo de monte, perezoso y otros no identificables.

El paiche es el pez más grande del río Amazonas. Su comercio es prohibido en algunos territorios y en Perú lo tratan de preservar estableciendo veda entre octubre y febrero, la cual no se cumple a cabalidad por la alta demanda de su apetecida carne. Puede llegar hasta los tres metros de longitud, lo que ofrece una gran cantidad de proteína. En el segundo piso de una casa esquinera, pude apreciar al lado de la ropa, grandes lonjas colgadas sobre la baranda metálica del balcón puestas al sol para secar. Posteriormente estas serán enrolladas para facilitar su comercio y transporte y ser enviadas a otros puertos sobre el Amazonas. 

La municipalidad de Iquitos está consciente del problema social, ambiental e higiénico que implica el mercado de Belén. Está adelantando la construcción de unas grandes naves para la reubicación de todos los vendedores y de esa manera tratar de formalizarlos. El cambio es complejo, pero se trata de generar un comercio más responsable, sin perder su identidad y dándole un respiro a su principal proveedor, la selva.

En el agua, sin agua

Tomando cualquiera de las calles perpendiculares del mercado hacia el río, se llega a Belén bajo, barrio conocido como la Venecia de sur América. Cientos de casas palafíticas sobre el río Itaya están pilotadas con gruesos maderos. La estructura de soporte, sus pisos y paredes también están hechas con bloques, listones y tablas, de árboles aserrados de la selva. 

Hamilton es uno de sus residentes. Espera con ansias la época de verano para dedicarse a su pasión, la pesca. Como la mayoría de la gente en la zona, está dedicado al transporte informal, llevando a tierra firme a sus vecinos que no tienen bote. Salimos en el suyo a hacer un recorrido por entre los diversos asentamientos. Algunos cuentan con agua potable y con sistema de conducción de aguas sanitarias. Pero cada día llegan más pobladores a la ciudad y una nueva casa es erigida a consta de un par de árboles y la entrega de los desechos orgánicos a sus aguas.

Muchos de sus pobladores pescaban frente a sus casas. Saben que tienen dinero o comida bajo sus pies. Con delgadas varas sacaban arencas y sardinas que luego llevarían al mercado para ser vendidas.  A su lado otros lavaban ropa, tomaban su baño aprovechando un poco del sol dominical o departían en la discoteca flotante.

Con total certeza puedo afirmar, que somos depredadores por naturaleza. Las agencias turísticas llevan a la gente a contemplar la esplendorosa belleza de la selva que unos cuantos pasos está siendo arrasada para suplir la demanda. Extraemos animales, aves, peces, madera y tumbamos selva para hacer algunos cultivos y a ella solo le entregamos nuestros desechos, que desafortunadamente cada vez son más químicos, plásticos y metálicos. Mover carga vía aérea, cuesta un dólar y medio por kilo en Iquitos, una cifra muy alta para pensar en llevar a las grandes ciudades los residuos aprovechables.

Hamilton me dejo en otro de los muelles que conducían a tierra firme. Seis botes más esperaban pasajeros. El entablado que llevaba a Belén alto tenía unos setenta centímetros de ancho y estaba sobre la inundad calle de un sector comercial, algunas botellas flotando sobre el río así lo indicaban. Caminé cincuenta metros más sobre la irregular pasarela hasta divisar sobre la calle pavimentada un letrero de PARE. La acumulación de basura sobre el agua estancada era abundante y pareciera le hubiera hecho caso a la señal de tránsito.

Botellas, bolsas plásticas, contenedores desechables de icopor, zapatos, raquis de plátano y otros desperdicios orgánicos eran los protagonistas de la bienvenida a tierra firme. El río Amazonas es una verdadera autopista fluvial, por él se mueve todo tipo de carga y pasajeros. La distancia entre sus orillas es de kilómetros y su volumen de agua es tan sorprendente, que creería es la razón por la cual la gente considera a la basura como un problema insignificante. Todo lo que caiga al río, será devorado.

La selva para foráneos 

En el malecón Tarapacá de Iquitos conocí a Kelvin Peña Andrade, un honrado guía peruano con el que pude interactuar varios días y seguir sus recomendaciones. Durante el fin de semana no había tenido clientes, llevaba cuatro días si generar ingresos y aun así me remitió a la agencia de sus amigos para viajar en grupo y poder llegar más lejos a un costo razonable. Al estar en temporada baja deben optimizar los costos entre colegas.

Kelvin me condujo hasta la oficina de Tucán Jungle Expedition y me presentó con Juan el hombre encargado de la agencia. Sobre un colorido mapa instalado en una de las paredes, Juan me explicó las posibilidades de recorrido en el paquete llamado “Full Day”. La negociación se tranzó en 150 soles, pero debía esperar cuarenta minutos por un grupo en camino. En la zona de la plaza de armas donde estaba ubicada su oficina, había decenas de agencias de turismo que regularmente abren a las ocho de la mañana, para pelearse a los pocos turistas de la época.

A la oficina llegó el guía para el tour. Manuel Ocampo del Águila, era un peruano tomador de pelo conocido entre sus colegas como el “tunchi” (espíritu malo de la selva). Inmediatamente, reviso mi boleto fuera del establecimiento mientras Juan hablaba con la pareja de turcos que había llegado. La negociación no se pudo concretar debido al idioma, el usar un guía que hablara turco tendría un valor adicional que no era conveniente para los extranjeros. Manuel me pidió que lo acompañara, mientras nos alcanzaba otro grupo.

Tomamos un motokar hasta el puerto de Bellavista -Nanay. En el muelle buscamos la embarcación que nos llevaría al recorrido. Manuel me pidió esperar dentro del bote un par de minutos adicionales mientras se comunicaba con los turistas. Abilio Zumaeta Catashunga era un experimentado marinero fluvial con treinta años de experiencia. Su embarcación tenía capacidad para treinta pasajeros o veinte turistas, según las regulaciones establecidas para las agencias. Abilio me enseñó su licencia de conductor fluvial y su libreta de embarco donde tiene consignado los permisos de circulación entre los poblados aledaños a Iquitos.

Manuel regresó a la embarcación y le dio la orden a Abilio para que partiéramos. Le pregunté por el grupo que esperaba y me dijo que tampoco se había concretado y ya a eran las diez de la mañana, que regresaríamos después de almuerzo. Sin proponérmelo terminé en un tour privado.

A escasos treinta minutos de Iquitos los operadores llevan a los clientes por un entramado de canales a la maloca de los Bora de Liborio. Un hombre vestido con atuendo tradicional, recibe a los visitantes colocándoles collares en sus cuellos. “La casa redonda” como la llamó Liborio, está adornada con artesanías con las que visten a los visitantes para tratar de comprometerlos a su compra. El jefe máximo de la comunidad es el «curaca» y según Liborio tenía la potestad de tener una mujer para cada día de la semana.

Liborio y sus compañeros caminan todos los días desde la comunidad de San Andrés a treinta minutos. Él es claro conmigo, lo que hacen es un trabajo. Viven de las presentaciones con sus trajes típicos a los turistas y la venta de artesanías. Su comunidad como muchas otras tiene necesidades insatisfechas y por eso piden donaciones para comida y medicamentos. El turismo es su sustento.

Según Liborio, el curaca de su comunidad les da permiso temporal para actuar como jefes a él y sus compañeros hombres al momento de atender las embarcaciones que llegan.  Dependiendo de la cantidad de botes con turistas, cada uno asume el rol de jefe para atender al nuevo grupo e integrarlos en una de sus danzas, mientras que otro miembro toma los celulares de los visitantes y les hace sus respectivas tomas.

Cuando escuchan el ruido de un nuevo motor aceleran la salida del grupo. Los niños pequeños venden llaveros y las mujeres persiguen a los turistas con bolsos, manillas y otras artesanías. Los encaminan hacia la salida, mientras el nuevo jefe temporal entra con los nuevos y se repite la presentación. Es un trabajo como cualquier otro. En este, al final de la jornada, guardan sus trajes de presentación se colocan ropa y se van para su comunidad.

Cuestionando ando

Cruzando un par de canales y a solo diez minutos de la casa redonda de los Bora, Abilio se detuvo en el Serpentario Bricela, una instalación palafítica con unos pocos animales. Cuatro pelejos (entiéndase perezosos), un par de anacondas, tortugas, un ocelote, un caimán blanco, muy pocas aves y algunos micos. Sonia Pinedo, la complaciente guía, acomodaba los animales sobre los visitantes, pedía sus celulares y hacía de fotógrafa. Las instalaciones eran bastante austeras y los espacios reducidos para los ejemplares, pero Sonia hacia la salvedad sobre los animales allí encontrados. Estos habían sido decomisados por las autoridades y entregados a ellos para su cuidado temporal. Situación que quise creer.

La visita al serpentario tardó menos de una hora. Manuel me indicó que debíamos regresar al muelle para recoger dos pasajeros pero que pararíamos en el restaurante de camino. Abilio tomó un nuevo canal y se encontró con varias lanchas de turistas en sentido contrario. Tuvo que disminuir su velocidad para ir detrás de una canoa mediana cargada con bultos de carbón de madera, hechos en algún lado de la selva para combustible de los restaurantes en Iquitos.

El restaurante flotante constaba de cuatro naves de techo de paja y zinc. Estaba construido sobre gruesos troncos, que le permitían siempre estar sobre el nivel del agua. Tres turistas tomaban el sol frente a la nave de la cocina. Yo era el único cliente. Me trajeron el refresco en una botella plástica, situación completamente razonable si pensamos que es un establecimiento de atención al público, lejos de Iquitos y a donde deben llevar todos sus insumos y bebidas de tierra firme.

Estaba completamente seguro por la calidad del restaurante, que sus dueños harían una perfecta disposición de la botella, pero me cuestionaba si todos los demás habitantes río arriba lo harían igual.  La respuesta la obtuve de forma inmediata. Al caminar un poco por el perímetro de la gran balsa, encontré muchas de ellas con su viaje interrumpido enredadas en los troncos de la base.

Destellos de esperanza

Regresamos a Bellavista-Nanay en busca de los pasajeros de Manuel, se trataba de los esposos Mary Chuco Valenzuela y don Liserio Alcántara, comerciantes de carne en la ciudad de Jauja. Ellos serian mis compañeros de visita al fundo Pedrito, una iniciativa privada que nació como estanque piscícola para el cultivo de paiche, situado en inmediaciones de la comunidad Barrio Florido a veinte minutos del muelle.

Don Pedro se dedicaba al comercio de paiche, pescaba, compraba y vendía. Ante la escasez de ejemplares de buen tamaño que podían alcanzar los tres metros de longitud y 200 kilogramos de peso, decidió criarlos obteniendo muy buen resultado. Con el tiempo el rumor del criadero comenzó a popularizarse y la gente quería ir a visitarlo. Su negocio se transformó en una granja ecoturística donde la gente paga para conocer los peces vivos, alimentarlos y contemplar la majestuosidad de ese verdadero monstruo de rio, considerado el segundo pez de aguadulce más grande del mundo.

Al día siguiente, decidí visitar un proyecto de rescate animal. Tomé uno de los famosos troncomobiles, el transporte público de la ciudad identificado con la ruta 60. El sitio estaba localizado a catorce kilómetros de Iquitos por el único carreteable que tiene y lo comunica con la ciudad de Nauta.

En el lugar junto a otro grupo de turistas, fuimos atendidos por Carlos Bartolo, el guía del CREA, Amazon Rescue Center. Lo primero que hizo Carlos fue socializarnos lo que se hacía con el costo del boleto de ingreso. Era para mantener a flote el programa principal, el de rescate de manatís. Los pequeños mamíferos se tomaban dos bolsas por semana de leche formulada especialmente para ellos, debido a que son intolerantes a la lactosa. El precio de cada una de ellas era de 80 dólares y tenían tres pequeños alimentados con tetero por humanos nodrizas, quienes eran practicantes voluntarios de especialidades como biología y medicina veterinaria.

El CREA era auspiciado científicamente por el “Dallas World Aquarium” y tenían un récord de veinticinco liberaciones desde el año 2011. Estábamos maravillados con los tres pequeños que no alcanzaban el metro de longitud, girando en círculos en el estanque llamado de destete. Carlos hizo la salvedad que por cada ejemplar en cautiverio morían por tráfico animal entre diez y quince manatís.

Después de un año de tetero, los pasan a otro estanque más grande donde les enseñan a comer. El manatí es herbívoro, puede vivir cincuenta años. Come plantas acuáticas hasta quedarse dormido, cuando se despierta sigue comiendo. Su dieta llega a alcanzar los cincuenta kilogramos de plantas por día, de allí la importancia del animal para el mantenimiento despejado de lagunas y sus canales de comunicación. Al ser mamífero, debe salir a respirar cada cuatro minutos y es el momento cuando es más vulnerable. Su caza indiscriminada lo ha llevado a ser declarado especie en peligro. Tiene un periodo largo de gestación, trece meses y solo da una cría cada cuatro años, situación que dificulta el repoblamiento natural por la falta de ejemplares.

A medio camino entre el CREA e Iquitos, se encuentra el complejo turístico Quistococha, conformado por una gran laguna y el Zoológico estatal. Las instalaciones presentaban bastante deterioro, producto del tiempo y dos años sin mantenimiento durante el cierre por el COVID. Clara Macedo, trabajadora del zoológico era la entrenadora del delfín y me dijo que durante la pandemia jamás les falto alimento a los animales. Debido a las restricciones gubernamentales de movilidad y confinamiento, redujeron el personal y por la falta de vigilantes sufrieron el robo de algunos ejemplares que muy probablemente fueron alimento para los que no podían trabajar.

La selva no es para todos

Después del corto auge cauchero que duro treinta y cinco años, siguió el de exportación de maderas finas extraídas de manera responsable o ilegalmente. En la Plaza de Armas conocí a San Zhou un ciudadano chino. Trabajó como guía de turismo en Europa hasta la pandemia y luego se dedicó al comercio. Llevaba cuatro meses en Iquitos tratando de sacar un contenedor de maderas exóticas. Su experiencia no había sido la mejor. Viajó en la lancha de los madereros selva adentro por uno de sus afluentes para conocer el proceso de extracción. Perdió su pelea contra los mosquitos y las rudas condiciones de vida por semanas en la lancha. Pasó de sufrir estreñimiento por cuatro días, a un cuadro de diarrea crónica de una semana después de comer hígado de jabalí encebollado preparado por los madereros. 

—“Chichi y popó al lio y luego tomal agua del lio” —exclamó San Zhou reflejando en su rostro la impotencia por haberse mantenido hidratado en esas condiciones.

Le costaba creer como se podía vivir en esas circunstancias en la selva y mucho más el grado de contaminación y salubridad en Belén bajo. Las comparó con la forma de vida en la China descontrolada de hace treinta años y dijo que eran mucho peor. Quería irse lo más pronto posible para su casa en Pekín, pero tenía dos problemas. Debía llegar a permanecer dos semanas en cuarentena en un hotel y los barcos cargueros de contenedores en China tenían restricciones de entrada y salida a puerto por el problema temporal de un nuevo brote de COVID y el confinamiento en algunas ciudades. Su contenedor de madera estaba guardado en una de las bodegas del muelle a la espera de buenas noticias para su pronto despacho. Cada día que pasaba era un costo adicional para su embarque y su sostenimiento.

—“Iquitos sel calo me quielo il”— remató mi amigo chino.

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