Remando a Remolino

Según nuestras cartas de viaje restaban tan solo 200 kilómetros de la travesía por el río. Era un hecho, nos estábamos acercando a Nueva Venecia y hasta el momento todo había salido según lo planeado con los itinerarios aproximados. Con solo dos inconvenientes, el excesivo sol y por lo tanto continuas paradas a buscar hidratación fría y la ausencia total de corriente en el gran río de la Magdalena.

Casi en la meta. Colombia 2018

Doña Mireya y su familia salieron a despedirnos y darnos su buena energía para continuar el viaje. Remamos lentamente por el margen izquierdo del río para ver desde otro ángulo las ruinas de Tacamocho que seguramente caerán con la próxima creciente del río Magdalena.  El implacable sol no tenía clemencia con nuestros cuerpos, nuestra hidratación era realizada cada veinte minutos. Aprovechábamos el poder parar a la sombra de los pequeños poblados para buscar bebidas heladas y hablar momentáneamente con los pescadores que descansaban en los islotes quienes nos daban sugerencias sobre donde quedarnos. La recomendación inicial fue parar en Zambrano a buscar hotel y así lo hicimos. Mike comenzó a desempacar y sacarle aire a los kayaks para liberar presión. Clare me acompañó a buscar el hospedaje, pero ante la no empatía con la primera impresión del ruidoso pueblo, decidimos empacar de nuevo y continuar hasta el siguiente poblado.  En la margen derecha del río se encontraba el pequeño San Luis, la recomendación de Matilde -la experta arrolladora de bocachico y vendedora de agua de arroz- fue continuar hasta Tenerife a unos cuantos kilómetros por la misma margen del río. Era tan abrumador el calor al llegar, que decidí olvidar momentáneamente nuestras impresiones obtenidas a lo largo del viaje sobre la calidad del agua y tomar mi primer baño en el río Magdalena.

Tenerife diferente

La llegada a Tenerife estuvo marcada por la mala actitud de un policía, que al vernos caminar con los kayaks en la mano decidió atravesar abruptamente su moto y pedirle documentos a Mike y Clare. El copiloto de la moto, puso cara de sorpresa ante la petición de su superior, le contesté que sus pasaportes los tenían guardados en el hotel, el policía dijo en alterado tono que así no se trataba a la autoridad. La actitud del energúmeno hombre era incomprensible, le dije que descargaríamos los kayaks en el hotel e inmediatamente iríamos a la estación con los documentos y continuamos nuestro camino hacia el hotel.  Mike solo dijo: – “Peleó con su esposa”-, como tratando de buscar una explicación razonable al comportamiento de este hombre que no era compatible con la ayuda que nos había brindado toda la fuerza policial en los pueblos por donde habíamos pasado.

Comentamos a Juan Carlos, el dueño del hotel San Andrés lo acontecido y le pareció muy extraño el comportamiento del oficial. Mike y Clare tomaron sus documentos y nos fuimos inmediatamente a la estación de policía. Preguntamos por el comandante, nos presentamos y le contamos de nuestra aventura. No nos pidieron los documentos en la estación, así que decidimos mostrárselos al policía que nos había parado abruptamente. La cara del comandante reflejó la incomprensión de nuestra actitud ante su oficial, no entendió porque lo hicimos. El policía ya estaba más calmado, reviso los pasaportes delante de su superior evitando su mirada y no dijo nada al respecto. Nos despedimos de la mano del policía con la conclusión de que solo era alguien que quería lucirse ante su subalterno compañero de la moto, pero que después de nuestra partida de la estación, tendría que darle explicaciones a su superior.

Con el impase solucionado regresamos al hotel. Zuny, la esposa de Juan Carlos y encargada de las comidas, nos ofreció una refrescante agua de avena helada. Nuestras habitaciones no estaban listas, así que aprovechamos para limpiar un poco nuestros kayaks mientras le relatábamos a la interesada Zuny nuestra aventura.

Los pobladores nos contaron con orgullo la importancia histórica de su municipio fundado en 1536. Tenerife era el principal puerto español en el río Magdalena custodiado por trescientos hombres y fue donde el libertador Simón Bolívar en el año de 1812, dictó la proclama libertadora contra los españoles y ganó su primera batalla el 23 de diciembre, en lo que se conoce históricamente como La Campaña del Magdalena. También hablaron de la histórica hazaña de Hermógenes Maza, (conocido como el Ángel Exterminador, pues era sanguinario ante todo el que seseara ibérico) quien saco a los españoles del bajo Magdalena en 1820 en una confrontación de once buques de guerra contra su grupo de macheteros en siete canoas. Tenerife fue departamento de Colombia y hospedo por décadas a familias inmigrantes europeas.

Tenerife, tenía algo distinto a los demás pueblos por donde habíamos pasado, con solo caminar un par de calles concluimos que era el más organizado y limpio que habíamos conocido. La arquitectura de algunas coloridas fachadas mostraba un cuidado esmerado. Calles peatonales con buena iluminación, arborización, un moderno parque principal y un modesto cementerio con la fabulosa inscripción a la entrada “Aquí reina la igualdad”, con muchos moradores extranjeros según podíamos leer en sus lapidas y entre ellos los más abundantes de apellido “Curcio” de origen italiano.

Sobre una pequeña colina desde donde se obtiene la mejor visión del río, fue construida La iglesia San Sebastián de Tenerife, la cual fue declarada patrimonio histórico de la nación en 1995 y como muchos otros monumentos, adolece de trabajos de restauración los cuales no pueden hacerse hasta que el gobierno no destine los recursos y de la autorización a los arquitectos especialistas en restauración de edificaciones patrimonio, corriendo el riesgo que en la larga espera se puedan caer.

Zuny, quedo intrigada con nuestra aventura y presta a colaborarnos, nos presentó al huésped de la habitación contigua. Era Manuel Paternina, un funcionario del IDEAM que estaba haciendo el reconocimiento hidrológico del río Magdalena para analizar el estado actual del río (En muy crítico estado según él) y quien conocía al detalle los mejores pueblos para hospedarnos en los siguientes días, empezando por Pedraza a cincuenta kilómetros de allí. Nos dio orientación y sugerencias para tomar el desvío al Morro, como conocen los pobladores de la zona a Nueva Venecia.

Buena recomendación

Aceptando los acertados consejos de Manuel, nos programamos para hacer la jornada con nuestras acostumbradas paradas de hidratación.  La primera en Nervití, un pequeño poblado de calles polvorientas, pero con fachadas de fulgurante color. Luego en Heredia, donde fuimos invitados insistentemente por una familia a refrescarnos en una playa de lodo y la última en Guaquirí, un pequeño caserío a dos kilómetros del río.

Hacia las cinco de la tarde llegamos a Pedraza. Dejamos los kayaks al cuidado de Nivaldo, el celador nocturno del muelle. Dada la hora solo tuvimos tiempo de ir a buscar el Hotel Riaño –referido por Nivaldo-, guardar nuestras cosas y aceptar las recomendaciones de doña Luz Marina -la dueña del hotel- de buscar el mejor pollo árabe de la zona.

Antes de las seis de la mañana, ya estábamos con Clare recorriendo las calles de Pedraza. Don Egidio -un vecino del hotel-, barría desde muy temprano el frente de su casa e invito a Clare a tomar café, hablamos de nuestra experiencia de viaje y el de la estratégica ubicación de su pueblo. Con la mayoría de los poblados rivereños situados a menos de veinte metros sobre el nivel del mar, Pedraza era el único de la zona que tenía a su costado, un pequeño cerro habitado por humildes pescadores desde donde se podía observar gran parte del pueblo y además por obvias razones completamente protegido ante las constantes inundaciones.

Bajamos lentamente, haciendo paradas para hablar con algunos de sus habitantes, de su tradición pesquera, de la economía agrícola-ganadera de la zona y sobre la estratégica ubicación de sus hogares en el cerro. Al llegar al hotel, encontramos a doña Luz Marina atendiendo su puesto callejero de clásicos fritos costeños, con carimañolas, empanadas, arepa de huevo y papas rellenas. Su joven esposo era el encargado de las frituras y nos pidió un poco de tiempo para preparar nuestros desayunos mientras sacaba del perol la última tanda de fritos. La corta espera se vio recompensada con la buena sazón de su preparación. Con el paladar satisfecho emprendimos la nueva jornada entrando al agua a las ocho de la mañana.

Calamar de Largo

Cuarenta minutos después de partir de Pedraza divisamos Calamar, uno de los puertos comerciales más movidos en el río y la entrada al canal del Dique (Vía fluvial a Cartagena). Nos acercamos hacia la orilla del largo puerto, donde se veía un gran movimiento de mercancías desde el agua hasta tierra firme, movilizada por asoleados hombres que tenían que superar ocho metros de diferencia a través de escalones de altura irregular. Al parar junto a una embarcación vacía, se nos abalanzó inmediatamente una gran cantidad de cargadores de mercancía a ofrecernos su servicio para sacar los kayaks del agua, comida, hotel, servicios turísticos e invitarnos a desembarcar. Ante nuestra negativa a la invitación de permanecer en su municipio, los cargadores insistían en que dejáramos algo de dinero en el pueblo. Era muy temprano y aunque estaban en el acostumbrado rebusque en el puerto, no todos habían logrado ganar lo de su diario. Pasamos la entrada al canal y seguimos lentamente rumbo al norte por una hora más.

El de familia en Canadá

Apenas desembarcamos en el Cerro de San Antonio, un hombre de tez morena elegantemente vestido se acercó hacia Mike y Clare hablando algunas palabras en inglés. Era Edilberto Lozano, un habitante de la zona que vio la oportunidad de practicar su básico vocabulario ante la rechifla de los que no entendían la conversación. Coincidencialmente Edilberto tenía hermanos en Canadá a quienes visitaría a final de año. Le tomó los datos a Clare y pidió foto para ser reconocido cuando llegara a preguntar por ellos.

Los de la rechifla ofrecieron cuidar los «cayucos», mientras conocíamos su pueblo. Nos indicaron la entrada principal al Cerro de San Antonio subiendo por las escaleras centrales hasta la cubierta de calle a calle. Vendedoras de pescado, de plátanos guineos, de cerveza y la colorida flotilla de bicitaxis con techo de lona fue el comité de recepción para los gringos. Al pueblo lo estaban embelleciendo, estaban adoquinando algunas calles, colocando alumbrado en el nuevo malecón y reconstruyendo el parque principal. Los contratistas ante el enredado hablar los foráneos visitantes, dieron paso bajo la barrera de plástico verde que impedía el tránsito de personas hacia el malecón, para invitarnos a sacar las fotos de su hermosa capilla y del palacio Municipal. Agradecimos su amabilidad y después de un refrescante raspado de tamarindo regresamos al río.

Familia de artesanos

El intenso sol nos hizo parar de remar al mediodía, cuando llegamos al embarcadero de El Piñón. Roymer, ofreció su servicio de transporte para llevarnos al hotel en su vehículo, un colorido bicitaxi de dos puestos, con techo. Acomodó ágilmente el kayak en la parte superior y llamó a otro compañero para que se llevara el doble. Tuvimos que empujar los triciclos para poder sortear la empinada rampa con la carga. El Hotel Nelcy estaba a unas cuantas cuadras del río, era amplio y estaba desocupado. Lavamos nuestra ropa y las pusimos a asolear sobre una placa de concreto pulido en el patio. El calor era abrumador, la ropa se secó en menos de una hora. Decidimos esperar a que bajara la temperatura para poder salir a conocer el pueblo.

A media cuadra del hotel, bajo la sombra de un árbol y sentado en una extraña posición, un delgado hombre con un gigantesco tabaco en la boca afilaba un cuchillo. Usaba su pie izquierdo para prensar las hojas contra el taburete, mientras pasaba una y otra vez su lima triangular sobre el metal para adelgazarlo. Era Derco Rafael quien al acercarme decidió mostrarme orgulloso su trabajo de hacer cuchillos con hojas de machete partidas, cuchillas de macaneadora o discos de arado, materiales que ofrecen un buen acero para su trabajo. Con su experiencia sabía qué tipo de metales podía reciclar para hacer las pequeñas herramientas para los pescadores de la zona.

Lo felicité por su hermosa labor y me pidió que lo acompañara a la entrada de su casa girando la esquina. Llego a la puerta y grito: –Mamá. Instantes después salió una anciana mujer tostada por el sol de muchos años con una silla roja plástica en la mano. Se sentó y Derco le dijo que me mostrara su trabajo. Isabel Cristina Vega tallaba totumos desde hacía treinta años. Saco un par de totumos verdes, le dibujo unas flores y unos pájaros con un marcador azul y empezó a retirar hábilmente parte de su corteza con un pequeño cuchillo hecho por su hijo. Me mostró como escoger el totumo, como dividirlo para hacer cucharas o totumas para guarapo, jarras para agua o artículos decorativos dependiendo de la geometría de cada pieza. Doña Isabel llamó a su nieta Camila de diecisiete años a quien llevaba dos años capacitando para seguir con su ancestral oficio. Camila se sentó a su lado, giraba momentáneamente su cara a manera de respeto mientras me hablaba para luego retornar su mirada hacia su totumo para continuar haciendo tallas por lo que restaba de luz día.

Pasadas las tres de la tarde salimos en grupo a recorrer las calles de El Piñón. Mis rojizos compañeros eran la gran atracción y aprovechábamos esa condición para romper el hielo y hablar con los pobladores a nuestro paso, los bicitaxistas que siempre paraban a ofrecernos su servicio, el vendedor de raspado, la vendedora de cocadas, los jugadores de domino, el aprendiz de veterinario y las familias «fresqueando» sentadas afuera de su casa.

Río arriba

Después de una placida noche llamamos a Roymer para que regresara por nosotros. Llegó a las seis y media de la mañana, acomodo hábilmente el equipaje y el kayak sobre el techo como el día anterior. Nuestra idea era salir muy temprano para desayunar en Salamina el siguiente pueblo, pero su amigo no se reportó y Roymer tuvo que regresar a traer el kayak doble hasta el río.

Salamina está ubicado a cincuenta kilómetros del mar Atlántico. Tardamos cerca de hora y media en llegar al desembarcadero. El sol radiante hacia que las pavimentadas calles rebotaran el calor hacia arriba haciendo sofocante el caminar, debíamos buscar efectivo en la oficina de envíos a unas ocho cuadras del muelle, pero de nada valió el llegar temprano pues había una cola de personas esperando el dinero que lo traían de Pivijay, un pueblo vecino. Aprovechamos el tiempo al máximo para hacer fotos y hablar con los bicitaxistas en el muelle quienes rodearon rápidamente a Mike y Clare para escucharlos en su extraño acento. Mientras les hacía fotos, uno de los conductores a mi lado exclamó: – “Los gringos los tienen bobos, igualito que cuando Bolívar se cuadro a la francesa”. Ante mi ignorancia histórica le dije al hombre que me explicara. Contándome que Salamina fue el primer pueblo del Magdalena que visito Bolívar y que cuando salió a recorrer sus calles se acercó a la casa más bonita que era donde vivía la francesita Anita Lenoit y que como Bolívar hablaba francés se la «carretió» y «purrundun», refiriéndose al amorío que tuvieron por un par de días en la zona. 

Partimos de Salamina a las diez de la mañana. Una hora y media después paramos por hidratación en Guaimaro Magdalena, en sus calles no había nadie, todos estaban «fresqueando» en el muelle.  La cercanía con el mar hacia que estuviéramos en una zona donde el río era mucho más ancho y por lo tanto más desprotegidos del viento del norte, que se enfureció cerca del mediodía, haciendo difícil el tránsito por el río. Debimos buscar la orilla derecha para remar contra el viento refugiados por el barranco del río.

Las canoas con sus velas hechas con costales aprovechaban la fuerza del viento viajando a muy buena velocidad en sentido contrario al nuestro, subiendo por el río. Los catorce kilómetros restantes, fueron los más extenuantes de toda la travesía. Si dejábamos de remar éramos arrastrados por el viento, que nos hacía retroceder sin piedad. Era increíble el saber que debíamos bajar en dirección a la desembocadura en el mar y no podíamos. Pensamos en la posibilidad de amarrar los dos kayaks uno detrás de otro y seguir remando, pero supusimos que sería una situación peligrosa que nos podría generar volcamiento. Tras dos horas de intenso paleo pudimos llegar finalmente a Remolino.

Valió la pena la espera

Extenuados por el esfuerzo, fuimos con Clare a buscar el hotel más cercano, la señora nos abrió la reja y displicentemente nos mostró las opciones de alojamiento. Sin ser las mejores ni las peores del recorrido, el precio no era acorde a su estado. Su propietaria no quiso reconsiderar el precio ni su atención y salimos a buscar otra opción.

Al preguntar a los habitantes del pueblo por hospedaje, siempre nos remitían al hotel de donde habíamos salido. Estábamos un poco frustrados ante la obligada situación de tenernos que hospedar donde alguien que no quiere atender a sus huéspedes. La señora de los jugos nos sugirió que fuéramos a la casa de Carmen Dolores, en el barrio contiguo. Preguntamos varias veces y no nos daba razón de la casa. Casi a punto de regresar una niña nos llevó a otro hospedaje que no tenía habitaciones disponibles pero su propietaria nos dio las indicaciones precisas para llegar donde Carmen.  

Era una casa de familia esquinera de un solo piso, muy bien cuidada con las ventanas abiertas, pero nadie en su interior. Decidimos aguardar a que llegara la dueña y Clare regresó a buscar a Mike para encontrar un lugar donde guardar los kayaks cerca al río. En una tienda vecina compré un refresco y pregunte a la tendera si sabía dónde estaba doña Carmen, ella la llamo insistentemente a su celular sin resultado alguno. Media hora después doña Carmen le regresó la llamada diciéndole que estaba en la finca que en un rato regresaba.

Pasadas las cuatro de la tarde, apareció doña Carmen Dolores de Ordoñez disculpándose de antemano por la tardanza y poniéndome a disposición su gran casa, su perro, sus tortugas y una lora llorona que remedaba perfectamente el llanto de un bebe. Me comuniqué con Clare para darle la buena noticia y un par de minutos más tarde llegaron a bordo de dos bicitaxis, los hombres descargaron los equipos y saludaron con mucho respeto a doña Carmen quien se sorprendió gratamente al ver que mis compañeros eran extranjeros. Sin lugar a dudas era muchísimo mejor el ambiente hogareño y la calidez de la atención de doña Carmen a la opción del hotel. Clare estaba contenta, había valido la pena esperar un poco.

Remolino seria nuestro último pueblo antes de llegar a Nueva Venecia. Caminamos por sus polvorientas calles, visitamos su iglesia y una serie de edificaciones venidas a menos con el ineludible paso del tiempo. Se podía apreciar fácilmente que fue uno de los pueblos importantes del departamento del Magdalena y su gran cementerio así lo confirmaba. Era de entrada imponente, perfectamente cuidada y con tumbas muy elaboradas. Remolino fue pueblo pesquero y su asentamiento se dio debido al intercambio comercial con los poblados cercanos como Sitio Nuevo, Ciénaga, Pueblo Viejo, Soledad. En una de sus calles entablamos conversación con Arnoldo y su madre Adela, preguntaron por nuestro viaje, el propósito del mismo y el origen de los monos. Arnoldo le ofreció a Mike huevos de higuana, le insistía para que los probara. La renuencia de Mike, hizo que doña Adela les explicara que estaban cocinados y luego puestos a secar sobre las tejas de zinc de su casa, que ya tenían varios días y estaban bien curados. Acepté la oferta y los probé. Era la primera vez que comía y quede gratamente sorprendido con su sabor. A regañadientes logramos convencerlos de que los probaran, partieron el más pequeño de los huevos en dos partes y cada uno tomo la mitad. El sabor era comparable al de un buen queso curado dijo Mike, no les disgustó, pero se despidieron rápidamente de doña Adela antes de que los presionara a comerse otro.

Doña Carmen estaba sentada fuera de su casa. Su hospitalaria casa siempre estaba dispuesta para atender a su familia de visita en época de carnavales. Vivía sola y se sentía acompañada con los huéspedes que esporádicamente atendía como nosotros. Mientras charlábamos comenzaron a llegar los niños vecinos a comprarle «bolis». Rápidamente le pedimos un surtido de todos los sabores que tenía y hablamos por un par de horas repitiendo las dosis de colores en bolsitas y compartiendo con esta agradable mujer nuestra última noche en tierra firme.

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