La Ruta Libertadora en bicicleta. El triunfo de la batalla perdida. Cap 6

La historia de la batalla sobre el río Pienta estuvo perdida por años. Solo fue hasta el 2008 con la publicación del testimonio de un sobreviviente en el libro “En nombre de la Libertad” del Historiador Edgar Cano que se pudo dar el paso para la visibilización del aporte del departamento de Santander en la gesta libertadora, con el sacrificio de más de 300 campesinos que impidieron la llegada de los refuerzos españoles al Puente de Boyacá, permitiéndole el triunfo a Bolívar.

Ni un paso atrás.

 

 

El Profesor Alberto Sabogal me dio el contacto del historiador Edgar Cano. Me entrevisté telefónicamente con él y me envió su libro “En nombre de la Libertad”, donde está plasmado el descriptivo relato de un sobreviviente de los hechos sucedidos entre el 4 y el 8 de agosto de 1819. Mi encuentro con Edgar se dio en Bucaramanga en el marco de su conferencia días antes a las festividades de celebración departamental de los 200 años del 4 de agosto en Charalá, en una sala llena de historiadores y personalidades que ayudaron durante once años a gestar la visibilización de la participación de los santandereanos como actores fundamentales en el resultado del 7 de agosto.

La celebración sería sin duda el mayor evento en la historia de Charalá y ante la gran cantidad de invitados, preparativos y participantes, Edgar me sugirió posponer el recorrido una semana para cuando la tranquilidad de los pueblos vecinos se normalizará y pudieran demostrar la calidez de los herederos de los combatientes del río Pienta.

Reescribiendo la historia

Infortunadamente la historia no siempre tiene respaldo escrito y los sucesos acaecidos del 4 al 8 de agosto de 1819 en Charalá fueron trasmitidos oralmente de generación en generación, buscando validación por muchos años. Perdimos la oportunidad de saber e indagar sobre el material histórico del municipio, cuando el alcalde de Charalá en el año de 1977 impartió la orden de sacar en una volqueta los archivos antiguos sin clasificar y botarlos al río. A mediados de los años 80, Edgar Cano se dedicó a recopilar historias y archivos en las provincias Guanentá y Comunera, buscándolos en casas, bibliotecas, parroquias, con el infortunio de haber llegado tarde al rescate de muchos de ellos víctima de la orden de incineración ante el volumen que ocupaban en algunos edificios oficiales.

Los herederos de la casa de don Rafael Martínez García, exalcalde del municipio de Charalá, ante el conocimiento de la labor de recuperación histórica de Edgar, deciden llamarlo a visitar la casa de tapia de dos pisos para que recogiera lo que pudiera servirle a su propósito, pues luego de perderla tras una hipoteca debían entregarla. Edgar rescató una serie de objetos, donándolos posteriormente al museo de la Casa de la Cultura de Charalá y tomó para su investigación gran cantidad de documentos, libros, papeles y periódicos encontrados en la antigua edificación, tomándole tres días el llevarlos a su casa.

Después de años de lectura y clasificación decidió dar el paso de escribir su libro “En nombre de la Libertad” y hacia el 2007 se aventuró con un préstamo personal para su publicación al año siguiente, teniendo que regalar casi el ochenta por ciento de su tiraje a personalidades, amigos y comunidad charaleña en Bogotá para lograr su difusión. Lo más gratificante señala Edgar: “es haber logrado el reconocimiento nacional del departamento de Santander en la gesta libertadora”. En su libro da a conocer el descriptivo testimonio escrito de la carta del prestante charaleño señor Fernando Arias Nieto, comandante de una de las milicias.

 

Seis poblados

Las personas que ofrendaron sus vidas hace 200 años en la batalla eran humildes campesinos sin formación militar de los poblados de Encino, Cincelada, Coromoro, Riachuelo, Charalá y Ocamonte, que formaban parte de las milicias que intentaron frenar el avance de las tropas españolas sobre el puente en el río Pienta, a escasos metros del casco urbano en Charalá. Debía planear la visita a cada uno de ellos y la sugerencia de Edgar fue la de empezar por Encino el más lejano, ofreciéndome como base de operaciones su casa en Charalá, donde me recibiría su hermano Guillermo.

El miércoles 14 de agosto iniciando la noche llegué a su casa. Una semana después de la fastuosa celebración privada del Bicentenario en el Puente de Boyacá, que recibió gran cantidad de críticas por no incluir al pueblo, a los votantes, a los descendientes de quienes derramaron su sangre por la libertad. Guillermo – quien fue profesor del Colegio Técnico Agrícola de Encino- me llevó a caminar por las calles de su tranquilo municipio, mirando esquinas, fachadas y algunas de las construcciones históricas. Pasamos a la vieja casona donde funciona la Casa de la Cultura, allí me presentó a su coordinador Rodolfo Mayorga, quien, ante el interés del viaje planteado por los seis poblados, buscó en su archivo el libreto de la obra de teatro que escribió treinta años atrás: “La batalla de Charalá”. Además de escribirla, la dirigió y actuó en ella, representando al coronel español Lucas González. Utilizó como base de escritura un desaparecido cuadro de la biblioteca con un corto manuscrito que relataba la historia de la batalla, que concordaba con los relatos trasmitidos de padres a hijos, donde se cuenta el sacrificio de un pueblo en busca de la libertad. Le adicionó algunos posibles sucesos que efectivamente pudieron ser corroborados años después con la aparición de la carta de Fernando Arias Nieto.

En la mañana, muy temprano, salí a dar un recorrido por Charalá, encontrando las calles cerca al parque perfectamente identificadas con nombres relativos a los sucesos de agosto de 1819.  Siguiendo la señalización del camino de héroes se puede acceder a los once puntos de interés históricos demarcados en el área central del municipio. Los vecinos madrugadores me indicaron el acceso a la famosa Loma de los Conejos en el barrio Oscar Martínez Salazar, desde donde se puede obtener la vista completa del municipio y ver la estratégica ubicación de Charalá y su entorno montañoso.

El camino de regreso me llevó de nuevo a la Casa de la Cultura para tomar fotografías de las pinturas alusivas a la batalla y a algunos objetos históricos, que merecen ser exhibidos en espacios y vitrinas que ayuden a su preservación. Los charaleños no saben el valioso patrimonio que tienen en su museo, digno de una completa y especializada intervención museográfica que ayude a la promoción del municipio como patrimonio histórico y cultural de la nación como lo dicta la engavetada Ley 1644 de 2013.

 

Las banderas

Cerca de las once de la mañana partí de Charalá con la idea de buscar a los antiguos compañeros de trabajo de Guillermo en el colegio de Encino. Conocía parte del trayecto hasta el desvío a Virolín vía Duitama, la eterna obra que aparece pavimentada en documentos gubernamentales tres veces y que desafortunadamente no ha tenido inauguración alguna por falta de pavimento.

Según la deslucida señal azul, debía tomar el camino de la izquierda y después de una hora de pedaleo encontré una pareja de hermanos en bicicleta en sentido contrario, les pedí el favor de fotografiarme después de consultarles mi destino, diciéndome que no había desvíos. El final del pavimento llegó y tras rodar un rato por una carretera en buen estado, encontré al costado derecho de la vía una pequeña bandera de color amarillo con una estrella roja de cinco puntas que identificaba a las milicias de Cincelada, según lo que había leído en el libro de Edgar.

Tres mil personas se tomaron Charalá el 28 de julio después del fusilamiento de Antonia Santos y se distribuyeron en seis grupos de milicias: la de Charalá, la de Coromoro, la de Cincelada, la de Ocamonte, la de Riachuelo con Encino y la milicia de Libertadores. Cada una de ellas debió identificarse con una bandera para poder facilitar la organización militar.

Encino estaba cerca. Alrededor de las tres de la tarde entré a la plaza principal y percibía en el ambiente la cercanía con Boyacá y su gran intercambio comercial con Belén y Duitama, dado el flujo constante de camiones llevando abonos y trayendo mercado. Pregunté por hospedaje y me remitieron a el Tronco, donde doña Lilia Díaz, dos cuadras abajo del parque principal. Me resguardé un rato de la lluvia y luego fui en búsqueda del profesor Gustavo León Pinzón en el Colegio Técnico Agropecuario. Le compartí el propósito de mi viaje y enseguida comenzó a hablar de las dramatizaciones que habían hecho en días anteriores con sus alumnos de grado once en Cincelada y Coromoro. Con algo de nostalgia me comentó la imposibilidad de haberla presentado ante los invitados especiales en la calle principal de Charalá el 4 de agosto en la fastuosa fiesta departamental, por no estar incluido en los eventos programados por la organización oficial, teniendo que actuar con sus pupilos a unas cuantas cuadras del parque.

En un salón contiguo, se encontraba Álvaro Niño, profesor de matemáticas, quien con computador en mano me mostró las jocosas grabaciones del fusilamiento de los que no quisieron delatar a Antonia Santos, uno de ellos representado por Gustavo, quien como última voluntad pedía la pavimentación de la vía Charalá-Duitama.    

Los campesinos de Encino se unieron a las milicias de Cincelada, pero infortunadamente nadie tiene testimonios escritos u orales de las familias o personas que combatieron y se tomó como guía el libro de Edgar para hacer las representaciones. Caminamos con Álvaro por las instalaciones de su colegio, edificadas hace veinticuatro años en el predio de la antigua casa cural. Nuevas construcciones hechas con el esfuerzo de la comunidad, han ido albergando laboratorios y aulas adicionales. Me presentó a algunos de sus pobladores y entre ellos al particular José León Díaz que decidió dedicarse a los cultivos orgánicos en su huerta casera y vender los productos a los vecinos del pueblo en un gesto de autosuficiencia alimentaria. Recorrimos las pocas calles de Encino y me llevó hasta el mirador de la vía a la variante que comunica con Boyacá.

Las vías de comunicación hasta hace unas décadas eran precarias en la zona; ni imaginar cómo era el viajar con mulas y personas por el cañón del río Minas hacia Boyacá hace 200 años. La topografía del territorio era ideal para el escondite de las milicias y el solo pensar en bajar al río con carga era una odisea. Me desvié cinco kilómetros del camino para conocer el puente sobre el río. La estructura de concreto con soporte en forma de arco entregada en el 2002 permitió el paso de vehículos hacia Boyacá, incrementando el intercambio agrícola entre los dos departamentos. Álvaro me había comentado que desde el puente se podía mirar la antigua ruta en el fondo del cañón, pero las crecientes continuas durante años habían destruido los intransitables pasos, dejando solo rastros de grafitis sobre la roca de antiguos paseos de olla domingueros.

El regreso al pueblo fue lluvioso. Pasé al hospedaje a recoger las alforjas de la bicicleta y a despedirme de Lilia y de su padre Fidel, el refranero del pueblo a quien los años ya le están pasando cuenta de cobro en su memoria y salud. Hacia las once de la mañana salí regresando por la vía a Charalá cinco kilómetros en busca del empinado desvío a Cincelada, por una trocha con poco tránsito, pues todos los pueblos tienen vía de comunicación directa a Charalá, dejando a un lado el uso de las vías terciarias.

La lluvia de la mañana había dejado enlodada la vía, perdiendo toda posibilidad de pedaleo en los tramos empinados por el nulo agarre de la rueda trasera en el piso. El ascenso fue intermitente caminando en los tramos más lodosos por algo más de una hora. La incipiente lluvia inició de nuevo apenas comencé a descender de la montaña. Decidí proseguir hasta encontrar alguien en el camino para averiguar distancias. Cuarenta minutos más tarde solicité permiso para protegerme de la lluvia en una finca al lado de la vía. Doña Mercedes se sorprendió un poco de que hubiera utilizado ese intransitado camino con la bicicleta.  Me hizo seguir al zaguán de su casa pasándome una silla plástica azul y me ofreció limonada; me predijo una hora más de camino hasta el alto y veinte minutos bajando a Cincelada. La intensidad de la lluvia disminuyó momentáneamente permitiéndome reiniciar el recorrido hasta el alto donde tuve que esperar por más de una hora bajo un techo de zinc. Decidí sacar el impermeable y proseguir el lluvioso descenso para buscar el hotel donde cambiarme y ponerme ropa seca. Llegué a Cincelada cuarenta minutos más tarde teniendo que guarecerme bajo el alero de una casa frente al parque.

 

Antonia Santos es nuestra

La familia dueña de la casa me dio indicaciones sobre el hospedaje que estaba a cinco minutos, a las afueras del pueblo. Don Alfonso, uno de los hombres a mi lado bajo el alero, me llevó a buscar a la propietaria, doña Dulcelina, quien estaba en el pueblo a media cuadra del parque en el almacén de tejidos. Me saludó cordialmente diciéndome que se demoraba un poquito, pero inmediatamente se comunicó con su empleada dando la orden de alistarme uno de los cuartos en su casa. Aproveché para tomar unas cuantas fotos de los afiches y murales en la plaza y escuchar el reclamo de sus habitantes sobre el nacimiento de Antonia Santos en Cincelada.

Según ellos, de los libros de la iglesia arrancaron la hoja donde estaba el registro de su nacimiento para hacerla aparecer nacida y bautizada en Pinchote, pero lo que sí está claro es que fue criada en la hacienda El Hatillo de Cincelada por su padre Pedro Santos -amigo cercano de José Antonio Galán- y su madre Petronila Plata. Aunque fue educada como se permitía a las mujeres de la época, desde muy pequeña su formación fue permeada por el constante inconformismo ante el régimen español demostrado por su padre, dándole el carácter que la llevó a organizar y patrocinar las milicias, teniendo como base de operación la hacienda de su familia. Fue apresada en su hacienda, encarcelada en Cincelada mientras la trasladaban a Socorro para su posterior fusilamiento el 28 de julio de 1819, siendo este el detonante de la toma de Charalá por parte de las milicias.

Cincelada -corregimiento de Coromoro- hace honor a esos 200 años de resistencia, con el empoderamiento femenino y el orgullo por su heroína. Cincelada respira a Antonia Santos por todos lados: el parque, los murales, los afiches con su imagen y el lema de “Fuerza femenina en la independencia”, el calabozo en el cual la encarcelaron temporalmente (donde funciona hoy una oficina de la estación de Policía), el nombre de la posada y, me imagino unas cuantas niñas de la región bautizadas en su honor.

La amable Dulcelina llegó pasada las seis de la tarde, a contarme de su tranquila vida en el pueblo, de su familia, del naciente proyecto de su posada y por supuesto del posible nacimiento de Antonia en Cincelada. Después de prepararme la comida me invitó a ver televisión en su sala mientras continuaba con el tejido en croché que estaba realizando en la tarde junto a otras mujeres del pueblo, en un proyecto de emprendimiento regional de artesanías tejidas. En la madrugada se levantó como de costumbre a hacer sus quehaceres domésticos, adelantar desayuno y a despedir al único huésped de su posada, pues me auguraba una larga jornada por la embarrada vía.

 

Agua, lodo y peso

La quebrada topografía de la zona hace que el agua escurra rápido, pero en los caminos poco transitados el lodo es el protagonista. Después de ascender una hora por el empinado camino, llegué al cruce con tres posibilidades para seguir. Pregunté a un trabajador, que gateaba subiendo entre el barro con botas pantaneras, cuál era la ruta a Coromoro y entre risas me dijo: “rodando abajo, por el camino central”.

Los trabajadores estaban haciendo placa huellas en concreto para el mejoramiento del difícil tramo, pero la lluvia del día anterior había hecho que pararan la preparación de mezcla y se dedicaran a escavar para hacer las alcantarillas de drenaje. Era completamente imposible rodar, tuve que soltar los frenos de la bicicleta y empujarla dos kilómetros hasta llegar a los tanques de almacenamiento de agua y sacar el barro acumulado.        

La trocha estaba intransitable. Kilómetros más abajo, desde el portal de su finca en la vereda el Hatillo Alto, don Felipe se burlaba de mi intento por pedalear en el lodo. Me indicó que unos dos kilómetros abajo era el trapiche de la hacienda de Antonia Santos. Llegué con la mala suerte de que estaba en construcción, cambiándole el techo a una casa no tan antigua, señal de que ya no quedaban vestigios de esa época. La vía empezaba a mejorar y un poco más abajo en el Hatillo Medio, don Hernando Rojas limpiaba de maleza las cunetas para secar la carretera. Me dijo que faltaba media hora hasta Coromoro y que podría lavar la bicicleta en la quebrada para quitarle el peso extra, pero que prendiera los parlantes, refiriéndose a las alforjas laterales, muy similares a las que acostumbran a ver en las cabalgatas de las ferias patronales.

 

Los descendientes de las milicias

Antes del mediodía estaba en Coromoro. Llamé a Néstor Guerrero, profesor de Educación física del colegio y amigo de Edgar. A una cuadra del parque se encontraba el hospedaje y restaurante de doña Zenaida. Después de las recomendaciones de rigor, me dejó instalado y me invitó a almorzar a un par de cuadras. Me presentó a algunos de sus alumnos y les explicó el propósito de mi viaje. Caminamos por los alrededores y fuimos hasta su casa para conocer a su esposa; tenían un compromiso nocturno con el matrimonio de unos familiares, así que tendría que estar solo en la tarde conociendo a la gente del pueblo.

En la posada me bañé y cambié mis ropas. Tuve que esperar en el comedor para lavar hasta que una señora de unos ochenta años acabara de usar el lavadero. Con el gesto de su arrugada mano llamándome me invitó a hacer uso de él para posteriormente dedicarse a tejer. Doña María Gilma Báez, que era descendiente de campesinos de Onzaga y Susa, le ayudaba algunos días de la semana a Zenaida. Cuando acababa sus tareas se dedicaba a unir pequeñas pajas de palma trenzándolas unas a otras progresivamente hasta obtener veintidós brazadas de largo, material necesario para hacer un sombrero como el que llevaba puesto. Me mostraba insistentemente que las pajas no estaban bien arregladas y con sus gruesas uñas las desvenaba, retirándole la parte dura para que le permitiera doblarlas. Me quedé un buen rato contemplándola en su ancestral oficio hasta que me decía: “mire”, me estiraba la mano y yo le sacaba con mis uñas las pequeñas agujas de palma clavadas en sus dedos. Después de siete “mire”, decidió irse a descansar a casa de su hijo.

La estatua de Antonia Santos es la figura principal en el parque frente a la iglesia. A un costado, después de pasar un par de veces frente a su negocio de venta de insumos agropecuarios me senté a hablar con doña Fanny Cáceres Solano, quien despachaba pollitos a los compradores veredales con destino a ser engordados lenta y sanamente (entiéndase con maíz) para las festividades decembrinas. Doña Fanny me insistió que debía regresar con más tiempo para poder ir hasta las lejanas veredas donde estaban situadas las ruinas de la finca de los Santos, las cascadas y la Ciudad de Piedra, unos vestigios de roca caliza en forma de callejón que simulaban la construcción de un pueblo.

La consecución de mis consabidos helados de palito me llevó a inmediaciones de la escuela primaria, según las indicaciones, a una tienda diagonal a su entrada. Ya había estado allí unas horas antes buscando a los maestros de la obra en el colegio, quienes estaban tomando cerveza, pues doña Zenaida ya les tenía el almuerzo listo.  Doña Carmen Solano -propietaria de la tienda- me saludó de nuevo, me entregó mi helado de salpicón y entre preguntas mutuas me contó que había vuelto a nacer después de dos trasplantes de rodilla. Caminaba todos los días por el pueblo de cuatro a cinco de la mañana con dos amigas, para luego llegar a hacer sus quehaceres domésticos, sus sabrosos helados y tejer en las tardes chales y vestidos para niña en croché.

Recorrí hasta las últimas cuadras del pueblo. Hacia las cinco de la tarde entablé conversación con un par de mujeres sentadas fuera de su casa, quienes me preguntaron sobre la travesía y el propósito de hacerla. Dayana estudiaba tecnología en producción audiovisual en San Gil y quería hacer un proyecto similar viajando y resaltando los valores y costumbres de los pueblos de su provincia. Intercambiamos opiniones mientras Sandra, la madre de Dayana que trabajaba en el puesto de salud, escuchaba atentamente las posibilidades de los campos de acción para su hija y nos ofrecía masato de arroz y queso prensado hecho por una de sus vecinas.

Doña Zenaida estaba invitada a la fiesta de matrimonio en el pueblo, pero no podía trasnochar mucho pues debía madrugar por ser al día siguiente domingo de mercado. Me pidió el favor que le hiciera el sobre para depositar el dinero de regalo con un par de hojas de papel blanco. Fue a su fiesta y regresó antes de la media noche a dormir un poco y poner la olla del mute en el fogón a las cuatro de la mañana. Le alquilaba habitación una vez al mes a Roy Armando, el médico Homeópata de San Vicente de Chucurí, quien iba atendiendo poco a poco a los campesinos que bajaban de las veredas al mercado. Entre la postura de más leña al fogón y la fina picada de verduras de colores que también adicionó a la olla, me contó que ella también ayudaba a la gente pues su madre la había enseñado el arte de sobar, pero que no le gustaban los que llegaban con “partiduras”, que su especialidad eran los “escuajados” y “esrabados”.

Mientras doña Zenaida terminaba de preparar el desayuno fui a buscar algo de fruta a la plaza. Los tenderos estaban llegando, algunos desde Charalá y otros vecinos del pueblo. Hablé con algunos de ellos. Los carniceros estaban compartiendo una botella de ron con limón, pues todos estaban apestados con una extraña tos seca. Los de la verdura estaban descargando del camión sus productos que traían de Charalá. Doña Fanny había madrugado a vender su salpicón con empanada, le pedí uno y con su amable sonrisa me preguntó si me había gustado el queso con masato del día anterior en la casa de doña Sandra, pues ella lo había hecho.

 

Guarapeando

Hacia las diez de la mañana emprendí jornada para Riachuelo, una nueva trocha con poco uso por un terreno igual de montañoso al de los días anteriores, con tramos de piedra suelta de río para tratar de mejorar los pasos difíciles que hacían imposible el pedalear subiendo con la carga. Me dieron indicaciones de seguir hasta el alto y descender hasta un desvío para tomar la ruta de la izquierda, bajar al río y subir al pueblo. Llegué un poco antes del mediodía a buscar un sitio donde almorzar, pero la persona que preparaba almuerzos por encargo estaba viajando. La poca gente del pueblo estaba en misa de once, así que me recomendaron una tienda llamada La Ermita donde vendían guarapo y empanadas, las cuales debía ir a comer antes de que salieran de misa pues se agotarían.

Doña Luz Marina me entregó la primera empanada, una taza roja con medio guarapo y una Kola Hipinto pequeña para rebajarlo. Los contentos clientes me reclamaron mi falta de verraquera por no tomármelo puro, a lo cual solo pude decirles “mírenme los pantalones” refiriéndome a mis coloridas lycras. Después de las risas, las burlas y de que pidieran otra ronda, repetí mi dosis de empanada y guarapo rebajado. La gente había salido de misa, el local se llenó en cuestión de minutos, faltaron sillas y doña Luz repartía a dos manos las ultimas empanadas con tazas de guarapo.

Cedí mi silla a otros clientes saliendo del lugar y me dirigí al parque en busca del Cura. Él me dijo que tenía poco tiempo en el pueblo, pero sabía de la existencia de libros cúrales de la época de 1700, pero aún no había podido acceder a estudiarlos. Desafortunadamente debía partir a cumplir unos compromisos en la vereda y no podía atenderme.

Daniel -un militar pensionado, amigo del Cura- se ofreció a llevarme hasta El Salto, una cascada cerca del pueblo. Regresamos hasta el puente que había pasado en la mañana y tomó unos atajos para conducirme hasta la antigua construcción. Fue el balneario del pueblo, lugar de reunión dominical, con baños, venta de cerveza, comida y la presentación de grupos musicales, hasta que llegó la época dura del paramilitarismo en la zona y con ello las extorsiones y la muerte, por lo que debieron dejar abandonado el lugar. Una historia repetitiva en infinidad de lugares de nuestra Colombia olvidada. Aunque las cascadas seguían intactas, las deterioradas escaleras y la falta de secciones de pasamanos hacían difícil su acceso y no muy seguro el camino.

 

Retoma de Charalá

La inminente partida de Edgar a Bogotá me hizo tomar la decisión de regresar a Charalá para entrevistarme con él. Tardé dos horas pedaleando para bajar hasta su casa. Salimos a caminar en inmediaciones del parque central pues tenía la duda si la iglesia de Riachuelo, con una arquitectura similar a la de Morcote en Boyacá, era más antigua que la de su terruño, aclarándome que la de Charalá fue erigida mucho antes, el 10 de diciembre de 1701.

Frente a la iglesia especulamos de la posible decisión de haber derribado el puente sobre el río Pienta, petición hecha muchas veces al coronel Antonio Morales, capitán de las milicias de Libertadores, quien aparentemente por estar distraído con una mujer disipó la toma de decisiones cruciales varios días. Sin puente no hay paso, sin paso no hay batalla.

Con las muestras de arrogancia del coronel español Lucas González, descritas en los libros, podríamos suponer que hubiera buscado la manera de pasar el río por otro lado, perdiendo mucho más tiempo y hombres en la batalla, pues casi que tendrían que pasar individualmente dándole ventaja de combate a las milicias, atacando uno a uno y posiblemente teniendo una contienda más equilibrada. La fuerza de fuego de los españoles sería contrarrestada con la superioridad numérica de las milicias, tomando ventaja de su posición estratégica y manteniendo sus deseos de vengar la muerte de Antonia. El resultado hubiera sido el mismo del 7 de agosto en Boyacá, ahorrándonos la masacre del río Pienta.

Lucas González consideraba a las milicias un enemigo no digno para él, refiriéndose a ellos como “campesinos chanchirientos”, desordenados, mal armados y sin formación militar. Así que, La segunda posibilidad es que al recibir la noticia de la toma de Charalá por las milicias después del fusilamiento de Antonia el 28 de julio, los considerara atrincherados en el pueblo sin posibilidad de salida por falta del puente. Luego, haber acatado las órdenes y planes militares de Sámano para presentarse en Tunja con sus hombres, buscando una vía alterna para llegar antes del 7 de agosto, saliendo desde el Socorro. Ineludiblemente nuestra historia seria otra. No nos hubiéramos liberado pues habríamos perdido la batalla, ya que ambos bandos tenían claro que la victoria en Boyacá seria del primero al que le llegaran refuerzos.

La cruda realidad en la carta enviada a don Joaquín Gómez al Socorro por Fernando Arias Nieto y transcrita en el capítulo II del libro de Edgar, tiene que ser leída sin pausa, lentamente y muchas veces. Es el desgarrador recuento de los sucesos, contado por un afligido hombre que empieza a demostrar síntomas de locura producto de los hechos sucedidos en la batalla del río Pienta, quien ante la preocupante situación vivida “atajando” a los españoles en el puente, decide regresar a su casa y mandar a su esposa e hijos al cuidado de sus sirvientes a la hacienda Capellanía cerca de Riachuelo.

Después que los españoles lograron pasar el puente el miércoles 4 de agosto, el coronel Lucas González dio la orden de exterminio, asesinando a quien encontraran, en una lucha desigual calle por calle, casa por casa, saqueando y quemando las viviendas, incluso matando a los refugiados en la iglesia con la exhortación de no enterrar a nadie para que sirviera de ejemplo a las guerrillas sublevadas. Los cuatro días que duraron los españoles en Charalá encarnizados a la sed de sangre, destrucción y pillaje, dejaron según los relatos algo más de 300 muertos entre campesinos, ancianos, mujeres y niños que sirvieron como alimento para cerdos, perros y aves carroñeras. El resto es la historia muy poco conocida, contada de primera mano por un sobreviviente, que ha dado pie para películas, series de televisión, futuros monumentos y el tan anhelado reconocimiento nacional del departamento de Santander como actor fundamental en el resultado del campo de batalla, con la premisa que repiten muchos eruditos de la historia: “primero fue el 4 que el 7”.

 

Un nuevo día

Fernando Arias salió de su escondite el 8 de agosto, escuchando aves que lo tranquilizaron, pero viendo, oliendo y sintiendo el dantesco panorama de Charalá pintado de rojo, logrando llegar hasta su casa, siendo ayudado por algunos campesinos. Posteriormente, recibió el informe de parte del capitán Fernando Santos -comandante de las milicias de Coromoro- del triunfo de Bolívar el 7 de agosto en Boyacá. Sintió júbilo por la gran noticia, pero rechazó el ofrecimiento de seguir luchando, había tenido suficiente. Se reunió con su familia en la hacienda Capellanía y se tomó la molestia de clamar por ayuda, tomándose varios días en escribir la carta de nueve hojas para enviárselas a su amigo en el Socorro, contándole todo para desahogarse y compartir su desconsuelo, enviándosela el 28 de agosto de 1819.

Ocamonte era el último poblado por visitar en la travesía. Había despedido a Edgar la noche anterior en el terminal de buses Omega. Seguí las instrucciones dadas por él y Guillermo de tomar la calle del hospital hasta el final, pasar el puente y tomar hacia la izquierda por la vía destapada. El soleado ascenso tenía la carretera seca con poco barro. Una hora después en la vereda la Cañada encontré a Víctor Manuel, un pequeño niño jugando con una bomba rosada en su boca. Le hice un par de preguntas sobre la vía y me indicó la casa de doña Numa Agudelo, quien estaba extendiendo su café para aprovechar el caluroso día y cortar unas hojas de bijao para la preparación de unos envueltos de mazorca. Me insistió firmemente a que me quedara en su finca para ver el proceso completo de preparación, pero debía continuar, mi ruta estaba llegando a su fin y me restaba una hora más de pedaleo hasta el pueblo.

Seguí el quebrado camino entre fincas cafeteras y hermosas casonas hasta la entrada del pueblo, donde fui recibido con culinaria amabilidad de jugo de tomate de árbol y envuelto de mazorca por parte de la familia Cala Duran Sanabria Silva, quienes, entre preguntas del recorrido y visualización de fotos del trayecto, añoraban la posibilidad de hacer este tipo de viajes por su provincia.

Casi dos horas después me despedí de los nuevos amigos, con la indicación de ubicar el hotel de tres pisos, Magda Victoria, en la plaza central. Dejé la bicicleta afuera mientras buscaba al interior a doña Fabiola Duran, su administradora, que me acomodó en un amplio cuarto en el segundo piso. Me entregó las llaves de su hotel pues debía viajar a Bucaramanga y mientras acomodaba las cosas y me explicaba como cerrar las puertas, sacó de la nevera unas provocativas rellenas de cerdo que le habían encargado. Me dijo que ellas las hacía, pero que infortunadamente era difícil conseguir la tripa pues las nuevas leyes hacen que todo el sacrificio de animales sea hecho en Bucaramanga; esto hace  que los costos se incrementen, pues los propietarios de animales deben marcarlos, embarcarlos a la capital de Santander, entregarlos para el sacrificio, pagar el servicio y regresarlos de nuevo a su pueblo con algo más de 300 kilómetros de recorrido, lo que además hace que no traigan las vísceras o carne de segunda por el costo de transporte. Antes de irse, doña Fabiola me invitó a degustar sus rellenas, siendo sin lugar a dudas las mejores que haya comido en mi vida.       

Era lunes festivo en el pacifico Ocamonte. Había poca gente en las calles y unos cuantos campesinos degustando sus cervezas en un par de tiendas a la salida hacia San Gil. Me indicaron como llegar a su quebrada, el centro recreacional y el cementerio con algunas originales tumbas dignas de los más intrépidos creativos de la región o de los deseos de sus moradores. Doña Fabiola me había recomendado alimentarme donde Ana Velia Quintero, una simpática y risueña mujer propietaria del restaurante las Brasas, dispuesta a dejar contentos a sus clientes con sus sencillas atenciones culinarias. Definitivamente Ocamonte era sinónimo del buen comer.

En la mañana despedí el último día de travesía con el reconfortante desayuno de doña Ana. Caminé un rato por el pueblo y coincidí con la entrada de estudiantes de primaria al colegio, me acerqué a una de sus profesoras para preguntarle si tenía información sobre la batalla del río Pienta y las milicias de Ocamonte. Me dijo que tenía poco en los libros pero sí el producto del sacrificio de batalla, ante mi cara de incomprensión por su respuesta, me señalo los niños en la fila y me dijo: “los descendientes de los héroes”.